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Bajos instintos

En el Palacio de las Aguas Corrientes se exhibe en forma permanente una muestra sobre bidets e inodoros antiguos, cuya historia refleja cómo fue variando y ocupando más importancia en la vida cotidiana la higiene personal.

Por Sonia Santoro

Contaba Lutero en sus “Dichos de tertulia” que un hombre, a quien su esposa le había preguntado por el afecto que sentía por ella, le dijo que la quería tanto como a una buena descarga de vientre. Como la dama se escandalizó con la comparación, su marido la hizo andar a caballo el día entero sin que pudiera orinar ni defecar en ningún momento. Cuando por fin pudo hacerlo, ella respondió: “¡Oh, señor, ya sé hasta qué punto me amas!”. Aunque, como se ve, en el Renacimiento le prestaron atención a cuestiones tan íntimas, recién en la década del ‘60 placeres tan primitivos como orinar y defecar empezaron a tener su página en la historia de la vida cotidiana. Los especialistas se animaron hablar más abiertamente de lo que sucedía detrás de las paredes del baño –cuando hubo cuarto para tales menesteres–, y específicamente sobre el inodoro o los distintos nombres y propiedades que ha adoptado a lo largo de la historia el recipiente donde aliviar los vientres y las vejigas humanas.
Los higienistas de todas las épocas se desvelaron por resolver los problemas sanitarios que traía algo tan cotidiano como inevitable. A lo largo de los siglos se han usado bacines de cristal, vasijas de loza, sillicos (pequeños tronos con asentaderas agujereadas y conectadas a un orinal), orinales –además de rincones y lugares públicos–, pero el problema era dónde vaciarlos: lo hacían en la calle, a veces directamente desde la ventana, y más tarde en los arroyos, para no manchar las fachadas. El libro Buenos Aires y el agua. Memoria, higiene urbana y vida cotidiana, editado por Aguas Argentinas, cuenta que “desde 1872, estaba prohibido en Buenos Aires el sistema ‘¡agua va!’, nombre que deriva del alerta dado por cada vecino cuando abría su ventana y arrojaba a la calle el contenido de las vasijas de noche”. Pasaba que era mucho más cómodo usar estos recipientes que trasladarse a las letrinas que estaban en el fondo de las casas, que desaguaban a los pozos negros.
Unos 30 años antes, una vez desarrollados los sistemas de cloacas, en Europa ya se hacían ensayos de distintos prototipos de lo que hoy conocemos como inodoros. El inglés Thomas Crapper tuvo la idea de que en el fondo de la taza siempre quedara una pequeña cantidad de agua limpia para que fuera más higiénico e instalar arriba un depósito de agua cuyo contenido se liberaba tirando de una palanca. Nació así el WC, artefacto que solucionaba todos los problemas: era expulsor, limpiador y diluyente.
En Buenos Aires, el servicio de cloacas comenzó a funcionar a partir de 1890, pero para sólo un 10 por ciento de las viviendas. Ya llegaban al país los primeros inodoros, que empezaron a usar las familias más acomodadas. “Al igual que el bidet, el inodoro fue considerado por la cultura de la época un artefacto que debía disimularse con muebles o esconderse en receptáculos, ya que su presencia ofendía la vista”, se lee en Buenos Aires y el agua...
Se los podía ocultar también adornándolos con pinturas o labrados de flores o guardas. El inodoro, como los demás artefactos del baño, pasó a ser entonces objeto decorativo y recibió nombres de dioses mitológicos, figuras femeninas de la antigüedad, plantas o flores. Desde la década del’20, se difundió en nuestro país el baño inglés, que unía lo que hasta entonces era el salón de aseo con el water-closet (que había suplantado a las letrinas). En la década del ‘30 se instaló el uso del inodoro moderno, con las características que le conocemos ahora, ya sin alusión decorativa.
Desde 1894, en el Palacio de las Aguas Corrientes funcionaba la Oficina de Contraste encargada de “aprobar los artefactos sanitarios. El fabricante traía tres piezas, con una generalmente se hacían ensayos para ver la calidad y se la destruía, otra quedaba aquí en depósito y otra se la llevaba el fabricante aprobada”, explica el arquitecto Jorge Tartarini, director del Museo del Patrimonio del Palacio de las Aguas Corrientes (Riobamba 750). Allí se pueden visitar algunas de las piezas más extrañas, casi todas de origen extranjero porque hasta los ‘40 no hubo industria nacional: inodoros de uso hospitalario y otro destinados a las cárceles (que incluyen lavabo en una misma pieza); modelos infantiles; otros labrados con flores; y hasta un mingitorio femenino que nunca llegó a usarse, cuya propuesta era que la mujer se parara con las piernas abiertas a caballo del susodicho, de una altura acorde a la posición, e hiciera sus necesidades cual varón.
Como es de esperar, hay mucho más escrito sobre los aspectos sanitarios del inodoro que sobre su presencia como objeto de placer. En Las letrinas, Roger-Henri Guerrand dice que los aspectos fisiológicos del hombre, incluido el sexo, eran vistos como la parte menos noble de las personas y por eso la historia no se dignó a darles un lugar. Tendría que llegar el psicoanálisis para dedicarse a hablar largo y tendido de la importancia de la etapa anal en el desarrollo del individuo y de los placeres que producen en el niño el retener o expulsar sus excrementos. Entonces sí se pudo volver a estudiar el Mundo Antiguo y ver que los romanos no separaban los placeres primarios de los otros. En medio de fiestas y banquetes, el anfitrión y hasta algunos invitados les pedían a sus esclavos que les acercaran un orinal para poder evacuar sin perderse ningún momento del festejo.
Como se ve, la ligazón entre el sexo y otras cuestiones fisiológicas no sólo es cosa de niños. Más allá de la anécdota del comienzo de este artículo, el tema es terreno por demás nutrido si de literatura erótica hablamos; aunque el inodoro, en esos casos, no tiene ninguna importancia.

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