PSICOLOGíA › EL DUELO EN EL ACTUAL ESCENARIO VIVENCIAS DE FIN DE CICLO

Vivencias de fin de ciclo

La autora advierte que más allá de lo cerca o lejos que pueda estar cada uno del campo nacional y popular, lo común parece ser el sentimiento de que algo ha concluido y la no aparición, todavía, de otra cosa que lo reemplace, que pueda convocar y relanzar el deseo.

 Por Silvia Iturriaga *

En 1897, Freud abandona la teoría del trauma, teoría que desarrolló sobre la patogenia de la histeria en sus primeros textos escritos en los años 1895-96. Con dolor debe admitir, y con su habitual rigor científico lo hace, que “sus histéricas le mienten”. Es falso que ellas hayan pasado, en la realidad, por alguna escena de seducción forzada. Tambalea entonces una hipótesis sostenida por años, apoyada en los relatos tan comunes en esas pacientes, donde hay siempre un padre, un tío o algún otro personaje que, aprovechándose de su inocencia, han querido forzar su honra. No es en un único hecho, concluye, y menos aún en algo efectivamente vivido, donde debe buscar el origen de la dolencia que las aqueja. Comienza a sospechar que aquello que relatan tiene que ver más con un deseo que con una vivencia.

El psicoanálisis, desde entonces, no busca momentos cruciales en la vida de una persona que puedan justificar o convertirse en causa de una sintomatología. Podríamos decir que ya ni siquiera le interesa el concepto causa sino en relación al deseo. Lejos está de la concepción de la ciencia moderna, que ha absolutizado el concepto de causa eficiente. Por eso los psicoanalistas no hablamos de la patología del “hijo único”, ni de la del “hijo del medio”, ni de “familia mononuclear” ni de “familia ensamblada”. Porque más allá de que esas situaciones existen, el efecto que puedan tener en un sujeto estará determinado por muchos otros factores. Ser el hijo menor de una familia, como dato de anamnesis, dice bastante poco, será mucho más esclarecedor entender qué representa este niño para su madre, qué lugar ocupa en su economía libidinal.

Muchas madres se deprimen cuando sus hijos se independizan y abandonan el hogar, pero muchas otras se sienten liberadas y con energía para nuevos comienzos. El nido vacío es, para los psicoanalistas, el título de una muy interesante comedia dramática de Daniel Burman del 2008 y no la explicación de un síndrome que ineluctablemente hará presa de unos padres en el mismo momento en que sus hijos dejen el hogar paterno.

Cualquier circunstancia se vive desde una determinada subjetividad. La historia de un sujeto, su posición frente al deseo será lo que determine su particular manera de enfrentarse a la realidad.

Sin embargo, los psicoanalistas sabemos que hay épocas en que lo real es tan contundente, tan avasallador, que las diferencias subjetivas de nuestros pacientes palidecen y elementos comunes aparecen en los discursos.

En un artículo de 1915, que conocimos con el nombre de Lo perecedero, y que ahora también se conoce como Sobre la transitoriedad, Freud nos relata cómo durante una caminata enmarcada por un hermoso paisaje natural advierte con asombro que su acompañante, un joven poeta, podía reconocer la belleza del paisaje, pero no disfrutarla. La explicación que este hombre daba a su incapacidad de gozar era el contar con la certeza de que todo aquello tan perfecto y bello sucumbiría al paso del tiempo. Saber que el invierno continúa al verano, y que todo lo bello que los rodeaba sería irremediablemente destruido le hacía imposible disfrutar el entonces bello entorno. El argumento no convence a Freud, quien por el contrario, sostiene que lo transitorio de la belleza, lejos de disminuirla, la acrecienta. “Una flor no nos parece menos espléndida porque sus pétalos sólo estén lozanos durante una noche.” Su amigo, sin embargo, permanece impermeable a este razonamiento, por lo que Freud concluye que lo que sucede es que está embargado por un sentimiento de pérdida, invadido por un duelo que “le malogra el goce de lo bello”. Recordemos que este artículo fue escrito casi en la misma época que Duelo y Melancolía, que publicó dos años más tarde.

Luego de relatar esta anécdota, en el mismo artículo, Freud habla muy poéticamente de las consecuencias que tuvo la guerra que “robó al mundo sus bellezas” y expresa su anhelo de que una vez concluido el duelo, “cuando [el duelo] acaba de renunciar a todo lo perdido, se ha devorado también a sí mismo, y entonces nuestra libido queda de nuevo libre para, si todavía somos jóvenes y capaces de vida, sustituirnos los objetos perdidos por otros nuevos que sean, en lo posible, tanto o más apreciables”. Es decir, imagina algo así como un gran duelo social, superado el cual “lo construiremos todo de nuevo, todo lo que la guerra ha destruido, y quizá sobre un fundamento más sólido y más duraderamente que antes”.

