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¿Cuál es el debate?
Por Alejandro Kaufman *
Las declaraciones de Di Tella sobre el lugar de la cultura en la sociedad argentina y el levantamiento de los programas de Cristina Mucci y Osvaldo Quiroga tuvieron la virtud de incentivar un debate pendiente. La premisa que llevó a intervenir en esta arena no fue explicitada tanto como hubiera sido deseable: hubo provocación porque lo que se llama la “cultura”, no importa si con “C” o con “c”, se encuentra en una situación de extremo desamparo, como también sucede con bienes incuestionablemente más valiosos, como por ejemplo la existencia de buena parte de la propia población del país. Lo que no ha sido explicitado concierne a las razones del desamparo, que no radican en las meras políticas de Estado, y mucho menos en los nombres de los funcionarios a cargo. Aun cuando una designación como la de Horacio González en la Biblioteca sirva de notable y auspicioso contraejemplo.
En nuestro país, por lo menos desde hace unos setenta años, los “bienes de cultura” no fueron tomados como botín por los vencedores (Walter Benjamin), o dicho de otra manera, las instancias del poder han tenido una relación de indiferencia –por lo menos– hacia la “cultura”. Cuando el Poder estuvo vinculado con la censura y el genocidio, lejos de construir su propia alternativa “cultural” –por rechazable que nos hubiera resultado–, se limitó a la destrucción activa y a la instalación de cómplices y miserables, ni siquiera ideólogos o defensores de alguna trama discursiva que pudiera esgrimir la genealogía militar. Finalmente, cayeron acompañados por su propia barbarie, sin que –en el campo cultural– se produjera el grado de “desnazificación” que hubiera sido saludable. Por otra parte, el sayo de la “Cultura” les cayó durante décadas a regímenes de enunciados políticos temerosos de herir lo que alegaban –para su propia comodidad– como sensibilidad popular e igualdad. Delegaron de un modo u otro en la escuela, en la educación, el conjunto de misiones y tareas que conciernen a la “cultura”. En este contexto, el de la saga democratista, la cultura tampoco halló amparo sino negligencia, indiferencia o palabras vacías y formales, cuando no gestos de dudosa cualidad populista.
El resultado es que hemos cultivado durante años honrosas y bellas marginalidades, bordes y subterráneos culturales, a veces redimidos por el mercado o por instituciones culturales del exterior, si no por una memoria secreta. Es ahí donde reside la semilla de la redención cultural nuestra. En cualquier parte del mundo el Poder y el Estado necesitan de la cultura, siempre mucho más de lo que ella necesita de aquellos. Se sabe que la adversidad, antes que un obstáculo, suele ser un acicate para la creación porque, en la adversidad, la existencia encuentra sostén en la cultura. El Poder y el Estado se alimentan de esa fuente, no la engendran. Cuando el Poder no está atravesado con tanta intensidad por fuerzas tanáticas como las que socavan el que prevalece en estas tierras nuestras, entonces es cuando se honra de portar el botín de los bienes culturales. En cambio, una alianza irreductible e impiadosa entre el Poder y el Mal, como la que se ha creado entre nosotros, da lugar –es inevitable– a una condición de extrañamiento, desconfianza y negligencia con respecto a la “cultura”.
Es desafortunado verse en la situación de tomar como emblemas de la “cultura” eventuales caricaturas, pobres sucedáneos de lo que el Estado y el Poder colocan bajo su manto en otros contextos. Al defender lo que hay se pretende conservar al menos un resto. Ello sucede con conocimiento del desastre, pero con mezquina inversión en el riesgo que implicaría el disenso. Como a veces sucede entre nosotros, en lugar de producirse un debate permanente y estructurante, la discusión adopta ribetes coyunturales, mediáticos y culpógenos, más interesados en detectar supuestos responsables que en construir y discutir hábitos, prácticas, creencias, es decir, instituciones (o sea, producir “cultura”, la única manera eficaz de debatir al respecto), y no principalmente nombres depersonas y magnitudes presupuestarias. Asumen el protagonismo las políticas de Estado y los reclamos “piqueteros” sobre la cultura, en lugar de valorar reflexiones más abarcadoras de la historia y el presente, de los deseos y de las creencias del pasado y de las generaciones actuales, a saber, la trama real de la “cultura” y no su mera representación.
¿El Poder? Es el mismo conjunto de relaciones e instancias, gestoras primero del holocausto de la desaparición y después del holocausto del hambre y la pobreza. La “cultura” nacerá siempre de la mano de aquello que consiga hacer visible al Poder mismo como tal, en lugar de ornamentar la interpelación de sus adláteres, perpetradores y amanuenses.
* Ensayista, docente universitario UBA, UNQ