ESPECTáCULOS › IÑAKI URLEZAGA EN EL TEATRO COLON

El primer bailarín del Royal Ballet volvió al escenario que lo vio crecer

Se dio el gusto: con su propia compañía presentó cuatro obras en dos funciones.

Por Analia Melgar

Iñaki se acaba de dar un gustazo. Por un fin de semana, dejó el Támesis y la compañía londinense que dirige el genial Anthony Dowell, y pasó unos días en casa. Aprovechó los almuerzos en familia, alquiló el Colón por dos días y se reencontró con su público, un verdadero club de fans. Y por si fuera poco mostró compañía y coreografías propias. Los chicos crecen...
Iñaki Urlezaga, Principal Dancer del Royal Ballet de Londres, se presentó en el Teatro Colón el sábado y el domingo, con cuatro obras, junto al Ballet Concierto: Carnaval de Venecia, Sylvia, Händel y Gaîté parisienne. El programa permitió su lucimiento personal, así como también la exhibición individual y grupal de los casi cuarenta bailarines en escena. Los espectadores disfrutaron del artista estrella, lo aplaudieron de pie, lo vivaron, aunque no hubo bis de saludos frente al telón bajo. Quizá porque Iñaki es capaz de brindar mucho más de lo que se vio, con sus saltos y piruetas que habitualmente saben ganar la euforia. Su Quijote o su Corsario tienen éxito garantizado. La espectacularidad arrastra aplausos en aluvión que interrumpen la continuidad musical. El reciente programa del Colón, en cambio, apuesta a una belleza calma y raciona el derroche de virtuosismo.
Dos grandes momentos ofrecieron Urlezaga y su compañía. Primero. Sylvia es un dúo compuesto por el propio Iñaki, en su debut como coreógrafo, sobre música del francés Clément Philibert Léo Delibes (1836-1891), con interpretación suya y de la bailarina brasilera Caroline Queiroz Gaier, encantadora, deliciosa, impecable en todas sus intervenciones. Originalmente, Sylvia es un ballet completo, plagado de sátiros y ninfas, que Louis Merante estrenó en París en 1876. Otros coreógrafos hicieron su versión: Frederick Ashton (1952), Lycette Darsonval (1979), Mark Morris (2004). Y ahora, Iñaki. Para la ocasión, seleccionó un fragmento para el que creó un pas de deux de amor sublime. Como en un bello sueño, un hombre y una mujer juegan el eterno juego de la seducción, se persiguen entre arboledas imaginarias y culminan en un abrazo grandioso: felicidad en estado puro, casi fílmica, con el cartel “The End” incluido. Las secuencias de Iñaki se alejan de la danza más académica y transitan posturas fuera de eje, giros de cabeza y hasta rodillas que se enchuecan para disimular la timidez de la damisela. El clima decididamente lírico se refuerza con los rasgueos del violín, con un vestuario de gasa en tonos azulados y con una escenografía escueta pero elocuente. Sobre el panel del foro, se proyecta un ramillete de pimpollos que va abriéndose como correlato de la intensidad romántica, y acompañan las formas desplegadas de las arabesques penchées. Otras instancias del enamoramiento se suceden con pasos pertinentes: un simpático pas de bourrée couru hacia atrás simula una falsa huida y un saut de basque rotundo y masculino logra impresionar tanto a público como a pretendida. Sylvia apenas necesita dar más fluidez a las transiciones entre las formas fijas, para convertirse en un clásico del siglo XXI, porque a la vez conserva la fantasía de las zapatillas de punta y agrega frescura y naturalidad desacartonadas.
El segundo gran momento del programa no casualmente queda reservado para el cierre. Se trata de Gaîté parisienne, coreografía de 1938, del ruso Leonide Massine (1896-1979), con música de Jacques Offenbach (1819-1880). En ella, se configura la imagen de un París tal como lo pintara Henri Toulouse-Lautrec: desenfreno, cabaret, glamour. La escenografía remite al legendario restaurant Maxim’s, con diseños art nouveau. Allí se presentan los personajes. Si, en el can-can, a las cocodettes les falta más desenfado para lucir sus ligas y sus escotes, la cancanera principal, Aldana Bidegaray, recoge las propinas de todos los comensales, con su participación eléctrica y provocativa. Pero el que se lleva todas las sonrisas es Federico Fleitas con su personaje del peruano: loco,despistado, intempestivo y cabrón. La danza de Massine –Esmeralda Agoglia, la gran bailarina del Colón, se encarga de la reposición– suma secuencias clásicas, danzas de carácter y pantomimas. El disfrute es grande cuando llegan los acordes que invitan al passé/battemend, y las polleras dejan ver las culottes. Luego, la dulce Barcarola acuna la llegada de la madrugada. Finalmente, el allegro regala los esperados grand jeté en tournant in manège y triple tour, que Iñaki ejecuta limpiamente, mientras recorre en círculo todo el escenario.
De otro modo, en Carnaval de Venecia, de Marius Petipa (18818-1910), el Ballet Concierto se mostró con nerviosismo e imperfecciones. A su tiempo, Händel, coreografía del venezolano Vicente Nebrada (1930-2002), originalmente llamada Händel Celebration, es superada por la música en la que se basa. No hay danza que alcance la gloria que conduce la Música acuática de George F. Händel (1685-1759). Las túnicas que los bailarines manipulan no logran trepar a la altura de las trompetas, oboes, fagotes, de esta composición creada en 1717 para ser escuchada a orillas del río Támesis. Pero nada de esto opaca la presentación de Iñaki, el que pisa en los principales teatros del mundo, el que estimula a nuevos bailarines en su Ballet Concierto y el que se atreve a hacer sus propias coreografías. Su visita merecía la orquesta en vivo y no el sonido grabado, incapaz de invadir la acústica magnífica del Colón. Pero no pudo ser. Igual, el retorno del hijo prodigioso siempre es una fiesta.

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Iñaki mostró en el Colón compañía y coreografías propias.
 
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