ESPECTáCULOS › “MEMORIA DEL SAQUEO”, UN FILM VISCERAL DE FERNANDO “PINO” SOLANAS
Cuando el cine sale a testimoniar el país
El nuevo documental del realizador de La hora de los hornos fue generado al calor de los acontecimientos del 19 y 20 de diciembre de 2001, pero trasciende el mero registro de aquellos días de furia para animarse con un análisis de la crisis argentina en su conjunto.
Por Luciano Monteagudo
¿Cómo narrar la crisis de un país? ¿Desde qué lugar? ¿Hasta dónde es posible profundizar en sus raíces? ¿Cuáles son sus consecuencias? A fines de los años 60, Fernando Solanas (en aquel momento junto a Octavio Getino) ya se había animado a intentar responder estas preguntas desde el campo del cine, en lo que el propio Solanas definió entonces como “un film ensayo” y que sería La hora de los hornos, una película fundamental en la historia del cine latinoamericano. Casi cuatro décadas más tarde, Solanas, con su ambición de siempre, vuelve a plantearse esas mismas preguntas en Memoria del saqueo, un documental generado al calor de los acontecimientos del 19 y 20 de diciembre del 2001, pero que trasciende el mero registro de aquellos días de furia para intentar un análisis de la crisis argentina en su conjunto.
El diagnóstico del país no difiere demasiado del de aquel entonces, sólo que ahora el estado de las cosas es mucho más grave. “Los niveles de pobreza que denunciaba La hora de los hornos en los años 60 serían apenas el anuncio del genocidio neoliberal de los ‘90”, comprueba el propio Solanas en Memoria del saqueo. La última crisis que atravesó Argentina fue la más profunda de su historia y Solanas señala con nombre y apellido a los responsables: la dirigencia política local, escandalosamente corrupta, codiciosa y farandulera, pero también los grandes conglomerados económicos y organismos financieros internacionales, que actuaron con rapacidad y alevosía.
Una vez más, como lo hizo siempre a lo largo de todo su cine, desde Los hijos de Fierro hasta La nube, pasando por sus films más recordados, El exilio de Gardel y Sur, Solanas elige el gran gesto, el fresco, la pintura mural, la lente gran angular, que le permite captar la realidad lo más amplia posible: el individuo y todo su contexto. Su nueva película se inicia contraponiendo los grandes rascacielos de la city –la polarización, el contraste, la antítesis son una constante en Memoria del saqueo– con las familias que buscan comida a los pies de esos monumentos a la usura. La cámara está siempre en movimiento, pero su ritmo es sereno, como el de un caminante, que a su paso observa –la figura de estilo es el travelling hacia delante– pero también reflexiona sobre aquello que tiene frente a sí.
La voz en off del propio Solanas va desgranando su pensamiento: “¿Qué había pasado en Argentina, cómo era posible que en un país tan rico se pasara tanta hambre?”, se pregunta. Y allí ya aparece la tesis central de su película: el país fue devastado por un nuevo tipo de agresión, ejecutada en paz y democracia, una violencia cotidiana y silenciosa “que deja más victimas sociales, más emigrados y muertos que el terrorismo de Estado y la guerra de Malvinas”.
Para desarrollar esa proposición, Memoria del saqueo –como ya lo había hecho La hora de los hornos– recurre a una división por capítulos, diez secciones que le permiten buscar un orden a un material de por sí tan amplio, complejo y disperso. En el capítulo inicial, titulado “La deuda eterna” –en términos cinematográficos sin duda el más logrado–, Solanas consigna que “en casi dos siglos de vida independiente, la deuda externa argentina ha sido una de las causas del empobrecimiento y la corrupción” y se retrotrae hasta el primer empréstito firmado por Rivadavia en 1824 conla banca inglesa Baring Brothers. “Desde entonces, la deuda externa estuvo ligada a los negocios y complicidades de todos los gobiernos”, señala, mientras sus imágenes recorren los amplios pasillos y salas de reuniones del Banco Nación y del Banco Central, adornadas con los retratos de sus dirigentes más conspicuos, entre ellos uno de Domingo Felipe Cavallo.
La pequeña cámara digital de Solanas no sólo consigue introducirse en el núcleo de las catedrales del dinero y del poder, que hasta ahora no parecía haber sido registrado en imágenes. También logra que esos enormes espacios vacíos –que filma mientras un ordenanza dispone las tazas de café o una secretaria prepara las carpetas del directorio– sean capaces de expresar las iniquidades que se han perpetrado históricamente detrás de esas lujosas paredes recubiertas de boisserie. En el Ministerio de Economía, Solanas encuentra una efigie de bronce. Y comenta: “Es todo un símbolo que en el Salón de los Acuerdos luzca una estatuilla de Canning, regalada por el gobierno de su majestad británica en 1857, por el honorable reconocimiento de la deuda”.
Algo de ese humor y de esa ironía reaparecen más adelante en “Crónica de la traición”, cuando rescata material de archivo en el que se ve a Carlos Menem jugando al tenis con George Bush (un episodio que Solanas ya había satirizado en El viaje, en pleno apogeo menemista). En “La degradación republicana”, hace del Congreso una suerte de teatro de opereta, en donde un conjunto de figurantes obsecuentes sigue la partitura orquestada por el Jefe, mientras se escucha una pequeña ópera bufa (compuesta por Gerardo Gandini) cuyo leit motiv dice “Somos levantamanos...” Y en “Corporativismo y mafiocracia” le basta con ralentar unas imágenes de archivo de Lorenzo Miguel besándose con Hugo Moyano y Rodolfo Daer para conseguir una pequeña remake criolla de El padrino.
Otros tramos, sin embargo, son más arduos. En “Las privatizaciones” y “Remate del petróleo”, porque Solanas abruma con cifras, datos y estadísticas, tan difíciles de asimilar por su sobreabundancia como por el efecto de desazón que producen. Y en “El genocidio social”, por las imágenes desgarradoras de la miseria y la desnutrición infantil, de la que Solanas hace responsable no sólo a los políticos locales sino también a los organismos financieros internacionales y “a sus mandantes, Estados Unidos y Europa”. Los acusa de imponer “programas económicos neorracistas” y de “crímenes de lesa humanidad” y subraya que sus autores y ejecutores “no deben gozar de impunidad”.
Aún antes de llegar a su epílogo, en el que Solanas reivindica las distintas formas de resistencia popular y confía en que la realidad es pasible de ser cambiada, Memoria del saqueo se impone por su monumental trabajo de síntesis, por la temeridad con que el realizador aborda una materia tan vasta y tan compleja, confiando siempre en las herramientas del cine. En muchos tramos, también, Solanas consigue que sea imposible sustraerse al impacto emocional, casi visceral que produce el film, con sólo dar cuenta de la historia reciente de un país al que todavía le quema la piel.