Jueves, 22 de marzo de 2012 | Hoy
PSICOLOGíA › ACERCA DE LA TRANSGRESIóN
La autora investiga la presencia de la transgresión en los mitos del origen y señala que “la transgresión es fugaz: tan pronto como se realiza, expira y nos enfrenta con una frontera vedada y destruida”.
Por Esther Díaz *
Al iluminar nuestros orígenes –donde el mito se entreteje con la historia–, ante nuestros ojos asombrados desfilan asesinatos, estupros, traiciones, incestos, parricidios y fratricidios. Figuras y conceptos que se podrían expresar en pocas palabras: hablemos de transgresión. Miremos hacia Grecia arcaica. Aparece un rey paranoico, Layo, que ordena asesinar a su pequeño hijo. El temor era que, en algún momento, ese puñado de vida palpitante quisiera deshacerse de él y quedarse con su mujer y con su reino. Si medimos este acto desde el imaginario actual, cabe preguntarse hasta qué punto el delirio persecutorio del padre no se convierte en mandato irrevocable para el hijo, ¿Por qué casi todos los ojos psicoanalíticos se iluminan ante la neurosis de Edipo pero no ven la paranoia paterna? Sea como fuere, el mito arcaico devino teoría psicológica, que en última instancia no deja de ser un mito del siglo XX.
Veamos otro caso. La princesa Rea Silvia se enamora de su padre –Numitor– el soberano de Alba, la antecesora mítica de Roma. Dos gemelos nacieron del incesto. El rey ordenó asesinarlos. Alucinaba futuras traiciones de sus descendientes. El desencadenante de la persecución paterna es similar al de Layo: un trenzado de celos y recelos. También estos niños fueron salvados de manera increíble y, siendo adultos, Rómulo mató a su hermano por una cuestión de límites. Sabido es que no se debe transitar por encima del trazado de la ciudad, pero Remo, herido porque los augurios habían dictaminado que la ciudad se fundara en la colina elegida por su hermano, transgredió la norma, entre despechado y socarrón. Rómulo no lo toleró y le hizo pagar con la vida por la contravención “municipal”. En cambio, él no pagó por el fratricidio.
Desde tiempos inmemoriales, los grandes imperios, las revoluciones científicas (y las otras) e incluso las religiones se gestan (y suelen conservarse) transgrediendo. Según la tradición judeocristiana, Caín y Abel pertenecen a la primera generación de humanos. Caín es labrador y su hermano pastor. El primero le ofrece al Señor los más prístinos frutos de la tierra: trigo, legumbres, hierbas olorosas, frutas. Abel, por su parte, le ofrenda las primicias de sus crías: cabritos, lechones, mamones. Dios –que evidentemente no es vegetariano– acepta únicamente la ofrenda del ganadero. Caín, el agricultor, no soporta el desprecio y, enceguecido de celos, mata a su hermano. Caín, a pesar de la ira divina, construyó, sembró, fornicó y tuvo una prole numerosa, fruto de la obvia unión incestuosa con una de sus hermanas, después de matar al hermano de ambos. No tenía otra posibilidad si aspiraba al himeneo y a ser el único líder de la primera ciudad terrenal.
Otro mito del Antiguo Testamento cuenta que un faraón ordena la matanza de todos los niños judíos que habitan su reino. Teme que los extranjeros le usurpen sus dominios. La madre de uno de ellos y la propia hija del soberano transgreden el imperativo real y salvan al pequeño Moisés. La desobediencia de las leyes cívicas fue la condición de posibilidad para gestar uno de los líderes más importantes del pueblo de Dios. Otra transgresión forzosa, si se considera que posibilitó la reafirmación de una nación.
Contemplemos por último el Nuevo Testamento. Una muy joven recientemente casada transgrede la fidelidad matrimonial y, en lugar de fecundar un hijo con su marido, lo hace con uno de los integrantes del trinomio divino. Esta anomalía no sólo no es condenada. Por el contrario, esa mujer es venerada por los siglos de los siglos y Jesús, el fruto de la extraña unión, hace milenios que reina sobre uno de los tres monoteísmos vigentes. Por lo demás, también ese niño había sido condenado a muerte en una matanza colectiva de recién nacidos de la que salió indemne. Pero sí es digno de destacarse que la religión que fundó se sostiene a fuerza de normas violadas o escamoteadas. Valgan como ejemplo los curas pedófilos.
