ESPECTáCULOS › ENTREVISTA CON EMILIO GARCIA WEHBI, DEL GRUPO EL PERIFERICO DE OBJETOS
“Al espectador a veces hay que forzarlo”
Es actor, director, puestista y artista visual. Comenzó como titiritero en el San Martín, pero hace ya un tiempo que su impronta, fuerte y feroz, se deja ver en las obras del Periférico de Objetos, uno de los grupos con identidad más fuerte de los que han germinado en el teatro argentino.
Por Hilda Cabrera
“Cualquier transgresión que se realice fuera de un espacio pensado para expresarse artísticamente es considerada un acto de subversión.” Lo dice el actor, director y artista visual Emilio García Wehbi cuando se le pregunta sobre las acciones teatrales realizadas en espacios públicos que tienen como premisa involucrar al transeúnte y documentar sus reacciones, como lo ha hecho él mismo a través de Proyecto Filoctetes, instalación urbana que consistió en diseminar veinticinco “cuerpos hiperrealistas” en diferentes puntos de la ciudad (cuerpos hechos de látex que fueron colocados en la madrugada del 15 de noviembre de 2002, y que volverán a estar presentes en otra madrugada, pero de 2004 y en Berlín). Medir la reacción de la gente es, en su opinión, una apuesta política. La elección de una estética también lo es, lo mismo que “la forma que eligen los individuos para conformar una sociedad”. Intérprete de todas las piezas de El Periférico de Objetos, uno de los grupos que ha logrado reconocimiento internacional y del cual es cofundador, Wehbi pertenece al bando de los que se multiplican en las artes. Además de idear y dirigir aquella Filoctetes que se realizó con apoyo institucional y del Wiener Festwochen (en Viena se concretó en mayo de 2002), y exponer fotografías de rostros de muñecos, que en su momento generaron reflexiones de todo tipo, ensaya y estrena nuevos espectáculos (como el experimental El topo, donde actúa) y se encarga de la dirección artística de Espacio Callejón (la sala de Humahuaca 3759). Sus trabajos producen invariablemente gran impacto, sobre todo por la singularidad con la que expresa la furia y lo siniestro. Lo demostró, entre otras obras, en Máquina Hamlet (versión para muñecos y actores de la obra homónima del alemán Heiner Müller), Zooedipous, Monteverdi Método Bélico y La última noche de la humanidad, inspirada en un texto de Karl Kraus. Obras realizadas todas en coproducción y presentadas en festivales internacionales, como lo será también otra ambiciosa puesta del Grupo, programada ya para 2005 en Dinamarca, inspirada en relatos del danés Hans Christian Andersen. El impacto que produce Wehbi como actor proviene en parte de la energía que despliega al expresar lo irracional del ser humano, las oscuridades interiores que en la mayoría de los montajes de El Periférico son resueltas de modo violento. En diálogo con Página/12, este artista multifacético que ha sido convocado para el montaje, en 2004, de una ópera experimental en el Teatro Colón (con libreto de Elena Vinelli y música de Marcelo Delgado) sostiene que la asociación que habitualmente se hace entre subversión y violencia se conecta a su vez con la idea de vanguardia, cuyo significado es hoy una incógnita: “¿Qué es eso de pensar en términos de vanguardia? Uno parece un dinosaurio, pero me pregunto qué será vanguardia en un mundo sin utopías.”
–No todos necesitan vivir con utopías...
–Puede ser, pero el concepto romántico de aspirar a un socialismo, a la construcción de sociedades en las que haya recursos para todos, fue sostenido y compartido por millones de personas. La utopía de vivir sin carencias y con justicia tiene el peso de dos siglos, y no es un asunto individual, aunque cada uno haya proyectado en ese concepto sus intereses personales. Con la utopía debilitada, experiencias artísticas como el teatro de acción de los años 60 por ejemplo (Proyecto Filoctetes sería en parte una recuperación, por su carácter documental) se derrumban. Se produce una amnesia en relación con los proyectos colectivos, y sólo permanecen aquellos que cumplen ciertas pautas de orden económico.
–¿Quiere decir que hoy los proyectos colectivos tienen poca vida?
–Todavía se puede colectivizar, pero si no existe una mínima finalidad económica, las propuestas se caen. Por eso hoy lo artístico pasa rápidamente al olvido o es desacreditado, no en términos individuales pero sí sociales. Trabajar por afuera de los códigos de lo vendible es muy costoso, pero en cierta forma placentero, porque uno siente que le está guardando un espacio a la subversión artística.
