ESPECTáCULOS › ULISES ROSELL, DIRECTOR DE UN FILM NOTABLE QUE, AL FIN, TENDRA SU ESTRENO EN SALAS COMERCIALES
“En el discurso de Bonanza hay algo de nobleza antigua”
Bonanza Muchinsci, un hombre enorme con un rostro barbudo, canoso y cachetón, es el protagonista de una película que se instala en la cotidianidad de una familia de la villa, sin prejuicios y con una notable afinidad con el personaje. “A través de ellos me di cuenta de que uno vive un poco como en un cajoncito”, dice Rosell.
Por Martín Pérez
Al costado del camino. Ahí es donde viven su vida Bonanza y sus dos hijos, Norberto y la Vero. Una vida llena de animales, que transcurre en un extraño paraje donde parece haber ido a parar todo lo que ha sido dejado de lado por la sociedad, empezando por el propio Bonanza. Carrocerías de autos viejos, casas hechas de chapa y un revuelto de colchones, sillas, mesas, cartones y lo que sea que quede oculto en las sombras. Un escenario ocupado por padre e hijos, y también por vecinos ocasionales y –muy especialmente– sus mascotas, donde todo el tiempo sucede algo interesante, algo que siempre llena la pantalla donde se proyecta Bonanza (2001), el primer largometraje en solitario de Ulises Rosell. Una película única e inclasificable, en la que sin necesidad de explicar nada simplemente se muestra la vida urbana y salvaje de una familia que parece al margen de todo, pero al mismo tiempo en el centro de un universo muy especial, capaz de atrapar todas las miradas. “Ese es mi orgullo”, dice con satisfacción Ulises Rosell, que esta semana finalmente estrenará comercialmente su película –que circula en el circuito de festivales internacionales desde hace dos años– en las pantallas locales.
“Una de las cosas que más me gusta es haberle escapado al cliché”, explica Rosell. “Porque, a fin de cuentas, esta película podría haber sido un documental de la villa. Una de las primeras preguntas que me hacen todos los que la vieron es ‘¿Dónde es esto?’. Y yo les respondo: esto es la villa. ‘¿Dónde está la villa?’, vuelven a preguntar. Y no se dan cuenta de que es lo que están viendo todo el tiempo”, explica el director, cuya gran proeza fue filmar el árbol en vez del bosque. Y en cada uno de los encuadres de su película nunca dejan de verse chapas y toda clase de chatarra, pero también hay lugar para un horizonte abierto, con árboles, campo y hasta una costa marrón donde se pone el sol. “Para retratar a un personaje a veces es bueno incluir unos datos sociales, pero otra veces lo ideal es prescindir de ellos, para escaparle al preconcepto”, señala Rosell. Y eso es precisamente lo que sucede con Bonanza, una película de pequeñas historias cotidianas, en donde el insólito acceso a un contexto único –que bien podría ser una suburbial e imposible nota al pie de los escenarios de Blade Runner– hace de cada una de esas historias una aventura en miniatura.
Chatarrero, mecánico, cazador de aves y serpientes, criador de mojarritas, padre de familia e incluso, allá lejos y hace tiempo, protagonista de un asalto a un camión blindado. Todas esas cosas, y muchas más, es Bonanza Muchinsci, un hombre enorme con un rostro barbudo, canoso y cachetón que recuerda al de Papá Noel, y que ha hecho de su vida una leyenda. Un personaje al que Ulises Rosell accedió buscando locaciones para Dónde y cómo Oliveira perdió a Achala (1995), un cortometraje codirigido junto a Andrés Tambornino que formó parte del primer y ya mítico Historias breves, una compilación de cortos que reunió los primeros trabajos de Lucrecia Martel, Adrián Caetano, Daniel Burman y Bruno Stagnaro, entre otros. “Andábamos necesitando una gomería, y alguien nos dijo que había un lugar increíble, que teníamos que ir a ver”, recuerda Rosell, que explica que semejantes recomendaciones son parte de su trabajo. “Es algo que te dicen todo el tiempo: vos, que hacés cine, tenés que ir a ver aquello o tenés que conocer a este tipo, seguro que para algo te sirve”, explica Ulises con una sonrisa. “Pero, milagrosamente, esta vez el que me lo dijo tenía razón.”
Aquella vez, Ulises arregló con Bonanza –“que por entonces para mí era apenas El Gordo”, recuerda– para filmar en su casa durante toda una semana. “Pero en esa casa pasaban tantas cosas todo el tiempo, que el hecho de que hubiese además una filmación no era ningún problema”, explica Rosell con una carcajada, recordando las cuarenta y pico de personas involucradas en el rodaje del corto. “Me hice el hábito de ir todos los días, y lo primero que me sorprendió fue la buena disposición de todos cada vez que iba”, recuerda el cineasta, que en el transcurso de la filmación se fue dando cuenta de que le interesaba cada vez más la particular vida de los dueños de casa. “Me encantaba la relación que tenían con los animales, me gustaba también toda esa estética basada en el amontonamiento de cosas y, en especial, me cagaba de risa todo el tiempo cuando estaba con ellos.” Ulises asegura que aún recuerda cuando el gordo se le acercó, una vez terminado el rodaje, y le preguntó: “¿Qué tenés pensado hacer ahora?” No se lo dijo entonces, pero en lo que había lentamente empezado a pensar era en rodar una película con ellos. “No sabía qué podía hacer con eso, pero su vida era algo cautivante”, cuenta. “La cualidad base de cualquier película es que sea interesante de mirar, y ellos para mí lo eran. Y el paso siguiente era pensar que, si me interesaban a mí, también a otro le tenía que interesar.”
