ESPECTáCULOS › SARABAND, DE INGMAR BERGMAN
Sonata invernal para nuevas escenas de la vida conyugal
El maestro sueco vuelve en su mejor forma y entrega un film de una austeridad y un rigor ejemplares, bello como una sonata de Bach.
Por Luciano Monteagudo
Desde la monumental Fanny y Alexander (1982), Ingmar Bergman viene amenazando con su retiro definitivo del cine, una promesa que afortunadamente sólo cumplió a medias, en la medida en que continuó escribiendo guiones (que filmaron, con suerte dispar, Bille August y Liv Ullmann) y también dirigiendo para la televisión, un medio al cual el gran director sueco siempre le dedicó una particular atención, como quizá ningún otro cineasta de su estatura, salvo el italiano Roberto Rossellini. Después del ensayo (1984) y En presencia de un clown (1997) revelaron hasta qué punto el viejo maestro no sólo seguía en forma, sino que también era capaz de adaptarse a las nuevas herramientas y de lograr con ellas los mejores resultados. Ahora, a los 86 años, Bergman regresa con Saraband, un film producido para la televisión sueca que lo ratifica, una vez más, como un excepcional dramaturgo cinematográfico, fiel a sus temas y obsesiones de siempre, ajeno a toda frivolidad y dueño absoluto de un modo de expresión de una austeridad y un rigor ejemplares.
Anunciada primero para el Festival de Cannes del año pasado, luego para la Mostra de Venecia, Saraband nunca llegó a exhibirse en grandes festivales, aparentemente porque Bergman –con su exigencia habitual– no quedó satisfecho con el transfer a fílmico del original en video. Luego fue cediendo de a poco y fue autorizando algunas exhibiciones –en Bolonia, en Nueva York– con proyectores de video digital de alta definición. Aquí en Buenos Aires, se verá de un modo más silvestre, en DVD ampliado, en el Cosmos y el Malba.
El origen de Saraband hay que buscarlo unos treinta años atrás, en una de las primeras experiencias de Bergman para la televisión, Escenas de la vida conyugal (1973). Allí, el matrimonio integrado por Johan (Erland Josephson) y Marianne (Liv Ullmann) intentaba vanamente impedir la disolución de la pareja, condenada por la intransigencia, la soberbia y los recelos de ambos. Ahora en Saraband, Bergman, con su voluntad demiúrgica intacta, decide volver sobre ellos y provocar un reencuentro. Pero a no equivocarse. Bergman nunca fue un sentimental y tampoco está dispuesto a ceder ahora: el paso del tiempo no lo enternece, ni lo vuelve melancólico, ni le angustia particularmente. En todo caso, parece volver a la pregunta que lo ha obsesionado durante todos estos últimos años. Si en los ’60 –particularmente en la trilogía integrada por A través de un vidrio oscuro, Luz de invierno y El silencio–, Bergman parecía interrogarse obsesivamente por la existencia de Dios, a partir de Escenas de la vida conyugal (como en el primer comienzo de su cine) no deja de preguntarse por la naturaleza del amor. ¿Existe realmente? ¿Cómo se manifiesta? ¿Tiene algo de espiritual o es una expresión puramente física? ¿Un hijo puede amar a su padre?
La forma de desarrollar estos cuestionamientos no podría ser más cartesiana. Saraband está estructurada como una pieza de cámara para cuatro personajes, dividida en un prólogo, diez escenas a la manera de dúos de distinta composición y un epílogo. En el comienzo y el final, Marianne habla directamente a cámara, intenta explicar por qué decidió visitar a Johan después de tanto tiempo y se anima a sacar algunas conclusiones. En la primera escena se produce el reencuentro, tenso ysuperficial al comienzo, más profundo a medida en que ambos vuelven a entrar en confianza. Pero a diferencia de Escenas de la vida conyugal, Johan y Marianne no hegemonizan la escena. Otra pareja viene a ocupar ese lugar: se trata de Henrik (Börje Ahlsted) y Karin (Julia Dufvenius). Son padre e hija. A su vez, Henrik es hijo del primer matrimonio de Johan. Y la relación entre ambos no podría ser peor.
El carácter fuerte, autoritario, intolerante de Johan, que los años no han hecho sino potenciar, contrastan con la debilidad de Henrik, que acumula una vida hecha de frustraciones. La losa que da la impresión de haber sellado definitivamente su tumba fue la muerte de su esposa, Anna (un nombre recurrente en la obra de Bergman). Esa mujer jamás aparece en el film, pero su sombra luminosa sigue planeando sobre todos los personajes. “¡Es incomprensible que Henrik tuviera el privilegio de amar a Anna!”, se enfurece Johan, con celos retroactivos. Por su parte, la joven Karin, estudiante avanzada de violonchelo, disfruta del privilegio del amor incondicional de su abuelo, que no tiene el menor prurito en prevenirla en contra de su propio padre. Mientras, Marianne –que en términos de amor sigue siendo una agnóstica– oficia fríamente de árbitro entre unos y otros, intentando comprender las pasiones que los agitan y que a ella parecen no rozarla, mal que le pese.
En música, una zarabanda es una danza lenta, solemne, que forma parte de las sonatas. Aquí, Bergman aprovecha una de las sonatas para violoncelo de Johann Sebastian Bach para resolver dramáticamente una de las escenas más intensas, complejas y conmovedoras de la película, el momento en el que Karin se enfrenta a Henrik y toma una decisión crucial, mientras ambos ensayan la pieza. Esa misma gravedad de la música de Bach es la que destila el film de Bergman: la misma severidad, la misma precisión, la misma belleza.