La transgresión no niega lo prohibido, lo completa. El deseo es la fuente de toda transgresión; ocupa el volumen histórico que en otros tiempos ocupaba Dios, que ha muerto. Esta carencia ha enturbiado los parámetros. Dostoievsky sostenía que, si Dios no existiera, todo estaría permitido. Entiendo que, más que a la divinidad, se refería a las normas y deberes que estrían el entramado social. Sin reglas, la transgresión no se realiza ni parece posible mantener cierto equilibrio comunitario sostenido por lo sagrado, a veces apuntalado por lo profano. Valores higiénicos, políticos, morales, económicos, informáticos y de seguridad ciudadana.
Las prohibiciones son meras palabras, conceptos consensuados, sostenidos y controlados por el poder. Es cierto que esas palabras represoras son performativas, ya que su enunciación produce efectos. Los símbolos, cuando establecen normas, operan como ideas regulativas de conductas. Por ejemplo, si se establece la prohibición del incesto en una cultura que lo practicaba “naturalmente”, se instaura al mismo tiempo la posibilidad de transgredir, con esa práctica que hasta ayer no más era “normal”.
Existen transmutaciones valorativas; imperativos emanados del discurso religioso que son cooptados por el jurídico. Otras provienen del discurso médico y se impregnan de valores éticos. Pero movilizando cualquier transgresión siempre está la ilusión de un placer devenido del acto transgresor. El placer es estirpe del deseo y el deseo –desde su trasfondo mítico y psicológico– siempre es erótico, placer y desasosiego, se trate de la guerra, el trabajo, la economía o la familia. Michel Foucault (Prefacio a la transgresión, Buenos Aires, Tribial, 1993) considera que, lejos de haber liberado la sexualidad, nuestra época sin Dios la ha llevado exactamente hacia su límite, a las fronteras de la conciencia.
La sexualidad está imbuida de tabú y es el límite de la ley porque contiene en sí la totalidad de lo prohibido. El tabú, antepasado de la moral y del derecho, trata de imponer orden al caos. Su justificación es la armonía del accionar comunitario. Subyace en nuestras formaciones culturales y se trasviste de moral, justicia, orden y hasta de leyes científicas. Su funcionalidad permanece intacta, se trata de la economía del poder racional –o racionalizado– enfrentándose con el derroche de los sentidos. Sin racionalidad que los contenga, ley que los amilane ni poder que los detenga.
Una ley siempre prohíbe, incluso cuando otorga. Se otorga libertad para que dos personas contraigan matrimonio legalmente, pero se prohíbe tácita aunque terminantemente que se realicen matrimonios compuestos por mayor número de personas. Se permite salir de un país e ingresar a otro, aunque está totalmente vedado hacer uso de esa ley sin poseer los documentos requeridos. Ley es límite.
La ley y el erotismo contienen en sí la posibilidad de todas las transgresiones, pero necesitan lo prohibido como condición de su existencia. La sexualidad produce profanaciones sin objeto, vacías y replegadas sobre sí mismas. No existe un vaciamiento raigal del deseo, existe más abundancia que carencia. Pulsión, acción, creación, contienda, frenesí y hasta revolución. A veces crimen pero siempre acción (material o pensante). La vacuidad de sentido reside en el objeto, no en el deseo que no deja de excederse. Ese deseo exacerbado que cuando se enrosca consigo mismo se autoaniquila en el placer. “Simone, cuya conducta durante la orgía había sido más infernal que nunca, no podía olvidar que el orgasmo imprevisto, provocado por su propio impudor, por los gemidos y por la desnudez de Marcelle, había superado en potencia todo lo que ella había imaginado hasta entonces.” (Bataille, George, Historia del ojo, Barcelona, Tusquets, 1993.)
