ESPECTáCULOS › “DOGVILLE”, DEL DANES LARS VON TRIER, CON NICOLE KIDMAN Y BEN GAZZARA
Pasión y muerte de un pueblo de perros
La nueva película del director de “Bailarina en la oscuridad” y “Contra viento y marea” utiliza un despojado dispositivo escénico para desnudar las hipocresías de una comunidad tan religiosa como cínica y caníbal.
Por Luciano Monteagudo
La nueva película del danés Lars von Trier –después de su controvertida Bailarina en la oscuridad, que hizo de la cantante Björk un raro animal cinematográfico– está planteada como una enorme paradoja, en varios sentidos. En términos de producción, Dogville –uno de los acontecimientos mediáticos del último Festival de Cannes, donde sin embargo se fue con las manos vacías de premios– es claramente un proyecto ambicioso, espectacular, un fresco social de tres horas de duración, con un presupuesto de doce millones de euros y un elenco de estrellas europeas y estadounidenses encabezado por Nicole Kidman como protagonista absoluta.
Por otra parte, sin embargo, el planteo formal del film es de una economía de medios y de un despojamiento visual absolutos: todo transcurre en un único set cerrado, donde Von Trier reconstruye un pequeño pueblo minero perdido en el medio Oeste norteamericano, en algún momento de la Gran Depresión de los años ‘30.
Como todo en Dogville, esa reconstrucción está concebida en términos radicales, extremos: no sólo no pretende ser realista sino que fuerza hasta sus límites la idea del artificio, doblando la apuesta que en ese sentido ya hacía Dancer in the Dark, otra reelaboración puramente ficcional del universo obrero estadounidense. Si allí los códigos sobre los que trabajaba el director de Los idiotas, renegando provocativamente de ese decálogo del realismo que enarbolaba su célebre Dogma, eran los de la comedia musical, con situaciones dramáticas cantadas y bailadas, aquí en Dogville el declarado modelo de inspiración es el teatro de Bertolt Brecht. El propio Von Trier ha mencionado como sus fuentes a La ópera de dos centavos y a algunas de sus canciones, pero se diría que más que una obra o un tema en particular lo que el cineasta danés ha incorporado de Brecht es su concepción del distanciamiento dramático y del teatro de ideas.
El poderoso contenido simbólico de Dogville ya queda en evidencia en la manera en que está representado ese pueblo que le da su nombre al film, un “Pueblo de perros” cuyas calles están dibujadas con tiza sobre el piso del escenario y cuyas paredes y puertas no existen materialmente, dejando a la intemperie la intimidad de sus habitantes. De eso se trata: de desnudar hasta el hueso los cimientos de una ciudad para poder ver mejor y más claramente su ruina cívica y moral.
En Dogville, hay arquetipos antes que personajes: Grace (Kidman) es la muchacha frágil y perdida en el mundo que busca refugio de una amenaza innominada. Lo encuentra en principio en esa comunidad que integran, entre otros, un intelectual vano y pretencioso, un viejo ciego, una madre de familia biempensante, un camionero miserable y una mujer tan devota como prejuiciosa. Después de un democrático debate, que no alcanza a esconder la hipocresía y las limitaciones de ese núcleo social, el pueblo –una suerte de “ciudad red” como la de Mahagonny– acepta albergar a Grace, a pesar del peligro que eso puede acarrearles. Cada tanto, el sheriff de la zona se acerca con su rumoroso Ford T, preguntando por la fugitiva, pero el pueblo niega su presencia y le busca amparo en la mina abandonada, que en el film son apenas un par travesaños en perspectiva.
Esa bondad inicial, que no termina de disimular una actitud pía a la manera parroquial, irá dejando paso –paradójicamente también– a la intolerancia, la explotación y el abuso laboral y sexual. “Grace estaba expuesta y desprotegida como la manzana en el Jardín de Edén”, describe la solemne voz en off del narrador, que utiliza un estilo literario, con ecos bíblicos, para dar cuenta de la caída de esa Gracia. (Unos ecos, por otra parte, que remiten al film más abiertamente religioso de Von Trier, Contra viento y marea, donde la protagonista también enfrentaba con entereza su propia ordalía.)
La buscada gravedad del film, su profunda misantropía, su rechazo a cualquier atisbo de placer, hacen de Dogville un film arduo, exigente, que pide ser atravesado casi como una prueba, en la que el espectador primero debe rendirse al singular dispositivo escénico planteado por Von Trier para luego enfrentarse con una feroz concepción nihilista del mundo.