ESPECTáCULOS › CUATRO DISCOS CON LO MEJOR DE CARLOS GARDEL
Un mito que vale por cien
La notable colección reúne un centenar de temas, muchos de ellos clásicos, registrados con diversas formaciones.
Por Fernando D´addario
Aunque Carlos Gardel jugó toda su vida a la ambigüedad, es el gran sobreentendido argentino. Las dudas sobre diversos aspectos de su existencia (lugar de nacimiento, edad, preferencias sexuales, ideología política) jamás llegaron a rozar su inapelable talento. En el panteón asoma por encima de los siempre controversiales Evita y el Che (limitados por las eternas antinomias) y aun con méritos similares, aventaja a Maradona por el poco envidiable privilegio de estar muerto. De allí en más, las interpretaciones sociológicas sobre su figura no lo favorecen: fundamentalmente cuando al pobre Mudo lo hacen quedar pegado como “arquetipo del ser nacional”, una etiqueta nada recomendable desde mucho antes del default. Es preferible concentrarse en su música, aunque sea difícil disociarla del mito.
El sello EMI, más pragmático que los sociólogos, eligió este camino. Editó la caja 100 por Carlos Gardel. Son cuatro discos que reúnen, sin orden cronológico, las mejores grabaciones del cantor. Tarea generosa y encomiable, con sólo recordar que Gardel registró 779 canciones en su vorágine tanguera. La primera tentación, por pura maldad, es buscar los temas que no están. Mi noche triste, un clásico germinal, que cambió la historia del género en 1917, se quedó afuera de la colección; algún fanático dirá que también falta Malevaje, y así sucesivamente hasta extrañar el olvido de la más extraña gema gardeliana. Pero la caja es formidable y al saborear su contenido detenidamente, provoca la sensación de quedar sumergido irremediablemente bajo el poder hipnótico de su voz. No es el ánimo enciclopedista ni la pasión totalizadora lo que hace de estos cuatro discos un objeto de lujo (que lo es, además, por su packaging); más bien, el mayor placer se reserva para la búsqueda de las variaciones temáticas de Gardel, sus registros vocales fluctuantes entre el tenor de sus primeras grabaciones y el barítono de sus tiempos de glamour internacional; el modo en que inciden sus “acompañantes”, desde la guitarra de José Ricardo hasta la orquesta de Alfredo De Angelis agregada sobre el original. Gardel parece estar por encima de estos detalles que, desnudan, sin embargo, todo lo que fue influyendo en su carrera, todo lo que los otros hicieron de él: un país que se multiplicaba en los conventillos y profundizaba sueños parisinos, una industria que también crecía (en 1925 los micrófonos reemplazaron a las bocinas en los estudios de grabación) y prefiguraba la hegemonía de la imagen y el marketing.
Otra vez, la tentación del personaje y su época que se cuela en los surcos de estas canciones. Mejor exorcizarlas y traerlas de vuelta (¿hay que nombrarlas?: Volver, La cumparsita, Caminito, Mi Buenos Aires querido, Yira Yira y tantas otras, hasta llegar a cien). Las grabaciones, preferentemente de su período “tanguero” post Razzano, fueron hechas en la capital argentina, Barcelona, París y Nueva York. En todas ellas, se siente como si Buenos Aires escapara de su voz. No esta Buenos Aires de hoy, tampoco aquélla, tan ilusoria como la del 2004. Es la resaca de una porteñidad amorfa, que pretende canonizarse para existir.