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A la intemperie
Por Marta Dillon
Hay una vieja receta del chamanismo del noroeste argentino que dice que para sacarse las maldiciones, ojeadas –esa forma en que la mirada de envidia actúa para trasformarse en dolor de cabeza o directamente en desgracia– y gualichos varios hay que hacer pis a noche abierta, sobre la tierra y después escupir sobre ella. A la más antigua ceremonia de purificación, dejando que el agua arrastre lo que sobra –¿o eso no es limpiar?– en el norte –vaya a saber hasta qué norte– se le suman los líquidos y la boca para que no le queden a la Pachamama dudas sobre el desprecio que da cargar con esos deseos ajenos que nublan la propia mirada. Me lo contó una chola en Tilcara, cuando me descubrió una noche de luna llena haciendo pis a la intemperie sin el decoroso amparo que a ellas les brinda la pollera. Y la verdad es que lo mío no tenía nada que ver con maldiciones, es un placer quizá tan arcaico como ese conjuro, del que me animo a dar cuenta porque con el tiempo y la pérdida del pudor supe que es compartido. Detener el auto en la ruta en una pampa cualquiera, con las estrellas cediendo el espacio a un rasgón negro de noche y correr a sentir el alivio del agua que se va entre las piernas, en un acto íntimo y a la vez abierto, despojado de civilidades, descargarse en la tierra, la arena o la piedra, y quedarse un momento en silencio, cuando el chasquido de la descarga se ha apagado. Un acto primitivo que trae ilusión de libertad, de que sería fácil convertirse en alimaña y reconocer los lugares sólo por el olfato, la particular lengua de los grillos o las formas que recrean las estrellas. No sé si me libera de algún gualicho acuñado entre tanto desodorante de ambiente, si será un recuerdo de infancia o un simple capricho, pero lo cierto es que en esa posibilidad de buscar el alivio a la intemperie hay un gusto que leva anclas, como cualquier otro que traiga la ilusión de haber desafiado lo que hace tanto aprendimos que hay que hacer. Y cómo.