ESPECTáCULOS
Un ejercicio independiente sobre una tragedia global
Por Horacio Bernades
No es un mérito menor de 11/09/01: El día que cambió el mundo haber podido pensar, representar, ensanchar las resonancias de un hecho tan convulsionante como el atentado contra las Torres Gemelas, concediéndose el margen de distancia que el arte impone con respecto a los hechos del mundo. La idea fue del productor francés Alain Brigand, quien decidió convocar a un grupo de cineastas del mundo entero para filmar un largometraje colectivo sobre el atentado. El compromiso de cada realizador residiría en filmar un corto cuya duración sería en sí misma un recordatorio: 11 minutos, 9 segundos y 1 fotograma. Once cortos en total, sin limitaciones temáticas, de registro o enfoque. Más allá del lustre de los nombres (entre ellos Ken Loach, Sean Penn, Alejandro González Iñárritu, Shohei Imamura y Samira Makhmalbaf), la plana de realizadores reunidos cobra una particular significación, por razones más de fondo. Sólo un cineasta estadounidense respondió al llamado, y no precisamente uno a las órdenes de la patria guerrera-petrolera. Se trata de Sean Penn, quien poco más tarde se tomaría el trabajo de viajar hasta Irak para comprobar in situ qué había de cierto en el presunto pie de guerra de Hussein.
El resto de los cineastas convocados refleja, en su propia composición, la voluntad ecuménica del proyecto. Cuatro de los cinco continentes están representados (sólo faltó algún nativo de Oceanía) y tres de ellos (el egipcio Youssef Chahine, la iraní Samira Makhmalbaf y la india Mira Nair) provienen de países donde el musulmanismo es religión oficial o tiene mucho peso. Las consecuencias de este gesto de independencia eran de prever: cuando 11/09/01: El día que cambió el mundo se presentó en el festival de Venecia, la prensa oficial estadounidense y algunos medios europeos hicieron tronar su interdicción de hecho, dictaminando que se trataba de una manifestación “antinorteamericana” y condenando a la película producida por Brigand a no ser estrenada en Estados Unidos.
¿Es 11/09/01 una película antiimperialista? No necesariamente. Pero –el mérito se agiganta ante la ciega subordinación planetaria a la que Bush y sus think tanks pretenden inducir– del conjunto se desprende una decidida voluntad de poner el atentado de Al-Qaida en contexto, tanto histórico como mundial. En este sentido, el corto dirigido por el británico Ken Loach aparece como el más herético y contundente, al evocar un 11 de septiembre que Estados Unidos no quiere recordar: el de 1973, cuando el golpe militar armado desde el Norte derrocó al gobierno democrático de Salvador Allende. Apelando a un montaje dialéctico que invoca, no casualmente, al cine soviético de la década del 20, Loach logra algunas de las imágenes más elocuentes de 11/09/01, al contraponer un inflamado discurso de Bush Jr. con la figura de su asesor honorario Henry Kissinger, mientras le hace sonrisitas a Pinochet, treinta años atrás. El egipcio Youssef Chahine no se queda atrás, al darle voz a un hombre-bomba palestino que explica las razones por las cuales combate en Medio Oriente.
Otros cineastas prefirieron adoptar enfoques más oblicuos, aunque igualmente irritativos para el orden dominante. Es el caso del japonés Shohei Imamura, quien evoca los horrores y la animalización de toda guerra (animalización literal, en tanto su protagonista es un soldado que vuelve del campo de batalla creyendo haberse convertido en serpiente) y cierra su corto con una frase de escandalosa disidencia: “No existen guerras santas”. La iraní Samira Makhmalbaf se centró en los refugiados afganos en su país, recordando que una tragedia pequeña pero cercana puede afectar a una comunidad más profundamente que ciertos aviones chocando contra dos lejanos rascacielos. Otros de sus colegas coinciden en privilegiar más lo local que lo global (el israelí Amos Gitai pone en escena un atentado en Tel Aviv, el bosnio Danis Tanoviç evoca el duelo de su pueblo) y están los que prefieren centrarse en la subjetividad, como el francés Claude Lelouch y el propio Sean Penn.
Pero es el africano Idrissa Ouedraogo quien regala el momento más libre y festejable de 11/09/01. A la larga, el más secretamente subversivo. En su corto, unos chicos de Burkina Faso, necesitados de dinero, ven en la calle (o creen ver) al mismísimo Osama Bin Laden. Urden un plan para secuestrarlo y cobrar la recompensa ofrecida por el gobierno de EE.UU. Al fracasar en su empeño, los chicos –a quienes el enfrentamiento de poderes internacionales les importa un pito– trocarán la cabeza de Bin Laden por la de Bush. Si los señores de la guerra tuvieran una mínima perspicacia habrían comprendido que, si en esta manifestación de independencia intelectual que es 11/09/01 un corto se burla más que los demás de los intereses de Estados Unidos, es el de Ouedraogo.