Jueves, 14 de mayo de 2015 | Hoy
PSICOLOGíA › UN ESTILO DE VIDA MUY ACTUAL
Crecen en la cultura actual –según la autora– los “divorcios no consumados”, en los que la separación no termina de concretarse plenamente y “la prolongación de la protección masculina hacia la mujer tiene como contrapartida una notable asimetría de poder”.
Por Irene Meler *
En el variopinto panorama de los actuales estilos de vida, he encontrado un subtipo de situaciones familiares a las que denomino como “divorcios no consumados”. Según mi experiencia como terapeuta, las relaciones más frecuentes entre los ex cónyuges oscilan entre una desconexión total, basada en el profundo repudio de la antigua relación, o un vínculo donde la comunicación está interferida por conflictos crónicos, que se relacionan con la manutención de los hijos, la división de los bienes y las responsabilidades del cuidado y la crianza. Son escasas las familias que han logrado un divorcio exitoso: este término, que parece un oxímoron, se refiere a lo que Carlos Díaz Usandivaras (“El ciclo del divorcio en la vida familiar”, en Terapia Familiar, Nº 15, Ediciones ACE, 1986) conceptualizó como una separación lograda de la pareja conyugal y una alianza sostenida de la pareja parental, que conviene mantener hasta la llegada de los hijos a la edad adulta. Lo más frecuente es que los vínculos amorosos experimenten una regresión narcisista y se transformen en relaciones cargadas de hostilidad, donde el antiguo objeto de amor se transforma en un rival (Meler, I., Recomenzar. Amor y poder después del divorcio, Ed. Paidós, 2013). Cada cual se compara con el ex compañero, para ver cómo le va en su vida y si su situación es comparativamente mejor o peor que la propia. Lo que se intenta evaluar es el valor de los aportes de cada partenaire al vínculo ya disuelto y si la ruptura ha beneficiado a uno y/o perjudicado al otro.
Cuando un matrimonio sin hijos en común ni bienes significativos para repartir se disuelve, existen mayores posibilidades de lograr una despedida pacífica y la persistencia de algunos afectos positivos, que habilitan el compartir espacios en ocasión de un evento festivo o laboral. Los matrimonios que mantienen su separación o divorcio en un estatuto indefinido pueden ser considerados como otra categoría dentro de esa diversidad actual. No se han separado con odio ni se han separado de modo amistoso, porque en realidad están medio separados y medio unidos, en una condición ambigua, una especie de limbo.
Este estilo de vincularse y desvincularse al mismo tiempo se encuentra habitualmente entre personas de edad mediana o madura, con hijos adolescentes o adultos jóvenes y cuyos recursos económicos y bienes compartidos son abundantes.
Pude observar en estas situaciones que la esposa permanece en el hogar conyugal, considerado como “la casa de la familia”, a la que el ex marido tiene un acceso irrestricto. Es frecuente que él haya conservado la administración del patrimonio familiar, aun cuando el divorcio legal se hubiera formalizado, cosa que no siempre ocurre. El ex marido y padre de los hijos en común continúa manteniendo económicamente los gastos de ese hogar, aunque él habita en otro espacio, al cual la ex esposa no suele tener acceso. Vemos, entonces, que la prolongación de la protección masculina hacia la mujer tiene como contrapartida una notable asimetría de poder, ya que él entra al que fue su hogar como si aún residiera allí y ella tiene vedado de modo tácito el acceso a la vivienda del antiguo marido.
El subtexto implícito es que se reconoce para el varón el derecho al libre ejercicio de su sexualidad y de su vida social, mientras que la mujer, al estilo de una monja laica (Lagarde, Marcela, “Los cautiverios de las mujeres: madresposas, monjas, putas, presas y locas”, Revista Cendoc, Cidhal; “Sexualidad”, 2001), cuida la llama del hogar donde a veces todavía habita algún hijo. Para las mujeres en esa situación, las posibilidades de mantener alguna clase de vida social y de relación erótica están acotadas. Su estatuto es similar al de los hijos adolescentes, que deben buscar lapsos en que el hogar paterno está vacante para concretar una relación amorosa, ya que alcanzaron su madurez biológica pero aún no pueden sostener su autonomía social y económica. En los casos que he conocido, ellas oscilaban entre una abstinencia erótica total y breves episodios amorosos sin mayor trascendencia, mientras que los varones mantenían relaciones con otras mujeres, que en algunos casos fueron prolongadas, aunque no formalizaban esos vínculos.
