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La mayor parte de los cuentos de Esta no es mi noche, el libro de Patricia Suárez que acaba de publicarse, fue apareciendo por ahí a lo largo de los últimos siete años, en concursos y antologías varias. “Las ciervas salió en una especie de folletín del ayuntamiento de Zaragoza –recuerda en el bar de la esquina de su departamento, en San Telmo–. Francotirador tuvo una mención en una caja de ahorros, Hucha de Oro, o algo así –dice, se ríe–. Hay concursos que son hipermillonarios. Otros dos o tres salieron en La flor incandescente, una editorial de lujo de Madrid. Los viejitos apareció en una antología de autores rosarinos el año pasado; Agata fue seleccionado en un premio de una cadena de hoteles... Son cosas bochornosas, que no tienen mucha legitimación literaria, o del autor”, se ríe otra vez, intenta restarse puntos en esa enumeración que es apenas una pequeña muestra de cierta voluntad para abrirse un camino con lo que escribe.
“Para mí fue importante haber ganado el Premio Haroldo Conti cuando tenía 27, porque era un montón de plata y yo andaba superpobre: con cinco mil pesos en la época del 1 a 1 tenía para vivir un año, así que dije ‘a ver si logro insertarme en esto’, evoca esta rosarina instalada desde hace unos años en Buenos Aires, a quien le llegó la fama con el Clarín de novela por Perdida en el momento. A propósito de cierta voluntad de insertarse: Suárez tiene ahora 36 años y lleva publicados más de veinte libros para chicos (en marzo apareció Las memorias de Ygor), un manojo de volúmenes con poemas, además de su obra narrativa pensada más bien para los mayorcitos. A lo largo de este mes, por otra parte, se estrenaron/estrenarán tres de las quince obras teatrales de su autoría (El tapadito en el Teatro del Pueblo, Rudolf en Taller del Angel, Las 20:25 en el Payró). Pero el asunto aquí y ahora son los relatos de Esta no es mi noche, poblados de personajes descentrados que andan en busca de su lugar y pertenecen a una clase media enclenque, llevados al borde del grotesco con unas dosis de humor que Suárez distribuye por las situaciones dramáticas por las que los conduce.
–En varios de los relatos las narradoras son adolescentes, o niñas. ¿Por qué le interesa contar desde sus puntos de vista?
–Es que hasta que nació mi hija (Alegría, de casi dos años) yo era así, como muy ingenua... Me gusta ese personaje, el de la persona que cree, que cree en el discurso del otro. Se engancha en cualquiera, pero cree. “A mí al final me engaña cualquiera”, dice un personaje de una obra que escribí. Me pasa eso, a veces: que el entusiasmo no deja ver la diferencia entre las acciones y las palabras.
–En general sus cuentos rondan una adversidad sentimental, situaciones en las que se pone en duda, o directamente se quiebra, la afectividad de un personaje respecto de otro.
–Me hace gracia, porque nunca me lo dijeron. No, no es ex profeso... Yo soy de planear mucho los cuentos, de pasarme días pensando detalles, dónde van a terminar, cómo es cada personaje. Tuve situaciones epifánicas, de escribir algunos en tres horas y no saber cómo fue que sucedió, pero en general... Para mí esos momentos, cuando uno va imaginando, son los más gozosos de la creación. Y me parece que eso se alimenta con tu personalidad, tu espíritu, tu ideología. Y yo soy así, una persona para la que las dudas afectivas son fundamentales. Y aparecen.
–También aparecen muchas situaciones de tensiones familiares, entre parientes.
–Eso sí puede que sea ex profeso. Hay un crítico, creo que se llama Angus Wilson, que decía que la familia es el tema de la novelística del último siglo. Y yo creo que es sobre eso, sobre lo familiar, que se edifica la literatura. En el 60 por ciento de estos cuentos aparecen referenciasliterarias, que no están puestas para especular con el lector sino por mi pasión por la lectura. Puede sonar totalmente delirante, pero para mí las personas que leen mucho reflexionan también mucho sobre los vínculos familiares.
–Alguna vez contó que el humor y su interés por lo judío, y en consecuencia por el nazismo, vertientes que aparecen en sus textos, proviene de su madre. ¿Qué diría que proviene de su padre?
–El delirio. El cuento Las ciervas, por ejemplo: mi papá quería, en un momento dado, criar ciervos en un galpón que tiene en Rosario, y luego venir a vender la carne acá, al Sheraton. Cuando esa idea cayó, quería tener un delfinario: ¡en un galpón! Yo le decía: “Pero es carísimo”, y él me contestaba: “Nooo, unas latas de caballa y...” Tengo una relación muy tensa con mi papá, por su delirio: es muy difícil de armonizar. Y él siempre me dice: “Yo soy tu fuente literaria secreta”. Y sí.
–Muchos de estos cuentos parecen ir armando un contorno que, al final, deja configurada una idea central. ¿Cuál suele ser el punto de partida?
–Yo suelo partir de una imagen generadora. En un cuento que escribí mal pero algún día voy a escribir bien, partí de una mujer joven a la que su hermana le arrebata el novio y se pregunta: “¿en qué momento pasó, qué estaba haciendo yo?”. En otro relato un chico incendia la casa; en el momento en que sale para que el fuego no lo atrape, suena el teléfono: ¿quién llamaba? Me parece que en los momentos de descompensación que cada uno tiene, de neurosis, las preguntas que uno se hace, las cosas que preocupan no son lógicas. La preocupación está desviada, cada uno se defiende de esta manera. Un último ejemplo: una escritora de cuentos infantiles, con muchísimo humor, superdivertida, que cuenta que le fracasan todos los textos, que los pollitos se mueren antes de llegar al final y, en realidad, está contando que no puede escribir porque murió su hijo. Me parece que así es como vivimos: damos muchas, muchas vueltas y entonces no podemos decir qué pasa. Y bueno, así estamos.