ESPECTáCULOS › “DE-LOVELY”, DE IRWIN WINKLER
El cine castiga los excesos de Porter
Siguiendo la línea de varias “biopics” sobre músicos célebres, la película se ensaña con el autor de Night and Day, mostrando sus épocas de esplendor primero y luego solazándose con su decadencia y triste final. De cualquier manera, Kevin Kline consigue el tono justo, destacándose por sobre el guión excesivamente dramático.
Por Horacio Bernades
¿Por qué maldita razón las biografías de músicos siempre tienen que terminar igual en cine? Pasaba en Ray, vuelve a suceder en De-Lovely y, si uno hace memoria, nada distinto era lo que ocurría en Bird, incluso en Syd & Nancy, por qué no en La otra cara del amor y hasta en el Elvis de John Carpenter. No hay nada que hacer, por muy felices que sean los tipos al principio, la cosa tiene que ir inevitablemente para mal. ¿Será alguna suerte de venganza que se toma el cine? En ese caso, ¿por qué? ¿Qué daño le hicieron los músicos al cine? ¿O será que los que cantan y tocan suelen llevar vidas licenciosas, y entonces la institución cinematográfica se ve en la obligación de recurrir al famoso castigo purificador? Sea como fuere, así es como empieza y termina el bueno de Cole Porter en De-Lovely: pasándola bomba entre ricos y famosos, de París a Nueva York, y con una pierna menos, una esposa muerta y en silla de ruedas, al final de sus días y entre kilos de maquillaje. Ah, pero ése ya es otro tema.
Luego del proceso de pasteurización al que el Hollywood de los años ‘50 había sometido a este fiestero bisexual activo (más activo de un lado que del otro), personificado por un Cary Grant más engominado que nunca en Night and Day, la época permite ahora mostrar con fruición el entusiasmo con que Mr. Cole Albert Porter (1891-1964) pasaba de brazos de una preciosa southern queen a las piernas de un bailarín petersburgués. Todo indica que Mr. Porter supo llevar una vida paralela sin ningún problema y con Mrs. Porter (Ashley Judd, linda, elegante, perfecta) haciendo la vista gorda. Hasta que Linda Lee se cansó de hacerla y se fue, dejando a su marido en clubes gay, entre bailarines de alquiler. Como se estila de un tiempo a esta parte, la biografía de Porter se ve aquí enmarcada, contrapunteada, posmodernamente autorreferida, mediante un dispositivo dramático en el que un amigo, director de teatro (Jonathan Pryce) lleva a un Cole ya más que retirado a presenciar los ensayos de una obra sobre su vida, que aquél se apresta a poner en escena.
Por puro capricho y sin el menor rigor, la obra de teatro irá dando paso al relato de su vida en imágenes, que sigue no sólo las reglas del realismo sino también las de la linealidad cronólogica, y a la larga todas las convenciones propias del género que los sajones llaman biopic. Con una post Belle Epoque, una Manhattan y Broadway de los ’30 y una Hollywood de los ’40 lujosamente reconstruidas, De-Lovely evoca con fidelidad, en toda su primera parte, ese mundo de glamour y manteca al techo, en el que Porter parece reinar con alegría franca y natural. Alegría que, claro, se consuma en cada una de sus notas, hasta terminar construyendo esa catedral a la nonchalance militante que es su fabulosa obra letrístico-musical. Y que el film dirigido por el siempre mediocre Irwin Winkler aprovecha, obvio, hasta su última gota, con buenas puestas coreográficas y musicales y el refuerzo de más de un famoso, desde el inane Robbie Williams hasta la garganta triunfal de Elvis Costello, pasando por Alanis Morissette, Diana Krall, Sheryl Crow, Natalie Cole y siguen las firmas.
Pleno, feliz, mundano, multisonriente, lleno de swing y más tarde ácido, decadente y con unas mejillas de maquillaje que terminan evocando peligrosamente a Quico, el de El Chavo, lo de Kevin Kline es francamente admirable. Menos admirable es el guión (escrito por Jay Cocks, alguna vez brazo derecho de Scorsese) que va hundiendo la película entera en las aguas de un dramón imposible, lleno de lágrimas, reproches, tuberculosis, graves accidentes de equitación y muertes lloradas, moqueadas y violinizadas. Que se joda por haberla pasado bien, parecería ser, a la larga, todo lo que el guión de De-Lovely tiene para desearle al autor de esas sublimes cimas del siglo XX que llevan por título Let’s Do It, Begin the Beguine, Anything Goes, Night and Day o Every Time We Say Goodbye.