ESPECTáCULOS › PAGINA/12 ENTREGA, A PARTIR DE MAÑANA, DOS DISCOS DE ALBERTO CASTILLO

Vuelve el cantor de los cien barrios porteños

La colección, que aborda las diferentes facetas artísticas del cantor, hace hincapié en su período más rico, el comprendido entre 1943 y 1955. Su voz y su estilo interpretativo lucen intactos, dándole brillo a clásicos como “La copa del olvido”, “Garufa”, Mi noche triste” y “Así se baila el tango”.

 Por Julio Nudler

El tango, la ginecología, la cocaína y los negros candomberos. No faltaron pasiones en la vida de Alberto de Lucca, quien al desistir en 1943 del consultorio de señoras se inclinó definitivamente por ser Alberto Castillo. Su historia de cantor, iniciada en 1934, lo llevó a la gloria en los años ‘40, pero la masiva popularidad de la que gozó en la Argentina y en gran parte de América Latina y en España le tendió sus trampas. También él, como Roberto Goyeneche, vio convertida la dolorosa decadencia de sus últimos años en un curioso renacimiento. Pero lo que importa es rescatar el aporte de su buena época, parte de la cual está representada en los dos compactos que lanza Página/12 mañana y el domingo siguiente. Los treinta temas que incluyen cubren el período 1943–1955, que es seguramente el menos conocido de Castillo, a diferencia de su etapa previa con la orquesta del odontólogo Ricardo Tanturi. Su voz permanece intacta a través de esos años, a pesar de la intensidad de sus actuaciones, mientras su estilo va renunciando gradualmente al matiz que caracterizó sus comienzos. Aun así, incluso en 1955 entrega versiones excepcionales, e incluso antológicas, como la que ofrece de “La copa del olvido”.
En el segundo CD figura “Manoblanca”, que fue su primer disco 78 como cantor independiente, con la orquesta que dirigía para acompañarlo el violinista Emilio Balcarce, con Julio Ahumada en bandoneón y Juan José Paz en piano, todos ellos ejecutantes memorables. Fue grabado el 7 de diciembre de 1943, el día en que cumplió 29 años. El compacto inicial comienza con “La que murió en París”, del 3 de febrero de 1944, una de las obras más exquisitas de su discografía, y al mismo tiempo un notable éxito dentro y fuera de la Argentina. El hermoso poema de Héctor Pedro Blomberg subyugaba al público, aunque hoy cueste creerlo.
Por esa época, la diabólica censura se encarnizaba con la letra de los tangos. Así, en la versión de “Anclao en París” (19/1/44), Castillo debe sustituir “tirao” por “tirado”, “encane” por “encuentre”, y ¡oh nacionalismo estúpido! “faubourg” por “rincón”. Pese a estos estropicios sufridos por el texto de Enrique Cadícamo, el registro es estupendo. De la inigualable era Balcarce también se incluye “El pescante” (25/7/44), sufriendo en este caso Homero Manzi la guadaña del censor, mientras la orquesta describe el repiqueteo de las herraduras sobre las piedras de Constitución.
En “Nubes de humo” (9/6/44), la censura obliga a alterar la historia, de modo que la mujer del caso no es abandonada por el arrepentido protagonista, sino que muere, con lo que todo el cuento pierde sentido. Lo cierto es que desde el golpe militar del 4 de junio de 1943, además de estar prohibidos el lunfardo y el francés (la dictadura era germanófila), también quedaron eliminadas las menciones a conductas indeseables, como emborracharse, andar sucio, suicidarse o abandonar a la mujer. Como en los tangos pasaban todas esas cosas, el género era observado con mucha desconfianza.
