PSICOLOGíA › PRIMEROS RESULTADOS DE UNA INVESTIGACION SOBRE CACEROLAZOS Y ASAMBLEAS
La importancia de pedir lo imposible
Un equipo de la Facultad de Psicología de la UBA emprendió un trabajo de campo sobre los cacerolazos y asambleas de los últimos meses. Aquí, sus primeros resultados, incluidos un análisis del ya célebre “que se vayan todos...”, una propuesta sobre la redefinición de las identidades barriales, una hipótesis sobre diversas modalidades del “yo no tengo nada que perder”.
Por Ana María Fernández*, Sandra Borakievich** y Laura B. Rivera***
A partir de fines de diciembre de 2001, diversos sectores sociales comenzaron a participar en tipos de movilización y formas de protesta que no respondían a las modalidades habituales. Si los piquetes en sus comienzos sorprendieron por las formas de contestación y modos de organización que instituyeron –diferentes de aquellos que históricamente habían caracterizado a los obreros argentinos–, los cacerolazos y posteriormente las asambleas barriales también parecen hoy exceder las categorías con que habitualmente se clasifican las protestas ciudadanas. Desde esta inquietud, desde enero del 2002 se conformó un equipo de investigación de la Cátedra I de Teoría y Técnica de Grupos, Facultad de Psicología, UBA, con el propósito de distinguir algunos imaginarios políticos espontáneos de esas expresiones ciudadanas.
Una primera caución de método en la tarea planteada fue garantizar, dentro de lo posible, una lectura no homogeneizante de las significaciones, por lo cual el criterio que guió la propia formación del equipo de trabajo ha sido mantener la mayor heterogeneidad de inscripciones políticas, generacionales, de géneros y de grados de formación y trayectoria académica entre sus integrantes. La indagación, cuyas primeras impresiones se relatan en esta comunicación, se realiza recolectando material a partir de la asistencia a cacelorazos (barriales, contra la Corte Suprema de Justicia, nacionales), a asambleas vecinales y a la asamblea interbarrial de Parque Centenario. En estos espacios se llevan a cabo observaciones generales y de las características de funcionamiento de los dispositivos, así como también entrevistas a quienes concurren planteándoles, inicialmente, dos preguntas: “¿por qué vino?” y “¿cómo sigue esto?”, con el fin de explorar de qué modos los propios participantes significan estas prácticas.
La consigna “Que se vayan todos... que no quede ni uno solo” es la de mayor insistencia y tal vez la de mayor voltaje emocional. Es también la prueba que daría la razón a aquellos que piensan que cacerolazos y asambleas no tienen ninguna propuesta consistente: “Si se van todos, ¿después qué?”. Así, la consigna tiende a interpretarse en su literalidad; si es pensada como una guía de acción, su inconsistencia se vuelve evidente. Pero tal vez podría interpretársela de otro modo, no ya en su literalidad explícita.
Históricamente, los movimientos de revuelta social se aglutinaron alrededor de diferentes consignas, que siempre han sido fuertes organizadores de sentido programático y/o de acción, como también catalizadores identitarios. En algunos casos operan desde su literalidad, pero no siempre y de única manera. “Libertad, igualdad y fraternidad”, “Paz, pan y tierra”, “La tierra para quien la trabaja”, “No pasarán”, “Ni yanquis ni marxistas, peronistas”, son algunas de ellas.
En otros casos, como “Prohibido prohibir” o “Aparición con vida”, no operan como una propuesta programática. La primera no planteaba la posibilidad de concretar la abolición de las prohibiciones, ni las Madres esperaban ya que sus hijos estuvieran aún vivos. Su potencia enunciativa radica justamente en lo que su inviabilidad pone de manifiesto. Confrontan con la política pensada como arte de lo posible y ponen en evidencia tanto el agotamiento de esas formas de la política como la radicalidad de aquello que habrá que inventar colectivamente. Ponen a cada quien las canta y a cada quien las escucha frente a un vacío de sentido y de acción que no sólo denuncia, también interpela a inventar nuevos sentidos, a inaugurar formas de acción.
Tal vez en el linaje de estas consignas habría que pensar “Que se vayan todos... que no quede ni uno solo”. Allí donde para algunos radicaría la limitación de este movimiento es donde abrevaría su potencia. Su importancia no estaría en la literalidad de una propuesta sino justamente en el vacío que deja cuando reclama aquello que no es posible. Podría decirse que esta consigna, desde sus significancias vacías, provoca a la dimensión instituyente de la imaginación colectiva para inventar nuevos universos de significación y nuevos cursos de acción.
Diversidad
Si hubiera que buscar una impresión más fuerte que otras a la hora de pensar reflexiones sobre estas acciones, es que quedan desbordadas las categorías habituales para pensar los procesos sociales. Decir que es un fenómeno de la clase media, aun desde un criterio descriptivo no dice mucho, ya que participan sectores más “bajos” y más “altos” que la “clase media”. En el cacerolazo a la Corte Suprema impactaba la presencia de familias muy pobres, desocupados de Los Polvorines, Carapachay, La Matanza, Zona Sur, Haedo, Villa 21 (CCC) junto a señoras de sectores “altos” de San Isidro. Una de ellas, a la pregunta “¿por qué vino?”, responde: “Para apoyar al pueblo”. No se desclasa, ella no se considera parte del pueblo –y no se equivoca–, pero algo la convoca y participa. En el otro extremo, escuchamos a una mujer de 53 años, desempleada, de Los Polvorines: “Vengo porque falta el trabajo, porque queremos que se vayan todos estos que nos gobernaron mal durante tantos años. Queremos darles de comer a nuestros hijos”. Las clases sociales convergen, pero no se mezclan, y esto se expresa en el emplazamiento espacial: los sectores más humildes se ubicaron por Lavalle, a la izquierda del Palacio de Justicia; los más “acomodados”, provenientes de Zona Norte, a la derecha; las asambleas barriales en el centro.
