ESPECTáCULOS

“21 gramos”, un canto al pesimismo más extremo

Por H. B.

Al afrontar su primer compromiso en EE.UU., el mexicano Alejandro González Iñárritu aprovechó el enorme crédito ganado por su ópera prima, Amores perros, imponiéndole al cine estadounidense no sólo sus colaboradores (Guillermo Arriaga en el guión, Rodrigo Prieto en la fotografía y Gustavo Santaolalla en la musicalización) sino, mejor aún, su concepción y su bien ganada libertad artística. No hay la menor concesión en 21 gramos, todo un baño de desazón, morbidez y pesimismo. Por lo demás, el opus dos de Iñárritu está audazmente concebido, narrado de modo no convencional, presenta actuaciones excepcionales y todos los rubros técnicos han sido puestos, con destreza y consistencia, al servicio de lo que se quiere decir.
¿Cuál es, entonces, el problema de 21 gramos? Justamente ése: todo está al servicio de lo que se quiere decir, y lo que se quiere decir se reduce a un par de ideas cristalizadas, sumamente discutibles. Como en Amores perros, pero de modo más elusivo, se narran tres historias que parecerían no tener conexión, hasta el momento en que comienza a entreverse que lo que las amalgama es, una vez más –dos son demasiadas–, un choque automovilístico, suceso que para Iñárritu parecería representar la Fatalidad misma. Las líneas paralelas llevan los nombres de Paul Rivers, Cristina Peck y Jack Jordan. Profesor universitario, Paul (Sean Penn) espera un trasplante cardíaco convertido en una suerte de pre-cadáver. Ex junkie recuperada, Cristina (Naomi Watts) parece vivir en la mayor felicidad doméstica, con su marido y sus dos hijas, ignorante del infierno que le espera. A su turno y después de haber cometido todas las tropelías, Jack (Benicio del Toro) entregó su vida a Jesús, convirtiéndose en un fanático fundamentalista.
La desgracia los reunirá, haciéndolos ir de una desdicha a otra mayor. Tocado por el milagro del trasplante, el enfermo recibe un corazón aún peor. Por si fuera poco, la relación con su esposa abunda en reproches, resabios y resacas. Al recibir la peor noticia en la vida de cualquiera, la junkie recuperada redobla su dieta de cócteles letales, hasta que opta por hundirse en el barro de la venganza. Finalmente, tras cometer una desafortunada maniobra de tránsito, el ex ladrón, asesino y traficante pasará de la culpa a la autoflagelación, los intentos de suicidio y, faltaba más, el condigno castigo entre chorros de sangre. Si la enumeración suena monotemática y excesiva, es porque así lo presenta una película a la que rige la idea de que el mundo entero está condenado a lo peor, de antemano y para siempre.
Gobernado por la misma, simplota predestinación se presenta el film, en el que la única libertad de los personajes es embarrarla y ser castigados. Al espectador se le reserva una tarea: reconstruir los tiempos en que la historia es narrada. Reconstruido el puzzle, la conclusión es unidireccional: el presente es el purgatorio del pasado, y sanseacabó. Quien tenga alguna duda, observe esa imagen reiterada, en la que dos pobres almas se derrumban junto a una piscina vacía y llena de desperdicios, al borde del desierto y azotada por el viento huracanado y la nieve. Debe señalarse, eso sí, que las actuaciones son extraordinarias, confirmando la pericia de Iñárritu. Sometidos a exhaustivos tours de force emocional-existenciales, Penn y Del Toro son pura intensidad, pero la que se confirma como gran revelación es la espectacular Naomi Watts, capaz de pasar del duelo más reconcentrado al estallido emocional y de allí a la crisis histérica, para refugiarse luego, otra vez, en el luto y la aflicción. Que de eso hay a carradas.

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Benicio del Toro, un ex delincuente devenido fanático religioso.
 
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