ESPECTáCULOS › LO QUE DEJO LA TEMPORADA 2004
EN MATERIA DE ESTRENOS EXTRANJEROS
Resistiendo el embate del Imperio
En un año movido, la concurrencia a las salas aumentó casi un 30 por ciento, pero el Incaa debió lanzar medidas para defender los films que no provinieran de la megaindustria de EE.UU.
Por Horacio Bernades
¿Fue el 2004 un gran año para el cine en la Argentina? Un repaso a las cifras de concurrencia a las salas así parecería indicarlo, con cerca de un 30 por ciento de crecimiento con respecto al 2003, temporada que de por sí no había estado nada mal. Más aún: si se ponen esas cifras en perspectiva y se las compara con las del año 2000, el crecimiento en el consumo de películas orilla el ciento por ciento. ¿Un año espléndido, entonces? Depende para quién. Observando más en detalle, se advertirá que lo más suculento de la torta se lo deglutieron quienes dominan el negocio. Aunque el porcentaje de estrenos estadounidenses haya disminuido levísimamente con respecto a anteriores temporadas, la parte que las películas norteamericanas (con Shrek 2 a la cabeza, ver cuadro aparte) se llevaron sobre el total de recaudaciones siguió siendo la del león, como sucede en (casi) todo el mundo desde hace un rato largo.
Retrotrayéndose al año 2000, según las estadísticas que maneja el Incaa, el porcentaje de películas argentinas registra un crecimiento significativo: del 18,4 al 27,4 por ciento. Pero es drástica la caída para el cine del resto del mundo, que cuatro años atrás gozaba de un tercio sobre el total de estrenos, mientras que en la temporada que termina ese share cayó a sólo un cuarto del total. Así, de las diez películas más vistas durante el 2004, nada menos que ocho provinieron de más allá del río Grande. Sólo un puñado de tanques locales, producidos por multimedios (Patoruzito, Luna de Avellaneda y Peligrosa obsesión), logró escalar hasta el top twenty. Entre esas veinte no aparece ni una sola película que no hablara el inglés “americano” o el castellano de la Argentina.
A lo largo de la temporada, el copamiento de las bocas de salida por parte de los blockbusters hollywoodenses no hizo más que aumentar. Bastaría cotejar incluso la cantidad de copias con que aterrizaron las superproducciones de comienzos de año (la tercera parte de El señor de los anillos, la segunda de El Hombre Araña, la nueva Harry Potter, El día después de mañana o Troya) con la que domina la segunda mitad (Los increíbles, distribuida por Disney) para constatar que cada nuevo tanque tiende a hacerlo en mayor número que el anterior. Se trata, claramente, de una progresiva y creciente carga de ocupación. Como en el juego del TEG, las fichas de un solo color tienden a expandirse inexorablemente, y no hay Kamchatka que valga para detener el avance. ¿O sí? Lo más parecido a un intento de resistencia nacional fueron, seguramente, las medidas adoptadas a mediados de año por parte de las autoridades del Instituto de Cine y Artes Audiovisuales.
Sintetizando experiencias realizadas en otros mercados, la administración de Jorge Coscia impuso, con apoyo de la industria en su conjunto, la doble llave de la cuota de pantalla + medias de continuidad. Se trata, en verdad, de una medida defensiva, que apunta a impedir la extinción del cine propio, garantizándole acceso a las salas y una mínima permanencia en cartel. Pero lo que estas resoluciones no frenan es el desembarco señalado más arriba, que sigue descargándose en proporciones alarmantes y que algunos audaces proponen regular, con un nuevo y complementario paquete de medidas.
El panorama se ensombrece más si se repara en el debilitamiento de lo que hasta abril de este año funcionó como polo alternativo frente a este desfile de la victoria hollywoodense. El descabezamiento del equipo, que en los últimos cuatro años había hecho del Bafici porteño no sólo un éxito creciente en términos de público sino también una suerte de zona liberada de la influencia de la Meca, no parece la medida ideal para fortalecer el acceso a un cine distinto por parte del público local. No es que esa alternativa haya quedado cerrada para siempre y la nueva conducción aún no ha señalado sus caminos. Pero, como sucede ante toda nueva gestión, se abre aquí un interrogante, que hasta abril próximo quedará sin responder. ¿Era necesario generar esta conmoción?
