ESPECTáCULOS
Woody está bien y sigue viviendo en Manhattan
Como quien celebra un ritual renovado, La vida y todo lo demás se disfruta como esas viejas y bellas melodías a las que en jazz se conoce como standards, en las que la clave la da la interpretación.
Por Horacio Bernades
Recuperar la vertical: a eso equivale La vida y todo lo demás para Woody Allen, después de los severos resbalones representados por Ladrones de medio pelo y La mirada de los otros, que hicieron temer seriamente por la salud artística y mental del casi septuagenario hombrecillo de los lentes. En su opus 32, Woody se reafirma sobre el terreno que más conoce y mejor le sienta: el de las comedias más agrias que dulces, protagonizadas por habitantes de Manhattan que podrían ser él y sus amigos. De vuelta en casa se lo siente a Woody en La vida y todo lo demás, yendo del Upper East Side al Village Vanguard y del deseo amoroso a un pesimismo que la ironía se empeña en disimular.
Reservándose un rol importante pero secundario, Woody cede el protagonismo a un personaje que no es, en verdad, otra cosa que una versión sesgada de sí mismo, con cuarenta años menos. Comediógrafo principiante y veinteañero, el atribulado Jerry Falk (Jason Biggs, rescatado con vida de la serie American Pie) enfrenta dos serios problemas existenciales. Uno es cómo triunfar en el mundo del show business sin morir artísticamente en el intento. El otro, cómo sobrevivir a su novia Amanda, suerte de Annie Hall precoz y más extrema (la cada día más sexy Christina Ricci). En ambos terrenos, el torpe e inseguro Jerry cuenta con sendos padres espirituales, ninguno de los cuales parece demasiado digno de confianza. Uno es su agente artístico, Harvey (ese fabricante de freaks que es Danny DeVito), cuya total y querible incapacidad recuerda a la de cierto pariente lejano, conocido como Broadway Danny Rose. El otro, su consejero sentimental, David Dobel (Woody Allen), cuya persecuta lo convierte en una suerte de Rambo judío, armado hasta los dientes en prevención de un nuevo holocausto.
Más preocupante que la paranoia política es la visión que Dobel tiene del género femenino, con Amanda como arquetipo consumado. Más por espíritu posesivo que por alguna clase de homoerotismo no muy afín el planeta Woody, Dobel no dejará de acosar a su discípulo para que abandone a la novia. Que a los ojos del espectador Amanda aparezca tal como David la ve es algo que no debería extrañar. Desde hace rato, la visión que Allen tiene de las mujeres parece haber pasado de una fobia más o menos graciosa a una misoginia franca y tal vez senil. Amanda es, sí, un monstruo egomaníaco y narcisista, capaz de arruinarle a su novio una cena de aniversario por puro capricho, así como de acostarse con varios otros mientras lo condena a meses de forzada abstinencia y refregárselo en la cara. En términos dramáticos esto no necesariamente es negativo: como todo buen monstruo, Amanda es un personaje fascinante, tentador e irresistible. Mucho peor es su mamá (Stockard Channing), suerte de alter ego terrible de la hija, que terminará metida, con piano y todo, dentro del departamentito que ocupan la nena y el yerno.
Comedia pesadillesca del más puro cuño alleniano, La vida y todo lo demás recupera no sólo la calidad y abundancia de aquellos célebres one liners (varios de antología sobre sus fobias favoritas: Dios, el mundo, las mujeres, el psicoanálisis, los jóvenes y el show business), sino una intransferible familiaridad con lugares y personajes. Woody se sirve, como de costumbre, de un casting impecable, así como de su diseñador de confianza, Santo Loquasto, que parecería conocer de memoria hasta el último living de Manhattan. La puesta en escena fluye con una transparencia, precisión y flexibilidad que parecían perdidas, con oportunos diálogos a cámara del protagonista y algún flashback larguísimo y perfectamente ensamblado, como ese en el que Jerry recuerda los buenos y viejos tiempos en los que probó por primera vez cierto dulce veneno llamado Amanda.
Como en Manhattan y Los secretos de Harry (por poner dos ejemplos bien disímiles), lo que termina imponiéndose es el sentimiento de pérdida, en el que éxito profesional sólo se alcanza a cambio del fracaso sentimental. Como quien celebra un ritual renovado, La vida y todo lo demás se disfruta como esas viejas y bellas melodías a las que en jazz se conoce como standards, en las que la clave la da la interpretación. No por nada Jerry invita a Amanda a un show de Diana Krall, esa inspirada relectora de clásicos que bien podría ser el perfecto equivalente musical del propio Woody.