–¿Qué entiende por subversión?
–Forzar a la gente (al espectador de una sala o al transeúnte, en las performances realizadas en espacios abiertos) a tener una mirada diferente de la habitual. La intención no es cambiar el presente, porque el teatro no puede hacerlo, pero sí modificar el ánimo del espectador. Esto, creo, sirve. Proyecto Filoctetes (una instalación en la que se tomó como símbolo del indigente al Filoctetes griego para confrontar a los transeúntes con la muerte y la miseria en las grandes ciudades) era un trabajo que forzaba a ver aquello que se rechaza. Era probablemente autoritario, pero eso es lo que piden estas experiencias. La idea fue perturbar, pero también echar un poco de luz sobre un tema de urgencia social.
–¿Cuándo se reconoció la actividad de El Periférico?
–Con los primeros espectáculos se produjo un crecimiento aritmético, pero a partir del boom de Máquina Hamlet en el extranjero ese crecimiento fue geométrico. No olvidemos que los tres primeros espectáculos los hicimos en cinco años ante una “media” de espectadores que en el inicio fue de 10 y después de 20. Pero nosotros éramos tozudos y creíamos fervorosamente que debíamos estar presentes. Con Cámara Gesell alcanzamos mayor repercusión, pero Máquina Hamlet fue nuestro boom.
–¿Cómo se inició en el teatro?
–Mi punto de partida fue el Grupo de Titiriteros del Teatro San Martín. Entré en 1987 (entonces lo dirigía el fallecido maestro titiritero Ariel Bufano) junto con Ana Alvarado y Daniel Veronese. Dos años después creamos El Periférico sin dejar el Grupo. En 1990, estrenamos con El Periférico una adaptación de Ubú Rey, de Alfred Jarry. Daniel se fue del Grupo en 1998, yo en el 2000 y Ana sigue.
–¿En escena, considera al muñeco parte de su persona, como ese humano primitivo a su sombra?
–No nos olvidemos que el teatro de sombras no es sólo una de las formas más primitivas del teatro de títeres sino del teatro como tal. En cuanto a mi relación con los muñecos, admito que soy fetichista. En mi casa guardo un montón de muñecos. Parece la casa de una muchacha victoriana. Soy de los que juntan todo tipo de muñecos y objetos. Después los utilizo en mis trabajos de arte visual.
–Como en su exposición de fotografías Ensayo sobre la tristeza...
–Para mí todo objeto tiene reminiscencia de lo antropomórfico. En el sentido de que es la confirmación de un cuerpo o el rastro de un cuerpo. Ahora estoy muy interesado en los utensilios de cocina, por ejemplo. Sólo falta verlos para que nos entreguen la imagen de unas manos que los han sostenido y, al mismo tiempo, nos descubran la impresión de muerte de un cuerpo. Esa negación del cuerpo me fascina. En Ensayo sobre la tristeza se veían los rostros de unos muñecos que algunos quisieron identificar simbólicamente con imágenes de niños desaparecidos por la dictadura militar. En esa exposición faltaban los cuerpos. En Proyecto Filoctetes, en cambio, los cuerpos estaban, pero caídos, colgados, accidentados, escondidos a medias en una bolsa, atados...
–¿El cuerpo es una obsesión en todos sus trabajos?
–La presencia de “lo objetal” ha sido siempre muy importante para mí. Lo es en mi trabajo de actuación en El topo, de Luis Cano, que presentamos en Espacio Callejón, y en la versión de Hamlet que proyectamos también con Cano para estrenar en 2004 con actores del circuito independiente. Ahí me ocupo, en colaboración con Luis, de la dramaturgia. En Los Murmullos, que también hicimos juntos, había mucha apoyatura en lo visual.
–¿Qué opina de las divisiones que se producen en el teatro local?
–No hay comunicación porque abundan las tribus teatrales. En eso tienen mucha responsabilidad los maestros, sobre todo los de actuación, que sehan dedicado a producir clones de sí mismos. Promueven su teatro y todo lo demás es denostado. Están convencidos de que son los poseedores de la verdad y no perdonan los cruces estéticos ni el desplazamiento de un circuito a otro. Los teatristas argentinos vivimos apuntándonos los unos a los otros, como si temiéramos perder poder, que es siempre pequeño, porque el teatro no da para mucho y es además un arte efímero.