ESPECTáCULOS
Sbaraglia, Alcón y Bredice en la tierra de Fernando Fernán Gómez
“En la ciudad sin límites”, una coproducción argentino-española, presenta una trama llena de celos, ambición y poder, al estilo “Dallas”.
Por Horacio Bernades
Nueva coproducción de la compañía argentina Patagonik con capitales españoles, En la ciudad sin límites representa un considerable paso adelante con respecto a la anterior Almejas y mejillones, fallido intento de colocar a Leticia Bredice en el lugar de estrella hispanohablante. Mucho más lograda, En la ciudad sin límites permite un amplio lucimiento de la delegación argentina, desde la propia Bredice (en papel secundario) hasta el protagónico de Leonardo Sbaraglia, sin olvidar a Alfredo Alcón, que reafirma sus laureles en un papel clave.
Film coral de ancho cast, En la ciudad sin límites se toma su tiempo para entrar en tema. Astrofísico radicado desde hace algún tiempo en la Argentina, Víctor (Sbaraglia, mimetizado como español) llega a París acompañado de su mujer, Eileen (Bredice) para reunirse con el resto de su familia, a quienes hace años que no ve. En la capital francesa lo esperan su madre, Marie (Geraldine Chaplin) y sus hermanos, quienes vienen de internar a Max, el viejo patriarca (Fernando Fernán-Gómez). Ex comunista y dueño de un laboratorio farmacéutico, tras un derrame cerebral Max da la sensación de chochear gravemente. En una familia en la que los negocios, ambición e intrigas están indisolublemente atados, la debilidad del patriarca genera una enorme inestabilidad. Si a esto se le suman celos, infidelidades y deseos cruzados, se tiene un material de culebrón estilo “Dallas” o “Dinastía”, que el realizador Hernández trata sin embargo como una suerte de vodevil elegante.
Muy de a poco –entre dilaciones, circunvalaciones y digresiones, que ponen a la película al borde mismo de lo irritante– En la ciudad sin límites va penetrando un tejido familiar en el que los secretos, recelos mutuos, paranoias y jugadas entre bambalinas se van develando como tela constitutiva. Mientras la figura de mamá Marie va asumiendo la forma de una reina tenebrosa, Víctor es el único en creer que quizá los aparentes delirios del viejo sean más bien una argamasa de memorias, cuentas sin saldar y deseos incumplidos. Todo lleva hasta la figura de Rancel (Alcón), escritor homosexual y ex combatiente comunista, que mucho tiempo atrás compartió con Max la militancia antifranquista. Posible portador de un secreto que la familia preferiría mantener bien encerrado en el placard, como consecuencia de una traición Rancel fue a parar a la cárcel y allí habría muerto. Si es que no regresa, como un fantasma del pasado.
Durante la primera hora de película, el realizador Antonio Hernández -cuya anterior Lisboa era un inconducente ejercicio de estilo– se demora en travellings circulares, ralentis y otros subrayados formales, que no hacen más que acentuar la vaguedad dramática. A partir del momento en que las líneas del guión comienzan a atarse, ese exceso de estilo se vuelve fluido y funcional, al servicio de una fábula en la que cuestiones como la dignidad perdida, los ideales, la amistad, la traición y la caída se van tornando nítidas y dejan sedimento. Tanto en sus mejores momentos como en los peores, si algo da sustento a En la ciudad sin límites son las actuaciones, a las que Hernández les saca todo el jugo. Dentro de unelenco sin fisuras brilla particularmente Geraldine Chaplin, cuyo pelo recogido, gesto apretado y piel tirante arman el perfecto retrato de una matriarca de temer. Ante la línea de tres integrada por un asentado Sbaraglia, el siempre magnético Alcón y una Bredice libre por una vez de exhibicionismos, uno de esos relatores futbolísticos a los que les gusta inflamarse de kitsch patriótico seguramente diría que “deja bien sentados los prestigios del actor argentino”.