En primera instancia, Ulises pensó que la vida en aquella casa era material para un cortometraje documental. “Pero enseguida me di cuenta de que lo que me interesaba eran las relaciones humanas. Allí ya no estamos hablando de la narración de una peripecia, que es material para un corto. Sino de una familia en la que falta la madre, por ejemplo, y eso ya es algo para desarrollar en una película.” Otra de las dudas para encarar el proyecto, confiesa Rosell, era que no tenía claro el formato. “No estaba seguro si lo que iba a hacer con ellos era ficción o documental, pero de a poco empecé a tener una idea de narración que no estaba asociada a que les pusiese un texto delante. Por un lado, a mí me gustaba lo que sucedía ahí naturalmente. Y estaba el hecho de que la fuerza de lo que se filmaba reside en que existe y es real. Al fin de cuentas, la película termina y uno sabe que toda esa gente sigue ahí”, explica el director, que aclara que la película se rodó en 16 milímetros, y que el porcentaje de material utilizado –7 a 1, precisa– es prácticamente el mismo que en un largometraje de ficción. “Otra de las cosas que me suelen preguntar después de ver la película es si nosotros también vivíamos ahí con ellos. Y a eso yo siempre respondo con otra pregunta: ¿vos te quedás a dormir en tu trabajo? Porque siempre quedó claro, tanto para nosotros como para ellos, que filmar era un trabajo.”
Un trabajo que Rosell confiesa que le cambió la vida. “Porque fue la primera vez que conecté con gente que viene de una experiencia de vida totalmente diferente a la mía. A fin de cuentas, a través de ellos me terminé dando cuenta de que uno vive un poco como en un cajoncito. Hay cosas a las que, por las dudas, no te acercás. Pero el hecho de haber vivido la experiencia más importante de mi vida metiéndome precisamente donde no se debe, de alguna manera me cambió la vida.” ¿Y la película también le cambió la vida a Bonanza? “Se la confirmó, me parece. Porque él siempre tuvo la idea de que era un mito, de que él y su familia eran dignos de una película, y por eso tomó con toda naturalidad el hecho de tenerme ahí filmándolos”, cuenta Ulises, un porteño nacido en 1970, un cinéfilo habitué de la sala Leopoldo Lugones y la Cinemateca Hebraica hasta que comenzó a estudiar en la Universidad del Cine. “Ahí la cosa empezó a pasar más por hacer cine que por ir a verlo”, confiesa Rosell, el menor de seis hermanos, hijo de un padre ciego, profesor de discapacitados visuales. “Soy un típico hijo de clase media con suplemento cultural los domingos. Y siempre me tomé mi obsesión por el cine como una forma de olvidarme del mundo metiéndome en la sala de un cine, hasta que fui a un psicoanalista que me dijo: no, no, la causa de todo es tu papá ciego”, bromea Ulises, para el que su viejo es un hombre que está a la vuelta de todo. “No sé, para mí es inconcebible una vida sin ver”, murmura.
“Yo quiero hacer una película así”, confiesa Rosell que pensó cuando vio Repulsión y Cul de Sac, los primeros trabajos de Roman Polanski. Y hay mucho de esta última, justamente, en el cortometraje que codirigió para Historias breves. Parte integral de la nueva generación de cineastas del llamado Nuevo Cine Argentino, Rosell abrió un estudio de edición a mediados de los noventa junto a Pablo Trapero y Tambornino, del que antes que nada salieron sus películas: Mundo grúa, Bonanza y El descanso, un largometraje codirigido por Ulises junto a Tambornino y Rodrigo Moreno. “También hicimos muchas pelis de afuera, entre ellas Pizza, birra, faso, la que nos permitió cerrar los números”, aclara, nombrando a la película fundacional de esa generación. “Todo aquel núcleo del Nuevo Cine Argentino pasó por ahí. Llegó un momento que podía jactarme de conocer a todo el mundo que estaba filmando, ahora ya no”, explica Rosell sin ningún dejo de nostalgia. Pero apunta que, si algo aprendió aquella generación de cineastas egresados de la Universidad del Cine, es que el cine es un trabajo en equipo. “Nos dimos cuenta de que hacer cine no es cosa de un iluminado, sino algo que se hace en grupo. Por eso pienso que es muy diferente cómo ve la cosa alguien que pasó por una escuela de cine que alguien que viene de la industria y está acostumbrado al escalafón.”
A dos años de haber terminado Bonanza, Ulises cuenta que desde entonces ha pasado su tiempo trabajando en un piloto de televisión que anda por ahí dando vueltas, y escribiendo un guión sobre una historia familiar que fue a escribir a Cannes becado por el Festival. De regreso al mundo de Bonanza a causa de su estreno local, a Rosell sin embargo no le cuesta mucho volver a meterse dentro del universo de sus protagonistas, y la charla no deja de volver con pasión a momentos específicos del rodaje. “La verdad que yo veo aún hoy algunas escenas, y no puedo evitar volver a reírme”, cuenta el director, que asegura que la clave del film está en la actitud de su protagonista. “Hay algo de nobleza en su discurso, pero de nobleza antigua, que se expresa en alguna que otra frase que tira acá y allá. Como eso que dice que él en su vida sólo robó dinero, y se queja de que ahora los pibes le roban la garrafa a la vecina de enfrente y la dejan sin gas. O el momento que asegura que sólo se puede matar un animal para comer, principios que están acompañados por el ejemplo”, cuenta Rosell, que confiesa haberle escapado a ciertos miedos pequeñoburgueses al rodar una película como Bonanza. “Porque con ella logré ir más allá de aquella pregunta: ¿Y si me quedo sin nada? Bueno, hay todo un mundo ahí afuera. Y la vida sigue.”