Si el Imperio paseó orondo sus pendones, debe reconocerse al menos que éstos lucieron más lustrosos que en anteriores ocasiones. A diferencia de lo que de varios años a esta parte se había constituido en norma, ni una sola de las películas yanquis que dominaron el top ten dio vergüenza ajena (con excepción del show fundamentalista-sadomaso de La Pasión de Cristo, claro está). Los nuevos capítulos de tres de las grandes sagas en vigencia (el final de El señor de los anillos y la continuidad de Harry Potter y Spiderman) dan a pensar que las grandes corporaciones hollywoodenses le estarían viendo la punta a una nueva tendencia de producción: la megaproducción de autor. En los tres casos no se trató de productos anónimos sino de esos que llevan la firma al pie. Algo que –sobre todo en la hasta ahora meramente burocrática serie Harry Potter– es un fenómeno radicalmente nuevo.
Y esas firmas no provienen precisamente del riñón de la industria. Tanto el neocelandés Peter Jackson como el mexicano Alfonso Cuarón y el oriundo de Michigan, Sam Raimi, venían de explorar distintas variantes de cine de género (el terror, la comedia, el fantástico) desde una profunda cinefilia, que ahora sigue presente en sus actuales superproducciones. Los tres confirmaron que con presupuestos de 200 millones de dólares se pueden filmar películas inteligentes, estimulantes y personales. Y eso es un muy buen ejemplo para los que vienen detrás. Otros excelentes films de género vistos a lo largo de la temporada indican que no se trata de un puñado de rara avis sino de una entera migración. Bastaría con comparar películas como Colateral, La supremacía de Bourne, Capitán de mar y de guerra, El embajador del miedo, Hellboy, El amanecer de los muertos, Celular y las más opinables Troya, El día después de mañana (y hasta la injustamente denostada Yo, robot) con sus equivalentes de años anteriores para notar el abismo que separa a unas de las otras.
Releyendo con máxima seriedad, inusitada audacia o insolente espíritu de diversión, géneros clásicos como el espionaje, el thriller político, el cine catástrofe, la épica histórica, la ciencia ficción y el fantástico, todos ellos parecieron sugerir que hasta en Hollywood se aburrieron de Hollywood. Y decidieron empezar a reconstruir el edificio, cuestión de que no se les cayera encima. Pero todo otro pelotón de magníficas películas estadounidenses vino a confirmar que hay vida fuera de Hollywood. Resucitaron de sus cenizas Gus van Sant y Tim Burton, dando dos de las mejores películas de sus respectivas carreras, y también del año (Elephant y El gran pez). Con Escuela de rock y Antes del atardecer, Richard Linklater se anotó por partida doble en el top ten de la temporada. Con Perdidos en Tokio, Sofia Coppola se confirmó como reina de su generación. Asomaron la cabeza Michel Gondry y el tándem Shari Springer-Berman/Robert Pulcini, suscribiendo dos prístinos exponentes del new american depre: Eterno resplandor de una mente sin recuerdos y Esplendor americano. Todo este parnaso indie dialoga con el cine de su país y, a la vez, con el mejor cine de autor de cualquier parte del mundo.
Como queda dicho, este último rubro es el que más sufrió con el actual panorama de la distribución/exhibición en la Argentina, quedando como jamón del sandwich entre tanques hollywoodenses y tanques criollos. En ese apretón, películas como la británica A todo o nada, la rusa El regreso, las danesas Corazones abiertos y Reconstrucción de un amor, la francesa Les triplettes de Belleville, la catalana Las horas del día, la brasileña Madame Satâ y la coreana Primavera, verano, otoño, invierno... y otra vez primavera le recordaron al espectador local que hay todo un cine allá afuera esperando. Esperando que de una vez por todas Buenos Aires tenga el circuito alternativo que se merece. No uno de salas-premios consuelo sino uno como los que tienen las grandes ciudades (desde París hasta San Pablo o Río de Janeiro, pasando por Madrid y Nueva York), y que permitiría darle un territorio propio al cine de calidad. Dicen que se está levantando un megacomplejo de ese tipo en la zona de Palermo. Pero la paradoja es que podría llegar a parecerse a un shopping y sería propiedad de uno de los más poderosos empresarios del medio, hasta ahora identificado por completo con el cine ultraindustrial.
Ah, sí, el 2004 fue también la temporada de Fahrenheit 9-11. Pero si por algo merecerá ser recordado por un tiempo largo, es por haber sido el año en que Ingmar Bergman produjo el que a todas luces parece llamado a ser su canto del cisne. De una intensidad emocional y cinematográfica casi intolerables, Saraband funciona como esos reactivos químicos que, puestos en solución con otra sustancia, permiten revelar componentes ocultos de ésta. Lo que Saraband revela del cine contemporáneo es que, por más que eventualmente luzca mejorado, difícilmente podrá alcanzar la más alta categoría. Esa en la que el nuevo Bergman reina solitario. Solitario y final, más severo que triste.