En 1920, Freud escribe Más allá del principio del placer. El trauma parece volver a ocupar un lugar en su teoría y comienza a hablar de las neurosis traumáticas, cuyo paradigma es la neurosis de guerra. Pero ya no se refiere al mismo trauma de su vieja teoría de la seducción, sino a uno que surge como consecuencia de situaciones graves o experiencias límites vividas por el sujeto, y que hace su aparición en el mismo momento de la experiencia.

Aquí, en Argentina, desde mediados de los setenta y hasta principios de los ochenta vivimos una dictadura cívico-militar, durante la cual la demanda de análisis, como es típico en momentos de crisis, se intensificó. Nunca en nuestros consultorios se interpretó tanto la fantasía paranoica como en aquellos años. Y no porque la persecución en esa época no fuera del orden de lo real, que sin duda lo fue, sino porque lo que nos interesa a los psicoanalistas es la implicación subjetiva en el relato. Por eso no me refiero aquí a quienes vivieron situación de desaparición o cárcel, a quienes tuvieron que exiliarse o perdieron a amigos o familiares. Aun en pacientes que estaban alejados de la militancia, o directamente al margen de lo que estaba sucediendo, aquellos que continuaban con sus estudios, con sus trabajos, con sus vidas como lo habían hecho siempre, el fantasma de ser perseguido, controlado, vigilado, era un factor común. Más allá de lo que realmente ocurría en la calle, los psicoanalistas hacíamos entonces lo que hacemos siempre, escuchar, aun en contextos e historias similares, la particularidad de cada sujeto.

Pero volvamos al duelo... ¿qué es un duelo? ¿Qué significa atravesarlo? Freud escribe Duelo y Melancolía en 1915. Aborda ambos conceptos realizando una comparación entre ellos, y define el duelo como “la reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces, como la patria, la libertad, un ideal, etc.” Señala el hecho de que este fenómeno, si bien afecta la normalidad de quien lo padece, no es en sí patológico. “El duelo pesaroso, la reacción frente a la pérdida de una persona amada, contiene idéntico talante dolido, la pérdida del interés por el mundo exterior –en todo lo que no recuerde al muerto–, la pérdida de la capacidad de escoger algún nuevo objeto de amor –en reemplazo, se diría, del llorado–, el extrañamiento respecto de cualquier trabajo productivo que no tenga relación con la memoria del muerto. Fácilmente se comprende que esta inhibición y este angostamiento del yo expresan una entrega incondicional al duelo que nada deja para otros propósitos y otros intereses.”

Atravesar un duelo significa, una vez que se descubre que aquello amado ya no existe en la realidad, el recupero por parte del yo, de toda la carga libidinal que estaba puesta en aquello perdido. Es un proceso sumamente doloroso, ya que el yo, nos dice Freud, nunca abandona de buen grado aquello que ha investido. Además es lento, no se hace con una sola maniobra sino que “se ejecuta pieza por pieza con un gran gasto de tiempo y de energía, de investidura, y entretanto la existencia del objeto perdido continúa en lo psíquico. Cada uno de los recuerdos y cada una de las expectativas en que la libido se anudaba al objeto son clausurados, sobreinvestidos y en ellos se consuma el desasimiento de la libido”.

La consecuencia de este proceso es que el sujeto lo vive con “una entrega incondicional que nada deja para otros propósitos y otros intereses”.

En este momento, gran parte de nuestra sociedad transita un momento de características similares a las del duelo. El mundo parece haberse ensombrecido. Lo que se escucha en nuestros consultorios son significativas dificultades para visualizar y planificar el futuro. Inhibiciones que paralizan o que dificultan la acción. Como nunca queda claro que las certezas y las garantías han sido abolidas.

La realidad se cuela por las ventanas, toma forma de inmigrantes rechazados, de chicos muertos, de despidos laborales, de grietas que separan, de persecuciones, de mentiras, de traiciones, de aumentos de tarifas, de atentados terroristas. Las vías de escape parecen haberse clausurado. El escenario tiene el techo bajo y no se encuentra el foro. Los paraísos demostraron ser de cartón pintado... y se están despintando.

Esta realidad no se cuela sola, llega reviviendo fantasmas de un pasado no muy lejano.

Con diferentes recursos para enfrentarlo, con diferentes significantes para expresarlo, con diferentes historias para resignificarlo, parece haber caído sobre nuestros pacientes un manto de desánimo, de falta de entusiasmo. Los horizontes parecen haberse estrechado. Más allá de lo cerca o lejos que pueda estar cada uno del campo nacional y popular, o de la posibilidad cierta de perder su trabajo, la sensación de fin de ciclo invade. Y si bien lo que termina tiene diferentes representaciones para cada uno que pueden ir desde lo muy valorado a lo totalmente desacreditado, lo común parece ser el sentimiento de que algo ha concluido y la no aparición, todavía, de otra cosa que lo reemplace, que pueda convocar y relanzar el deseo.

Estamos por ahora en la etapa del “desasimiento de la libido”, clausurando recuerdo y expectativas.

Tal vez en un tiempo el duelo concluya y aparezca esa otra sensación descripta por Freud, la de ser capaces de construir todo de nuevo.

* Psicoanalista.

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