Humberto Barrella, en su magnífico libro El tango después de Gardel, 1935/1959” (Editorial Corregidor), recuerda que Castillo debutó en septiembre de 1943 con Balcarce en el Palermo Palace. Dos meses después se iniciaba bajo el mote de “El corazón que canta” en Radio Belgrano, días antes de comenzar sus grabaciones en Odeón. De modo que este sello y la emisora de Jaime Yankelevich le arrebataron el médico cantor a la Víctor y a El Mundo. Tiempo después, Castillo pasó a ser “El cantor de los cien barrios porteños”, con el correspondiente vals “Los cien barrios porteños” (20/11/45), cuyo estribillo pasa lista a las barriadas, tan increíblemente como hace con las provincias otro vals, “República Argentina”, que grabaría nada menos que Astor Piazzolla, obligado porque ese bodrio fascinaba a cierto público. En 1945, el bandoneonista Enrique Alessio deja la orquesta de Osvaldo Pugliese para hacerse cargo del acompañamiento de Castillo, que conducirá hasta 1948. El 11 de julio de 1946 llega al surco una nueva versión de “Así se baila el tango”, probablemente el mayor éxito de los muchos que cosechó este vocalista. La letra de Marvil (Elizardo Martínez Vilas) exalta al bailarín reconcentrado y sentimental, pero al mismo tiempo pintón y arrogante, que se excita al mezclar su aliento con el de la mujer, y desprecia a los “pitucos, lambidos y shushetas”, desafío que Castillo, con sus gestos, elevaba a auténtica provocación. La primera, incomparable entrega de este tango data de 1942. (En septiembre de 1947, Castillo protagonizó junto a Tita Merello la revista “Qué saben los pitucos” en el Teatro Casino.)
En la misma sesión de 1946, Castillo graba “Esta noche me emborracho”, y también en este caso con la letra no censurada, aunque para la misma época otros intérpretes seguían expurgando las letras. El primer CD compendia otros valiosos registros de aquella etapa, como “Barrio pobre”, un tango excepcional que había dormido dos décadas (es de lamentar que no lo haya cantado Gardel), e invita a confrontar la versión de Castillo con la de Carmen Duval, aunque sea ésta la que prevalezca.
Hay también una incursión al otro Castillo en “Baile de los morenos”, en una línea cuyo gran continuador contemporáneo es Juan Carlos Cáceres. Secundado por tamborileros uruguayos, Castillo, que años antes había abrevado en la temática federales versus unitarios de Ignacio Corsini (sobre letras de Blomberg), volvía a dar expresión –cierto que con discutible autenticidad– a los márgenes sociales, al esclavo frente al amo, al negro frente al blanco. Hay que tener en cuenta que el territorio del tango había sido conquistado por la inmigración italiana y otros contingentes provenientes de Europa.
En el segundo CD pueden hallarse varias maravillas. Una es la versión de “Pobre mi madre querida” (14/7/49), en la que interviene largamente el guitarrista Roberto Grela, sobre un arreglo de Eduardo Rovira, según testimonió a Néstor Pinsón el bandoneonista Roberto Vallejos, quien integró por diez años el conjunto del también fueyero Angel Condercuri, quien sucedió a Alessio como conductor de la orquesta que secundaba a Castillo. Condercuri había sido segundo bandoneón en el conjunto de Alessio. Además de “La copa del olvido” (29/11/55), ya elogiada, hay un impactante registro de “Mi noche triste” (18/11/55), algo empobrecido por un error en la letra y por un final malogrado. Algo similar ocurre con “La cumparsita” (15/11/55). Tampoco se salva de algún error la letra de “Yira, yira” (29/11/55), pero esto no impide que la interpretación de Castillo merezca un lugar entre las grandes (Gardel, Ada Falcón, Edmundo Rivero) de esta cumbre discepoleana. En “Chorra” (5/10/54), Castillo elige apartarse de la melodía escrita por Discépolo, pero su versión tiene de todas formas gran mérito.
Todas las facetas de Castillo –incluida la compadrita de “Garufa” (11/5/51)– asoman en esta selección de temas, aunque con énfasis en parte de su mejor repertorio. Si fue el cantor de todos los barrios, también cantó para todos los gustos, sin exclusión de los más exigentes.

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Castillo fue uno de los vocalistas más personales de todos los tiempos.
 
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