No debe ser tan habitual que una protesta convoque a tan amplio espectro de sectores sociales. Si bien ésta es una característica general de cacerolazos y asambleas, en el caso de los cacerolazos contra la Corte Suprema es sorprendente la fuerza aglutinante de esta convocatoria por cuanto distinguir la importancia estratégica de la reestructuración de una Corte Suprema y concurrir hasta allí exige comprensiones y compromisos ciudadanos de mayor elaboración e implicación que salir a la calle en un rapto de indignación.
Otra nota es la diversidad etaria, desde adolescentes hasta ancianos/as. Ancianos/as muy combativos, creativos, enojados, divertidos. Algunos/as con bastantes dificultades para desplazarse. No son pocos. Sin duda, en la movilización de los/as ancianos/as opera como antecedente el movimiento de jubilados. No menor es la diversidad de género; los varones no hegemonizan ni la palabra ni las acciones. Las vecinas amas de casa aportan su sentido organizativo al mismo tiempo que garantizan cuestiones de “la seguridad” de las asambleas (conocen a los vecinos). Cortan el tránsito, discuten con la policía, organizan las compras comunitarias o la comida para los niños indigentes de la cuadra.
En el trabajo de campo, la frase “yo no tengo nada que perder” aparece recurrentemente en respuesta a “¿por qué vino?”. La consigna “que se vayan todos... que no quede ni uno solo” y la respuesta “yo no tengo nada que perder” son las frases que más han insistido hasta ahora. Los que no tienen nada que perder pertenecen a muy diversos sectores sociales. Atraviesa las clases sociales y hace potencia en su transversalidad. Los que “no tienen nada que perder” han sido pensados históricamente como aquellos capaces de salir a la calle para cambiar las cosas. Desde los marxismos han sido sinónimo de “clase obrera”, “proletariado”, y desde los peronismos sinónimo de “el pueblo”, “los descamisados”. Hoy en la Argentina desbordan los recortes sociales hechos desde las teorías. Esta movilización de muchos estaría reflejando más que a los que históricamente no tienen nada que perder: los de más bajos ingresos de una sociedad salarial, a aquellos que vertiginosamente han perdido lo que tenían: salario, empleo, jubilación, ahorros, empresa, vivienda, profesión u oficio, pero también futuro, dignidad: “Vengo por el futuro de mis hijos” es otra frase muy escuchada. Se produciría así una particular convergencia social desde la diversidad de sus históricas pertenencias de clase. Particular convergencia de los pobres de siempre, los nuevos pobres y los futuros pobres. Distintos grados de pobrezas materiales, distintos grados de pendiente social, pero todos despojados de sus bienes simbólicos, expropiados de futuro, sustraídos hasta la extenuación de sus esperanzas.
Ya no se trata de reivindicaciones de una clase, género, organización, sino que converge una multiplicidad de componentes, motivos y reclamos. Protesta rizomática y no vertical, donde la potencia estaría en la diversidad.
Rioba
El barrio –hasta ahora y en gran parte de la Capital Federal, sólo lugar de localización habitacional y a veces signo de status– comienza a cobrar significaciones de mayor corte identitario. Los vecinos se reúnen en su esquina para concurrir a los cacerolazos. Asambleas y comisiones de trabajo también se reúnen allí para sus deliberaciones. En las asambleas, las mujeres piden la palabra sin inhibiciones. Su participación parece mayor que en las formas habituales de la política (partidos, sindicatos, centros de estudiantes). Tal vez por la familiaridad que el barrio tiene desde siempre para ellas. Salir a la calle ya no es más patrimonio de hombres (como en los años ‘40 y ‘50) o de jóvenes (como en los ‘70). Ni de los sindicatos, partidos o centros de estudiantes. Ni de “gente suelta” (últimos aniversarios del golpe de Estado de 1976).
En un cacerolazo a la Corte Suprema, una mujer se identifica como “desocupada-empresaria”. Se identifica (construye identidad) ya no por su clase social (propietaria de empresa) sino por el rasgo “desocupada”. No dice “ex empresaria”, lo cual la ubicaría en el conjunto “empresarios sin empresa”, sino “desocupada-empresaria”, estableciendo una línea identitaria al rasgo con el conjunto “desocupados” que ya recorre transversalmente muy amplios sectores sociales. Al finalizar una asamblea interbarrial, un joven se nos acerca espontáneamente a comentar las resoluciones y se presenta como “un asambleísta”. En ambos casos, la participación en las acciones colectivas introduce nuevos referentes identitarios que dan cuenta de investimentos en acto –con nuevos otros– de sus percepciones de sí.
“El barrio” no reemplaza ni subsume a otras formas de instituciones sociales sino que agrega –tal vez entrame– pertenencia, filiación. Identidades, pertenencias y filiaciones que se instituyen por agregación en el bordado de las prácticas y percepciones de sí con las transformaciones simultáneas de las prácticas y percepciones de sí de muchos otros. Es un entre-muchos.
* Profesora titular.
** Jefa de trabajos prácticos.
*** Ayudante de primera.
También integran el equipo de investigación Roxana Amendolaro, Diego Busciglio, Lorena Cascallana, Amaranta Ibáñez, Rodrigo Santillán, Paloma Herrera y Cecilia Calloway. El texto forma parte del artículo “El mar en una botella”, publicado en la revista El campo grupal de marzo.