ESPECTáCULOS
El presidio más infame del mundo
En Carandirú, el director de Pixote aborda, de un modo clásico y sin concesiones, el tema de la violencia social en una cárcel brasileña.
Por Horacio Bernades
Nueva incursión del cine brasileño en el tema de la violencia social tras la resonante Ciudad de Dios, como aquélla, Carandirú –que, con la impresionante cifra de 4.800.000 espectadores, se convirtió en la película brasileña más vista en su país– también se basa en una novela, Estaçâo Carandiru, escrita por el oncólogo Drauzio Varella. En lugar de una favela, se trata de ingresar aquí en otro micromundo paralelo, el de una cárcel, ámbito que el marplatense Héctor Babenco (radicado en Brasil desde hace más de treinta años y paciente de Varella durante largo tiempo) había visitado, desde una perspectiva totalmente distinta, en El beso de la mujer araña. Pero la mayor diferencia con el film de Fernando Meirelles pasa por la forma en que Babenco aborda aquí la cuestión de la violencia: de modo fáctico y directo, sin concesiones a la menor estetización o cliperización.
Antes del definitivo derrumbe ordenado por las autoridades un par de años atrás, la prisión que da nombre a la película supo ser la más grande y superpoblada de Latinoamérica. Como guía dentro de ese mundo y tal como sucedía en la novela original, Babenco y sus coguionistas recurren a la figura de un médico recién llegado a la cárcel, a quien en la película se identifica simplemente como “El doctor” (Luiz Carlos Vasconcelos). Desde la escena inicial, esa suerte de forastero funcionará como testigo y alter ego del espectador. Como lo había hecho ya en esa crónica de la marginalidad infantil que fue Pixote, Babenco acierta al abordar la violencia no desde una mirada escandalizadora o sensacionalista, sino como componente constitutivo, y por lo tanto naturalizado, de ese ambiente. En verdad, la comunidad carcelaria se comporta aquí no sólo de modo mucho menos violento de lo que podía esperarse, sino que luce además como una inesperada sociedad de puertas abiertas. Ex criminales, violadores, evangélicos y drogones andan a su aire y tienden a resolver conflictos por vía de la negociación, como bien lo muestra la escena introductoria.
Esa negociación es conducida por los propios internos (sobre todo, cierto líder veterano respetado por todos) antes que por autoridades o carceleros. Cuando, tras un partido de fútbol demasiado peleado, las instancias de diálogo se quiebran, sobrevendrá el caos, que una partida de la policía militar aprovecha para reprimir salvajemente, asesinando a sangre fría a más de un centenar de internos. El hecho sucedió realmente el 2 de octubre de 1992, y terminó por darle a la cárcel una fama infame. Antes de llegar a ese verdadero apocalipsis, durante las primeras dos horas Babenco intenta penetrar en la intimidad de la cárcel, echando luz sobre las historias individuales de los prisioneros. Pero es allí donde Carandirú avanza a los tropezones, no sólo por el carácter episódico inherente al planteo, sino por la atropellada serie de flashbacks con que el realizador aborda la historia de los presos. De modo mecánico y previsible, cada interno se presenta ante el médico y hace el racconto de cómo llegó allí. Para peor, esos raccontos se ven insertados siempre con más tosquedad que fluidez.
No ayudan a disimular los saltos una banda de sonido desmadejada, un innecesario relato-off a cargo del médico y, en términos generales, una puesta en escena que, tras mantenerse en el borde justo de lo rudimentario, durante el ataque final prefiere derivar hacia lo alegórico, lo simbólico y lo operístico. Sólidamente actuada en general (aunque resulte incomprensible la inalterable sonrisa con que el médico recibe los relatos más sórdidos), antes que una concepción global o las historias de cada preso, lo que queda grabado son ciertas escenas aisladas, tragicómicas y visualmente elocuentes: un evadido atascado en un túnel por culpa de su gordura, una linterna que perfora la oscuridad de una celda, una ejecución ritual, el delirio evangélico que gana a un “pesado”, el caos del final. En medio del indiferenciado desfilar de historias, algún personaje logra destacarse. Antes que nadie, la travesti Lady Di (a quien Rodrigo Santoro le da un aire de melancólica majestad) y el pequeño ayudante de enfermería que terminará contrayendo enlace con ella, en una escena que se prestaba al grotesco y sin embargo Babenco logra convertir en absoluta y genuinamente conmovedora.