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Cuando alguien no usa reloj puede no usarlo por varios motivos o simplemente uno: porque no tiene. En mi caso se dan las dos cosas. Sin reloj uno se siente más libre, menos acechada, cree que maneja el tiempo. No usar reloj me llevó a convertirme en una experta al momento de querer saber la hora sin tener que preguntársela a nadie, porque si no, ¿qué gracia tendría? Claro que en verano es más fácil, la gente va en mangas cortas y los relojes ajenos están a la vista. En invierno se complica, y es entonces cuando la mirada se traslada de las muñecas ajenas a los interiores de los negocios (en muchas de sus paredes cuelga un reloj). Sin embargo, de un tiempo a esta parte comencé a tener serios problemas para encontrar relojes de pared, y por fin descubrí por qué. ¡Nuevamente la tecnología en detrimento del hombre! Los negocios han reemplazado los viejos talonarios de facturas por computadoras que incluyenen su costado inferior derecho minúsculos numeritos que marcan la hora con total mezquindad y sólo pueden ser vistos por quien se ubique delante. En el caso de los negocios que venden comestibles, además de las PCs tienen una segunda alternativa, los microondas, que suelen estar ubicados en recovecos inaccesibles a la vista de cualquier hijo de vecino sin reloj, y aunque uno se trepe y vuelque medio cuerpo por encima del mostrador no logra visualizar el relojito que está ubicado al frente. Por último, otra posibilidad para saber la hora era cuando te subías al bondi. Con una simple mirada hacia el frente superior del colectivo encontrabas el clásico reloj que generosamente informaba a los pasajeros, pero hasta acá ha llegado la maldad: las máquinas expendedoras de boletos, en las cuales imprimen la valiosa información. Así que uno sólo puede saber a qué hora sube al bondi, pero no a qué hora baja.
* Lectora

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