ESPECTáCULOS › “KAOS EN LA CIUDAD” REGRESO A LA PANTALLA
Juan Castro, desde el púlpito
El primer programa del año presentó su publicitado informe desde Jordania y mostró la nueva veta pontificadora de su conductor.
Por Julián Gorodischer
Si la tele acostumbró al cuerpo erguido del conductor, a las poses de jirafa, Juan Castro se acoda, un poco encorvado, en el púlpito. Y ¡ahora también fuma! en cámara (como Jorge Lanata), para que quede cada vez más claro que “Kaos en la ciudad” está “más cerca, de este lado...”. Tal vez hubiera bastado con difundir la visita de un equipo periodístico a Jordania para diferenciarse. Mientras el noticiero espera en el zaguán del Pentágono, mientras la única noticia del conflicto bélico proviene de la cuenta regresiva de George Bush Jr. y el suave rechazo de la ONU, el equipo de “Kaos...” cambió el foco: recorrió las calles de Jordania hasta la frontera con Irak, habló con el paseante y el taxista, denunció la crueldad de las minas personales y sus secuelas (brazos y piernas amputados) y aportó lo que no suele verse al panorama de preguerra. El de “Kaos...”, en su primer capítulo, fue el impacto de llevar a cabo lo que parece obvio pero nadie hizo, el encanto de la (todavía infrecuente en la Argentina) corrección política: mostrar al “otro”, escuchar la voz del musulmán, reconocer que “tal vez –como dice Castro– los iraquíes no necesiten una democracia como la que quiere imponerles Estados Unidos”.
Si en los ‘90, la tele reservó la opinión al pedagogo de derecha (Neustadt, Grondona), en el 2003 Juan Castro invierte el juego y se convierte en una suerte de pastor mediático de la TV de las noches. Su actividad misionera incluye un extraño monólogo en voz alta (...”me pone contento, están cumpliendo con su laburo...”, en referencia al rechazo de una coima de los jordanos), dedo en alto para marcar al impedidor o al difamador (siempre en perjuicio del equipo de “Kaos...”) y culto al decontracté televisivo para tratar en femenino al panelista Ronnie Arias o exaltar cualidades de las “chicas” (la cronista política y la sexual).
“Kaos” intenta limpiar conciencias de espectadores “progres”, satisfacer el sentido común del ciudadano medio al que supone definido por un par de variables fijas: rechazo al político de cualquier extracción en combo con un estado permanente de calentura. Con humor o levedad, Ronnie Arias y Carla Czudnovsky (a cargo de informes de tendencias y de sexo) refuerzan el criterio: guían recorridos por el nudismo o una despedida de solteras sin juzgar ni pedir explicaciones a los protagonistas; ellos (a esta altura queda clarísimo) respetan “la elección personal” de cada uno. Son exploradores de una Buenos Aires que abunda –según se desprende del interminable itinerario que ya lleva varios años– en prácticas, rituales, ceremonias y encuentros exóticos y “excitantes”. La minoría, en “Kaos...”, se presenta en estado de excitación continua: swingers, nudistas, travestis, lesbianas unidos en su carga libidinal, pero también en el “discurso de lo correcto” que puede, en un instante, dejar de sonar a nuevo para convertirse en obvio, único, aburrido.
Aquí, los vicios de la corrección política “degenerada” en la que, por momentos, el programa abreva: dejar evaporar sus propósitos del inicio (generar respeto) para promover un planteo tan rígido como las voces que se critican: “...aprendé a vivir como se debe”, insistió el comentario implícito de Castro cuando comparó al argentino con la pasión y la convicción de los musulmanes, en el capítulo del debut. Y cada vez que resaltó el fango local en contraste con “otras riquezas de espíritu” (la de los musulmanes, pero también la de los nudistas o las calentonas en el Golden). Castro, en el púlpito, coronó cada informe con una moraleja del tipo: “Los que dijeron que la detención era una mentira, ahora pidan perdón” (en referencia a los sucesos de Jordania) o “...¿vos darías la vida por tu Patria como lo hacen ellos?”. Si las imágenes se reservan al paisaje de lo poco visto, a la zona de riesgo negada por peligrosa o inconveniente, la sentencia verbal superpone el fetiche televisivo. Exalta y consagra, pero en el fondo también lo lleva todo a un terreno moral revisitado: desprecia el desacuerdo y lo condena.