ESPECTáCULOS › CON DIRECCION DE JULIO BOCCA, “TANGO”, EN EL BORGES

La consagración de la pareja

Hernán Piquín y Cecilia Figaredo brillan en el nuevo espectáculo del Ballet Argentino.

Por AnalIa Melgar

Hay una cualidad indescriptible en los artistas que hacen de su cuerpo un instrumento. Es la presencia escénica, esa capacidad de aparecer y convocar las miradas. Mezcla alquímica de autoconfianza, seducción y aplomo, no se aprende en ningún lado. No es técnica, no tiene que ver con una punta más trabajada ni con más elongación. Quizá sea una cuestión de actitud. Cecilia Figaredo y Hernán Piquín la tienen y se guardan al público en el bolsillo. No casualmente encabezan Tangó, el nuevo espectáculo del Ballet Argentino dirigido por Julio Bocca. La participación de estos dos bailarines se destaca con notoriedad entre el resto de sus compañeros. Sin embargo, es el conjunto de toda la compañía de Julio Bocca el responsable de la calidad del espectáculo que se ofrece en el Centro Cultural Borges.
Cuando el telón se abre, el escueto escenario de la sala Astor Piazzolla aparece segmentado y reducido por una invasión de bancos de madera. En ese laberinto, cinco bailarines ejecutan Ketiak. La coreografía pertenece a la argentina Susana Tambutti, bailarina, coreógrafa y respetada teórica y docente de la danza. Transita por un camino formal, sin tema, narración, ni determinada emoción. El vestuario tampoco quiere aportar ninguna información. Nada funciona como signo. El espectador recibe el impacto de los seis cuerpos en una serie de movimientos sin descanso. Al ritmo vertiginoso de la música contemporánea del japonés Akira Nishimura, se suceden formas puras de dinámicas cortadas, líneas quebradas, saltos. Las secuencias se repiten ad infinitum, divididas por las entradas y salidas de los bailarines que dan lugar a una estructura simétrica entre el comienzo y el final. La base sonora se caracteriza también por recurrir a la constancia: sobre la base de tambores con reminiscencias orientales, sólo unas campanadas cortan la homogeneidad. Marcan así el ingreso de un nuevo bailarín y el reinicio de los mismos movimientos. Los cinco intérpretes ponen a prueba su resistencia física, en un ritmo de velocidad creciente. Los muchachos salen airosos del desafío, pero sus rostros quedan sumergidos en la concentración que la idea de Tambutti les demanda. Se destacan Benjamín Parada y Miguel Moyano, cuya menuda contextura encuentra fácil moverse entre los intersticios de los bancos. Pero la danza despojada de historia y de expresividad corre el riesgo de aburrir. La coreografía, racional y calculada hasta la perfección, interpretada con corrección, alcanza a abrir la noche.
Con brusco contraste, sigue Aquelarre. El director Julio Bocca deja huella a través de la configuración de un programa marcado por la diversidad estilística, rasgo distintivo de su labor como intérprete, así como también de su propia compañía. Ahora son cinco bailarinas las encargadas de ejecutar la coreografía de Oscar Aráiz que, como es habitual en sus trabajos, se fusiona con el vestuario de Renata Schussheim. Se trata de la reunión de un grupo de brujas que entretejen sus maldades, subidas al caballo de la música que guía cada uno de los movimientos. El fino oído de Aráiz y su imaginación hacen parecer que la música hubiera sido compuesta precisamente para este universo maléfico. La Música de Cámara Nº 1 del alemán Paul Hindemith (1895-1963) en manos de Aráiz no tiene sino sonidos pérfidos y mágicos. Por cada acorde y por cada arranque del violín, el coreógrafo coloca un gesto adaptado a la expresividad de la Kammermusik Nº 1. Estas brujas no llevan escobas sino elegantes polleras tornasoladas con las que juegan. Sin mayores pretensiones, el resultado de la amalgama entre coreografía, música y vestuario es atractivo no sólo para el público sino para las bailarinas que se divierten con su rol.
Hernán Piquín y Cecilia Figaredo reservan su esperada aparición para el final, pero antes, fuera de programa, danzan Tchaikovsky pas de deux, de George Balanchine. Más allá del virtuosismo de la ejecución, este agregado resulta innecesario porque no encaja dentro del conjunto de las tres coreografías de creadores contemporáneos argentinos, porque las dimensiones del escenario obligan a la pareja a compactar los desplazamientos y porque, hace apenas tres meses, Bocca y Eleonora Cassano ya habían bailado el mismo dúo en el Opera. Sin embargo, Tangó, el gran número de cierre de este espectáculo del Ballet Argentino, atenúa cualquier crítica. Julián Vat –en flauta traversa– y Germán Martínez –en guitarra– interpretan Histoire du Tangó, de Piazzolla. Los arreglos desdibujan sonidos que pudieran asociarse al tango. Queda una melodía deliciosa sobre la cual Ana María Stekelman compone una coreografía estilizada. La compañía se muestra feliz, exultante, tan cómoda que confirma que la obra fue realizada especialmente para ella. Sin dudas, todo conspira para los cinco minutos gloriosos de la pareja Piquín-Figaredo. La sensualidad construida de modo premeditado no escatima en sus efectos, comenzando por un vestuario adherente que deja ver dos cuerpos hermosos. El recato obliga a giros eufemísticos para no hablar de las verdaderas proporciones de la espalda de Piquín. Finalmente, lo que cuenta es el encuentro intimista que los dos primeros bailarines danzan con la calma de un amor tan generoso en pasión como en tiempo. Por eso arman una pose, se detienen, se observan y cambian los apoyos. Pasan como un rayo desde una figura aérea hacia un grand écart en el suelo. Y cada uno de ellos tiene su momento de solista. Primero una, luego el otro, ambos vibran con cada nota. Con los ojos entrecerrados, se abandonan a los movimientos apasionados de la coreografía de Stekelman. Se escucha cada respiración y chasquidos de la mano contra el muslo, antes de un nuevo impulso. El espectador se convierte así en un voyeur que se cuela en la soledad de dos amantes que se dan en cuerpo y alma a su compañera más querida: la danza.

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Coreografías contemporáneas argentinas brillantemente interpretadas.
 
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