ESPECTáCULOS › “BOLIVIA”, UNA NOTABLE SEGUNDA PELICULA DE ADRIAN CAETANO
La violencia social, a fuego lento
El codirector de “Pizza, birra, faso” convierte un bar porteño en un microcosmos que revela todas las tensiones de una sociedad quebrada.
Por Luciano Monteagudo
“Se necesita parrillero y cocinero”, dice un cartel en el boliche de la esquina de un barrio de Buenos Aires, que puede ser en los alrededores de Constitución. Fre-ddy acaba de llegar de Bolivia, donde dejó a su mujer y a sus tres hijos, con la esperanza de traerlos más adelante. Y prueba suerte. “Acá lo que más sale es la minuta”, lo instruye Don Enrique, el patrón, sin demasiada paciencia. El choripán también es una fija, pero para eso Freddy se tendrá que dar maña solo. No es lo único que tendrá que aprender por su cuenta. Ese boliche es la parada fija de un grupo de taxistas y vendedores ambulantes. No es gente fácil. Cada uno trae a cuestas sus problemas, su resentimiento, su fracaso. Y en ese bar grasiento, con el televisor siempre encendido, como para mitigar un poco la soledad, Bolivia –el segundo largo de Adrián Caetano, después de Pizza, birra, faso– encuentra el microcosmos capaz de revelar las tensiones de una sociedad quebrada, dispuesta siempre a descargar sus culpas y su furia en “el otro”, en un cuerpo que no sea el propio.
En sintéticos 75 minutos, con un blanco y negro rugoso, que le da a la imagen una textura y una aspereza que le van muy bien a su tema, Bolivia consigue expresar de una manera muy lúcida, muy transparente, los círculos viciosos de poder y explotación que están internalizados precisamente en los sectores más expoliados y lúmpenes. No hay en Bolivia, sin embargo, ningún discurso, ningún sermón, ni un solo admonitorio dedo en alto. Nunca se escucha la palabra racismo o xenofobia. Por el contrario, se diría que la dramaturgia de Adrián Caetano se limita deliberadamente a su notable capacidad de observación, a su oído atento a las más significativas inflexiones del habla popular, a su aptitud para captar los rasgos más reveladores del lenguaje oral y gestual de sus personajes.
Freddy, por ejemplo. Hay una resistencia tácita, una nobleza silenciosa en ese improvisado parrillero boliviano, que mira y escucha todo lo que sucede a su alrededor, que cumple con su trabajo de sol a sol y con las exigencias de su patrón, pero sin obsecuencia alguna, sin entregar nada a cambio. Otro tanto sucede con Rosa, la mesera paraguaya, que tiene más experiencia en el boliche y que, casi sin palabras, le enseña a Freddy a moverse sutilmente en la delicada frontera que se establece a un lado y a otro del mostrador. Del flanco de la caja, Don Enrique (Enrique Liporace, uno de los pocos actores profesionales de un elenco mayoritario y prodigiosamente amateur) maneja los hilos, otorga o corta el crédito de sus parroquianos, les hace pagar con bilis cada choripán que les anota en su libreta. En las mesas, el Oso, Marcelo y Mercado –tres taxistas que han hecho del bar su triste confesionario– van rumiando sus miserias, sus problemas cada vez más asfixiantes con las cuotas del coche, o con las mujeres, que son vistas como el último escalón social. “Dejá de romper las bolas, negra de mierda”, le dice uno a Rosa, cuando ella quiere levantar una mesa. “Acá viene cualquier poligriyo hijo de puta y se lleva la guita”, aporta otro, para quien peruanos, bolivianos, uruguayos y paraguayos son todos lo mismo: el enemigo.
La guita. Otro tema recurrente, obsesivo en Bolivia. La guita que hace falta para tomar un café con leche, para conseguir una llamada de larga distancia a La Paz, para dormir una noche más en la pensión, para no perder en cualquier momento el auto, la herramienta de trabajo, por falta de pago. La soga siempre está al cuello de los personajes en Bolivia. La violencia siempre está acechando, agazapada, latente, a punto de estallar. Y nadie parece estar en condiciones de salir alguna vez de ese bar, de esa rutina gris, de ese infierno repetitivo. La repetición, la reiteración de situaciones tiene en Bolivia –como la tenía en Katzelmacher (1969), el segundo largo de Rainer W. Fassbinder, que también se ocupaba de un trabajador inmigrante– una importancia funcional, tanto a nivel temático como a nivel formal. Bolivia opera por acumulación, para ir descubriendo en los rituales más banales el huevo de la serpiente: la lucha por la supervivencia entre gente de una misma clase social, la manera en que el que está apenas un peldaño más arriba siempre le va a tratar de pisar la mano al que está abajo.