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Idas y vueltas del viejo vicio de la hipocresía

“La clase del Marqués de Sade” es una relectura de la obra original escrita por Carlos Somigliana para Teatro Abierto. Apela al vodevil clásico para satirizar a las dictaduras y las democracias latinoamericanas.

 Por Cecilia Hopkins

Estrenada en 1980 en el primer ciclo de Teatro Abierto –que incluyó 19 obras que dispararon críticas de diverso calibre relacionadas con el clima que se estaba viviendo durante el Proceso militar– en El Nuevo Mundo, Carlos Somigliana (autor de Amarillo y El ex-alumno, entre otras) se propuso concretar una sátira sobre las dictaduras latinoamericanas. La puesta que los directores Rubens Correa y Javier Margulis estrenaron recientemente en el Teatro del Pueblo respeta en todo detalle la propuesta estética que denota su escritura, echando mano de todas las convenciones propias del vodevil clásico para desarrollar las situaciones propuestas por el autor. A esta obra, los directores decidieron adosarle otro texto breve –La democracia en el tocador– escrito por Somigliana cuatro años después y ya en democracia, a modo de continuación de la primera. De esta manera, La clase del Marqués de Sade reúne ambas partes, en homenaje a los 15 años del fallecimiento de su autor.
En la obra el Marqués de Sade (un inefable Donatien Alphonse Francois) se instala en una capital sudamericana, luego de escaparse del manicomio parisino adonde había sido confinado. Es en ese nuevo destino donde se da cuenta de que existe un vicio que hasta el momento no se le había ocurrido cultivar. Se trata del arte de la hipocresía, que aprende directamente del doble discurso de los funcionarios y dignatarios que conoce en la recámara de una prostituta. Ya en la segunda parte (no estrenada en tiempos de Alfonsín, seguramente por el tono desengañado y amargo con que evalúa los primeros años de la democracia) el Marqués debe implementar cambios en su estilo de vida. Porque, una vez desarticulada la dictadura, Donatien se ha ido empobreciendo a fuerza de coimear a los nuevos funcionarios y, abandonado por los amigos que consiguieron ubicación en el nuevo sistema, se ve en la necesidad de dar clases acerca de las bondades de vivir en libertad.
En el rol del maduro Marqués de Sade, Juan Carlos Galván logra una composición colorida y vigorosa. En cambio, no aportan demasiadas sorpresas los personajes que acompañan al libertino en la primer parte de la obra, todos ellos construidos en base a unos modelos largamente estereotipados en el teatro de corte popular. Será por esto que los comportamientos de la madama, el policía rastrero o el político y el cura corruptos, resultan rutinarios, llenos de gestos previsibles que, por otra parte, están –al menos por el momento– ceñidos a una cantidad de marcaciones de dirección que les restan espontaneidad. Sin dudas, el espectáculo repunta en su segunda parte, en coincidencia con la aparición del personaje de Daniela, la joven alumna del Marqués, (interpretada con inusual frescura y desparpajo por Patricia Rey) quien intenta infructuosamente poner en práctica los conocimientos teóricos aprendidos de un marqués ya inhabilitado para retozar en el lecho, frustrada por lafalta de vigor del escuálido Aniceto (Mario Alarcón) víctima de la ferocidad de los ajustes económicos.

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“La clase...” funciona a modo de homenaje a su autor, a 15 años de su fallecimiento.
 
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