Para comprender ese estilo vincular podemos tomar en cuenta los conceptos de ambigüedad y de desmentida. Se puede advertir que todos saben que la relación conyugal ha concluido, “pero aun así” (Mannoni, Octave, La otra escena: claves de lo imaginario, Ed. Amorrortu. 1973) funcionan como si pudiera reanudarse en cualquier momento. En cierto sentido la pareja no se disolvió por completo, sino que perpetúan una especie de “boda blanca”, una unión que no es cotidiana pero donde la interacción es frecuente. Como la casa familiar suele ser amplia y elegante, en ocasiones el ex marido recibe allí algunos invitados u organizan en conjunto festejos familiares. En una de las parejas que asistí, él hacía las compras para el hogar habitado por la ex esposa y una hija, controlando de ese modo el gasto cotidiano. Las diferencias entre ambos en cuanto al nivel de vida eran notorias. Mientras que ella mantenía como residencia una casa muy amplia, su cotidianidad era modesta, el control que soportaba era estricto y se trasladaba en transporte público. El, por su parte, habitaba un espacio más reducido, pero controlaba todo el patrimonio común y se trasladaba en varios vehículos de alta gama.
Ante el interrogante que surge respecto de las motivaciones de las mujeres para sostener un arreglo inequitativo y limitante para su vida personal, planteo algunas hipótesis. Por un lado, la imagen de la familia unida aún conserva un elevado prestigio en ese sector social. Por ese motivo, se mantiene la ficción de una unión conyugal persistente, aun en los casos en que el divorcio vincular se ha llevado a cabo. Al estilo de un “medio embarazo”, están casados y, a la vez, separados.
La poligamia masculina no es legal en Occidente, pero muchos varones desean esa situación y algunas mujeres la toleran. Para ellos “su mujer” sigue siendo propia, aun cuando ya no mantengan relaciones sexuales y amorosas con ella. Este sentido de propiedad coexiste sin mayores conflictos con otros amores sexuales. Después de todo, esta disociación es frecuente también entre los varones casados, y ya fue descrita por Freud (“Un tipo especial de elección de objeto en el hombre”, 1910) como una secuela característica de una insuficiente elaboración del complejo de Edipo masculino. A esta caracterización freudiana hay que agregar que la dominación social masculina (Bourdieu, Pierre, La dominación masculina, Ed. Anagrama, 2000) habilita a los hombres para instituir sus dificultades psicopatológicas.
Conservan entonces el antiguo hogar conyugal y sostienen la ilusión de que la familia sigue unida, aunque exista una separación de hecho entre los esposos. La madre de sus hijos está alojada en un rol que en las culturas polígamas sería el de “primera esposa”, cuyo estatuto es elevado y dirige el hogar compuesto, aunque ya no resulta seductora en función de su edad y no mantiene relaciones sexuales con el marido ni con otros varones. El poder económico y simbólico que estos hombres detentan les permite sostener la ilusión de tenerlo todo, manteniendo una relación de apego tierno, aunque no exenta de ribetes hostiles y carente de reciprocidad, con su esposa o ex esposa, y autorizándose para otros vínculos basados en el deseo erótico.
Pero ¿qué motivaciones animan a las mujeres que se mantienen en ese arreglo ambiguo? Como es sabido, el poder se sostiene a través de la dádiva y de la amenaza. Ellas sienten temor ante el padre de sus hijos, aunque no existan actos de violencia física. Han aprendido a depender de su antiguo compañero, si no para la subsistencia física, sí para evitar el desclasamiento. La pertenencia a los sectores medios altos constituye un emblema narcisista muy valorizado y un reaseguro para su autoconservación. Se han subjetivado construyendo un estilo tradicional de feminidad, lo que inhibió la experimentación de sus propios modos de operar en el mundo social. Los logros elevados obtenidos por el padre de sus hijos les parecen inalcanzables y realizan una especie de evaluación inconsciente de riesgos y beneficios que las conduce a acomodarse al modelo creado por la doble elección de objeto característica del varón. De ese modo aceptan jugar un rol en un guión que no es el propio, por temor al desamparo y a la pérdida de prestigio. La sexualidad es total o parcialmente sacrificada en ese altar, situación que reafirma el criterio de que no siempre es la motivación más poderosa para explicar las actitudes y conductas de los sujetos (Bleichmar, Hugo, Avances en psicoterapia psicoanalítica, Ed. Paidós, 1997). La salida de estos arreglos es por lo común lenta y penosa. La recuperación de su autonomía por parte de estas mujeres no implica una garantía de felicidad, pero habilita un espacio para el desarrollo de sus potencialidades subjetivas. En ese sentido, favorece su estado de salud mental, coadyuvando para la superación de los frecuentes estados depresivos y restricciones agorafóbicas que caracterizaron su estadía en la jaula de oro del matrimonio tradicional.
* Directora del Curso de Actualización en Psicoanálisis y Género. APBA/Universidad Kennedy. Codirectora de la Maestría en Estudios de Género (UCES).
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