PLACER › TEJER
Uno arriba, uno abajo
Al placer de tejer lo conocen desde Penélope hasta los presos políticos. Ya sea practicado con las módicas dos agujas, la de crochet o el telar capaz de reproducir un gobelino francés del siglo XVI, es un hábito que, a pesar de su carácter práctico, es ideal para pecar con la imaginación.
Por María Moreno
“Tejer es zen” dice hoy Daniel Molina recordando sus años de preso político –casi diez– en donde con una aguja como la de los colchoneros, pero con gancho, iba pasando hebras de lana fina por la trama de un trozo de arpillera. “Del período en que estuve preso –dice–, durante seis años me la pasé aislado en una celda de la que sólo me sacaban para las comidas de los días de fiesta y en alguna otra ocasión especial. A veces ni siquiera podía tener libros, pero hubo un tiempo en que se permitían tareas artesanales como la que yo hacía. Era divertido que en ese ámbito de botas y de armas yo soñara con reproducir las flores y los pájaros de los antiguos gobelinos. Pasaba los hilos de lana hasta lograr cientos de rulos apretados que luego cortaba hasta que, al tocar la trama, aparecía una consistencia de terciopelo.” Molina dice que lo que hacía era algo más que pasar el tiempo: una manera de evadirse soñando que extrañó ya en libertad cuando las tensiones laborales lo obesesionaron hasta no dejarle una uña sin comer. Es cierto que se le podría objetar que lo que hacía era bordar sino fuera por la lana y la evocación del gobelino que no tiene otro soporte que su propio tejido. Y porque aun bordando se cruzan hijos.
Si no es fácil asociar el arte de tejer a las prisiones, habrá que recordar que el trenzado de tiras de tela –verdadero embrión de tejido– es sustancial a la fuga. En Un condenado a muerte se escapa, André Bresson muestra al prisionero que inicia su escape poniendo en práctica con tiras de camisa lo que había visto hacer a su madre cuando trenzaba los cabellos de su hermana.
Desde Penélope hasta las parcas las mujeres han tejido pasando el tiempo de lo que se creía una espera del hombre en guerra o de caza. La crítica feminista descubrió que a menudo éstas utilizaban el tejido o el bordado para escapar de los moldes transmitidos por generaciones y hacer verdaderas obras de arte que hoy se consideran “reinos preestéticos”. Es famoso el tapiz de la reina Matilde Bayeux que contiene entretejidos los nombres de todas las mujeres que lo hicieron. Es que ellas, tejiendo o bordando, escribían. Por ejemplo la monja Guda, que en el siglo XII hizo su autorretrato y escribió su nombre utilizando patrones de letras mayúsculas. Otra monja, la hermana Herrade de Landsberg, ilustró El jardín de las delicias con la imagen de todas las monjas de su convento divididas en clases y oficios, una suerte de testimonio histórico-sociológico hilado.
En el Museo de la Virgen de Luján se exhibieron hasta hace pocos años cuadros del siglo XIX hechos con cabellos que imitaban paisajes clásicos e incluso los claroscuros del dagerrotipo, obras que hoy, donde artistas reconocidos utilizan materiales corporales, serían consideradas posmodernas.
Freud decretó que lo único que las mujeres habían aportado a la civilización había sido el tejido enunciando una caprichosa relación entre esta práctica y los pelos del pubis destinados a tapar la castración. Que el texto, un fetiche del estructuralismo, tuviera consistencia de tejido debió haber alentado la labor de tantas feministas tejedoras. La chilena Julieta Kirkwood, siempre sobria pero certera en sus intervenciones políticas, matizaba reuniones políticas con el tejido de un suéter. Laespañola Marysa Navarro se presenta en los congresos internacionales como “feminista y tejedora”.
Durante un largo período que retorna interponiendo el telar a la computadora, la escritora Tununa Mercado no consideró el tejido algo secundario. Comenzó estudiando la técnica del tapiz con Marta Viñals en los años setenta. Luego, exilada en México, se inscribió en el Taller Nacional de Tapiz. Allí aprendió a hacer gobelinos según una tradición estricta donde se teje la trama por el revés con la guía de un cartón pintado y cuya imagen del derecho se va vigilando con la ayuda de un espejo. En el antiguo convento De la Merced, donde funcionaba el taller, los maestros de Oaxaca enseñaban a teñir hasta lograr el matiz exacto pensado por los pintores que diseñaban los cartones o los que volvían al papel los famosos gobelinos de la Francia del siglo XVI. Tununa y otros tres tejedores llegaron a terminar una pieza de gran tamaño que les llevó seis horas diarias. Luego, al llegar a Buenos Aires, tejió media docena de tapices de setenta por setenta, uno de los cuales era un fragmento del unicornio de Cluny. Para Tununa tejer fue una tarea salvadora que la ayudó a sobrevivir en el exilio. Luego le inspiró el proyecto de poder saltar de su telar de bajo liso, marca Mapple, adonde se siente como una organista, a la computadora, es decir del textil al texto.
–El placer de tejer es ese letargo extraño que genera una suerte de transporte a otras esferas en medio de un silencio sólo interrumpido por el ruido del pedal. Creo que es un trabajo de desprendimiento. Y que ese placer me evoca el cuarto de costura de mi madre adonde llegaban parientas y vecinas haciendo sonar sus tacones. Recuerdo el ruido de la Singer de 1937 y la rueda del mate. En ese tiempo las mujeres hacían la ropa de sus hijos. Mi madre, que era escribana, también solía tejer. Cuando tenía 94 años yo solía sentarme junto a ella tejiendo un suéter, mientras ella se comía en agarraderas y boinas las más bellas lanas teñidas a mano que yo había traído de México.
En los cuentos de hadas la rueca contiene siempre un misterio, un poder y una amenaza. Quien teje nunca es inocente: sabe que mientras hace la trama más simple del punto inglés, el santa clara o el que las antiguas damas de beneficencia dedicaban a la Virgen –del derecho– o a San José -del revés– el placer consiste en transportarse demasiado lejos.