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La teoría medieval y, antes, Pitágoras necesitaban justificar con la naturaleza aquello que a los oídos les parecía bien. Encontraron, por ejemplo, que cada vez que una cuerda se dividía en dos partes iguales, se producía el mismo sonido, pero más agudo. Así como había relaciones matemáticas exactas para una octava (la distancia, por ejemplo, entre un Do y otro Do más agudo), también las había para las terceras mayores (distancia entre un Do y un Mi) o las quintas (entre un Do y un Sol). Pero ocurría algo extraño. Cuando se afinaba un instrumento haciendo que todas las terceras mayores fueran exactas, algunas de las otras relaciones entre distintas notas de la escala quedaban absolutamente inexactas. Había escalas muy afinadas y escalas muy desafinadas. Compositores como Monteverdi o Gesualdo, en los comienzos del siglo XVII, aprovechaban esas desafinaciones colocando sobre esas notas palabras especialmente dramáticas como “muerte” o “dolor”. En la época de Bach comenzó a utilizarse otra manera de afinar instrumentos. Una forma que desafinaba un poquito cada nota de manera que ninguna quedara muy desafinada. Eso permitía, entre otras cosas, pasar de una escala a otra (modular), ya que todas las escalas, la que se empezaba en un Do, la que comenzaba en un Fa sostenido o en un Si bemol, eran iguales en tanto se acomodaban los sostenidos o bemoles (teclas negras del piano) para que se conservaran las mismas relaciones internas entre sus sonidos. Ese sistema, que se llamó temperado, es el vigente en la actualidad –en la música de tradición europea, desde luego– y permite doce escalas mayores y doce escalas menores (dos distintas maneras de ordenar los sonidos que sobrevivieron en Occidente, de las siete existentes en la Grecia antigua) a partir de cada uno de los sonidos de la escala occidental.