ESPECTáCULOS › ENTREVISTA A JUAN BAUTISTA DUIZEIDE
Por los caminos de Melville
Escritor y piloto de barcos, acaba de publicar Kanaka, una novela con la que homenajeó al autor de Moby Dick y ganó el premio Julio Cortázar. Un viaje con resonancias actuales.
Por Angel Berlanga
Desde la orilla de la isla Martín García un insólito salvaje caníbal ultraculto se dispone a enfrentar en soledad la tormenta de Santa Rosa, a dejar atrás con el relato una historia de viajes, búsquedas, aprendizajes y castigo junto a otros condenados, paraguayos, indígenas, algún anarquista, algún criollo pacificado. Kanaka es el nombre de ese personaje y el del libro con el que el piloto de barcos, periodista y escritor Juan Bautista Duizeide, marplatense por nacimiento y platense por domicilio y estudios, ganó el premio Julio Cortázar de novela el año pasado. “Hace rato que no piloteo buques comerciales, un poco por decisión personal y otro porque la marina mercante fue otro de los vaciamientos de Menem, la destruyó”, dice Duizeide, y grafica: “En 1992 había unos 150 barcos con bandera argentina y al año siguiente, con un par de medidas, quedaban menos de diez”. Así las cosas, el hombre se centró en su otra pasión y está sacando a navegar lo que escribe: con su otra novela, la primera, En la orilla, consiguió el Premio Nacional de Narrativa Breve Leopoldo Marechal, y tiene inédito un libro de cuentos.
Navegar y escribir son dos verbos que, sobre todo juntos, suelen conectar con Melville; cuenta Duizeide que cuando dio con Typeé, la primera novela del autor de Moby Dick, comenzó a configurar Kanaka: “A mediados del siglo XIX, cuando tenía unos veinte años, Melville se embarcó en un ballenero –detalla–. La vida a bordo en esa época, más allá de cualquier romantización que pueda hacerse, era dificilísima. Y en los balleneros todavía más. Parece ser que el capitán de ese barco era un déspota terrible, así que cuando recalaron en Nuku Hiva, una isla de los Mares del Sur, Melville no aguantó más y decidió desertar; fue a parar en una tribu de caníbales y convivió seis meses con ellos. Leyendo esa novela, que es bastante autobiográfica, se me ocurrió que tranquilamente podría haber dejado un hijo y que podía contar su historia; él tuvo una pareja, y cuando finalmente se fue, la escena que deja esta mujer es bastante desgarradora. La isla era paradisíaca en muchos sentidos, pero por otro lado él temía que lo estuvieran engordando para comérselo, y además extraña.”
–¿Por qué eligió esta figura del salvaje ultra-culto?
–Me parecía una terrible contradicción andante: nació en una isla perdida, se leyó todo y a la vez exterioriza la tensión de ser hijo de una nativa y un hombre blanco ultraculto como es Herman Melville. A esos caníbales, aparentemente bárbaros, cuando entran en contacto con la civilización y los europeos empiezan a ir seguido, les llega la esclavitud, el alcoholismo y la sífilis. Veinte años después de Melville pasa Stevenson por ahí y el panorama es desolador: las islas están destruidas.
Duizeide imaginó que este personaje sale a buscar a su padre; en ese recorrido aprende varias lenguas y conoce variadísimos rincones y ciudades del mundo. En Buenos Aires, alrededor de 1880, en la taberna El Gato Maula, en un entrevero liquida a un matón y es condenado a la prisión de Martín García, desde donde narra. El mundo, esta ciudad, el hombre condenado porque intenta oponerse a un abuso: Duizeide incluye en su relato una serie de anacronismos que conectan aquella época con los símiles de ésta. “Kanaka es una palabra que aparece mucho en la literatura del siglo XIX, en Conrad, Jack London, Stevenson –explica–. Es como decir ‘nativo’ en el lenguaje de algunas de esas islas del sur del Pacífico. El tema es que los blancos la usaron despectivamente, como quien dice ‘negro de mierda’. Por eso me pareció interesante que la tomara reivindicándose, que dijera ‘soy un kanaka’.”
–¿Qué líneas traza entre esa época y la actual globalización?
–Aquella es la época de la primera gran globalización capitalista, prácticamente no quedan lugares vacíos en el mapa, apenas alguno perdido por Africa o Sudamérica y los polos. Hay lucha entre dos o tres imperios, pero digamos que el capitalismo se extendió por todas partes. El otro paralelismo es que hubo una serie de revoluciones, la comuna de París o los intentos comunistas de Alemania, que fueron liquidados: parece haber una sola verdad y forma de regir al mundo. Me pareció que había muchos paralelismos.
–También hace alguna alusión a iconos de la última dictadura: a Astiz, por ejemplo. Y por otra parte es notable cómo la descripción de un cuerpo flotando que se acerca a la orilla conecta, en el imaginario, con los vuelos de la muerte.
–Stevenson, al referirse a esas islas, hablaba de “un pueblo desaparecido”, y a mí me pareció que la palabra en el castellano rioplatense tiene una carga semántica inmensa. Adrede, entre tantos anacronismos que utilicé, el personaje dice “comprendo a los hombres blancos, pero ni olvido ni perdono”. Respecto al cuerpo flotando en el río, es así: en la Argentina tenemos esa imagen. Cuando les llega el cadáver a Martín García deliberadamente lo despersonalicé y no lo referí a una guerra de ese momento, para que conecte con esa imagen. La novela está plagada de anacronismos; traté de que fuera como esos dibujos que se ven distinto de acuerdo a cómo se los mire.
–¿Qué tienen en común los oficios de piloto y de escritor?
–Cuando uno va navegando pone rumbo y velocidad, pero no elige ni el viento, ni las olas, ni la corriente o el clima, ni los otros barcos. Y aunque en la escritura hay muchísimas variables, que supongo tienen que ver con lo que lo determina a uno –las experiencias y cómo fueron asimiladas, etc.–, en el momento en el que me pongo a escribir hay como una ola que me lleva. Y uno, con mayor o menor pericia, la pilotea, como se dice en el lenguaje popular. Pero no se elige todo. Yo siento así a la escritura.