ESPECTáCULOS › LA LEYENDA DEL HOMBRE QUE TERMINO PARODIANDOSE
De la revolución a la domesticación
Aquellos primeros pasos del rock no transcurrían en una época de valores asentados sino más bien en una de valores en discusión. El Estados Unidos puritano de posguerra empezó a convivir con una juventud nueva, más dispuesta a la aventura que a seguir el american way of life. Sus vastos sectores conservadores observaron primero con sorpresa, después con rabia y al final con resignación cómo aquella ola posibilitada por el olfato comercial del disc jockey Alan Freed se convertía en un maremoto y conquistaba buena parte del mundo occidental. Para colmo, en nombre del país. Lo mismo que había pasado con Hollywood, trinaban: el mundo creía de buena fe que su país era liberal como Marilyn Monroe, desfachatado como Marlon Brando, rebelde como James Dean. Y eso era pura imaginería nacida de una ciudad pecaminosa como Los Angeles.
El esfuerzo que hizo el establishment por disciplinar aquel género alegre, iconoclasta, burlón, sucio y en buena parte humorístico fue excepcional, y la trayectoria de la figura central de los inicios, Elvis Presley, sirve para corroborarlo. Para muchos, la historia en serio del rock no empieza con la imposición del nombre, ni con la grabación de Bill Haley, sino el día en que aquel chico blanco de Memphis, de apenas veintiún años, se presentó por primera vez en televisión en 1956, en el programa de Tommy Dorsey, escala previa a su consagración en The Ed Sullivan show. “Su figura gesticulante, sus gestos casi obscenos para la moral puritana, su desenfado, su vestimenta, su comportamiento agresivo, levantaron una ola de indignación entre los honrados padres de familia, que creían ver al diablo mismo introducido en su casa a través de la pantalla chica induciendo al deshonor a sus hijas y al guarrismo a sus hijos”, escribieron sobre este instante mágico los españoles Antonio Tello y Gonzalo Otero Pizarro, en Elvis, la rebelión domesticada.
En el programa de Sullivan, la noche del 9 de septiembre de ese año, Elvis interpretó apenas tres temas, “Don’t be Cruel”, “Love me Tender” y “Ready Teddy”, pero cuando éste promediaba –le había añadido dos estrofas de “Hound Dog”– comenzó a mover las caderas y la pelvis tan provocativamente que, asustado, el responsable del programa ordenó al director que las cámaras lo tomaran sólo del ombligo hacia arriba. En esos momentos, el programa (que paradójicamente conducía el actor Charles Laughton, porque Sullivan se reponía de un accidente automovilístico) tenía el ochenta por ciento del encendido de todos los televisores de Estados Unidos, según se supo al día siguiente. “¿Será cierto que la música amansa a las fieras, como dicen algunos?”, se preguntó Laughton al terminar el show. Los que sostienen que es este momento el inicial tienen claro que, además de un nombre y un éxito, para existir el rock necesitaba una actitud transgresora. Que no estaba destinado a complacer sino a irritar. Que era salvaje. Que debía ser la música que molestara a los padres, no la que los hiciera mover los piecitos. Y que su destino eran las multitudes, no los guetos.
Pero tras aprovechar ese momento, Elvis, al que llamarían en adelante Elvis the Pelvis, fue convencido, más temprano que tarde, de que había pasado el límite de lo conveniente. Apenas iniciada la revolución, el hombre que parecía destinado a ser su líder entendió que su negocio personal no debía ser el descaro sino un decoro desprolijo. Que su imagen debía servir para vender. De inmediato, comenzó un reposicionamiento: dejó el meneo sexual de sus caderas para contadas ocasiones, empezó a hacer pésimas películas en Hollywood por un cachet de un millón de dólares por cada una, se dedicó a alternar el rock con baladas, fue destruyendo paso a paso toda su imagen previa, convencido, para peor, de que aquello había sido un pecado de inconsciencia. Hasta el acto que terminó con su vida mucho antes de su muerte, según dijo John Lennon: su incorporación a las tropas del ejército estadounidense, actitud con la que inauguró un largo flirteo con el poder, al que llegó a mendigarle medallas y plaquetas. Cuando los Beatles desembarcaron en Estados Unidos, tras el asesinato del presidente John Fitzgerald Kennedy Elvis era una figura central del star system, mientras sus compañeros de generación Chuck Berry, Little Richard, Jerry Lee Lewis, estaban lejos del éxito de la gran ola de la década anterior. El gran pionero iría convirtiéndose con el paso de los años, hasta su muerte en 1977, en una especie de parodia de todo lo que había sido, en un rebelde domesticado. Los Beatles, acaso por haber aprendido la lección, recorrerían un camino a la inversa.
* El texto es un fragmento de su libro Bailando sobre los escombros, publicado por Editorial Biblos.