El término “sexualidad” acaeció en la historia en el momento mismo en que se tomó plena conciencia de la muerte de Dios. Acontecimiento que se manifiesta en la modernidad. No porque Dios hubiera muerto recién en el siglo XVIII –ese crimen se venía perfeccionado desde los comienzos de la filosofía–, sino porque la racionalidad moderna desacralizó los guiñapos de Dios que aún subsistían. No me refiero al Dios de las religiones morales y monoteístas. Ellas nacieron, se desarrollan y existen sin rastro alguno de sacralidad. Se regodean simplemente con el cadáver divino y, dentro de ellas, tampoco me refiero a Jesús, cuyo monoteísmo y moralismo lo convierten también en un nihilista. Me refiero al politeísmo, al ballet de los valores recreados, a lo sagrado como sentido, al tiempo como enigma, a un presente intermitente y perpetuo, dionisíaco.
La transgresión es tan fugaz como un suspiro. Tan pronto como se realiza, expira y nos enfrenta con una frontera vedada y destruida. La prohibición, esa marioneta del poder, existe para ser violada. No hay prohibición que no pueda ser desobedecida. Incluso a veces permitida o exigida. La fiesta es permitida (Bataille, George, El erotismo, Barcelona, Tusquets, 1985). Los cuerpos y las almas enfiestadas se llenan de intensidad. Algo se abre en la fiesta, que es transgresión instituida, mientras que el estado de excepción es transgresión exigida. La suspensión de la ley por la Justicia misma es su autonegación, estado de excepción. El nazismo gobernó todo el tiempo bajo el dominio de ese estado (Agamben, Georgio, Estado de excepción, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2007). Los countries y las villas miseria también se sostienen en algo semejante (Díaz, Esther, Las grietas del poder, Buenos Aires, Biblos, 2010).
La guerra es el estado de excepción por excelencia. “No matar”: el mandamiento pretendidamente universal se anula a sí mismo cuando se declara la guerra. Georges Bataille se refiere a la contradicción del imperativo de no matar matando. El sacerdote, de cuya boca y escrituras surge la prohibición de matar, bendice con pompa a los ejércitos que van a la guerra y les da la bienvenida a los matadores con un Tedéum solemne si regresan victoriosos.
Las prohibiciones sobre las que se sostiene la razón no suelen ser razonables. El reposado y calmo mundo de la razón se apoya en el lodo de la violencia enardecida. Las leyes prohibitivas terminan imponiéndose a fuerza de terror y sólo el ser racional sabe ejercerlo estratégicamente mediante la guerra, la punición, la penitencia. La violencia del interdicto no es hija del cálculo, sino de las pulsiones, o del cálculo al servicio de ellas. Arremetida feroz contra los límites. Sin olvidar que los cimientos comunitarios no sólo se fraguan en la potencia del vacío; en esa misma aleación borbotean los excesos.
Por un principio de economía en los procedimientos de sometimiento social se suelen amontonar todas las prohibiciones bajo el manto de la moral. Y por el mismo principio se hace lo propio con las consecuencias de todas las transgresiones. Sin embargo, es posible pensar la transgresión sin contaminarla con normas éticas. ¿Es posible pensar la transgresión divorciada de lo escandaloso, perverso o subversivo?, ¿es posible pensarla de manera no negativa?, ¿y pensarla sin valorar?
Quizá sería posible si la sustrajéramos del mundo maniqueo de la eticidad bivalente: bueno o malo, tolerado o discriminado. Desde esa perspectiva la transgresión es autoafirmación de una línea de fuga del deseo. Rómulo consolidando el gobierno de la ciudad. Edipo gobernando en lugar de su asesino. Numitor poseyendo a su hija y fecundando. La madre de Moisés arrojándolo a una vida poderosa. Caín rechazando la arbitrariedad divina. María por siempre reina.
* Doctora en Filosofía (UBA). Texto extractado del artículo “La transgresión en sentido extramoral”, que se publicará en el número de abril de la revista Topía.
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