PSICOLOGíA › CONTEXTOS RELACIONALES Y CULTURALES
QUE FAVORECEN EL ABUSO EN LAS PAREJAS
“El es muy nervioso y pierde el control...”
El abuso en las parejas se nutre en un contexto que, al naturalizarlo, propicia que la persona abusada –generalmente la mujer– desestime su propia percepción del sometimiento. Es oportuno recordarlo al haberse cumplido, el lunes, el Día Internacional de la Mujer.
Por Luisa Rosenfeld *
La persona abusadora puede estar inmersa en un contexto favorecedor del abuso. Por ejemplo, hasta hace muy poco tiempo, el Código Civil argentino establecía que las mujeres al casarse ingresaban en la familia de su marido, tenían obligación de usar su apellido, vivir donde él estableciera y, si tenían dinero propio, éste debía ser administrado por su esposo aun cuando proviniera de su familia de origen. Este disbalance, avalado culturalmente e institucionalizado legalmente, genera un contexto de naturalización, donde la disparidad entre supuestos iguales, los esposos, es generada contextualmente y es bastante probable que no se perciba como disconfort.
En este caso, la pareja puede presentar una modalidad complementaria funcional que puede ser descripta como “cuidar y ser cuidado”; “proveer y ser provisto”. Así, ella tendrá una conducta orientada hacia el dar, cuidar y nutrir, mientras que se espera que su marido se comporte como un proveedor exitoso. Intento mostrar cómo un contexto favorecedor de comportamientos que implican diferencia de poder conforma un basamento silencioso, que por lo tanto no puede ser percibido, para que la relación entre las personas implicadas se establezca como pauta rígida.
La relación entre abusador y abusado necesita de un tercero que sostenga la acción: en el ejemplo citado, la función de ese tercero es cumplida por el contexto social. Así, la relación se convierte en autoperpetuante al no ser posible escapar del campo, ya que los esposos se ven constreñidos a reproducir el modelo de comportamiento prescripto para cada uno de ellos según su género. De manera que una de las personas en la relación se considerará a sí misma con más experiencia, más autoridad moral, más poder, más capacidad para tomar decisiones, más habilidad para manejar el dinero y ganarlo para el sostén familiar; y la otra persona se considerará a sí misma una buena compañera experta en las tareas de asistir y cuidar y ser una hábil administradora del dinero doméstico y con menos habilidades para tomar decisiones en los asuntos fuera del hogar, mientras que el imaginario social aprueba tal modelo como esperable en un matrimonio funcional. Si no existe discrepancia entre lo que se espera de estos tres elementos en juego, esta interacción será percibida como satisfactoria.
Si bien en la actualidad las mujeres también son sostén económico de sus familias o viven solas y son independientes económicamente, aún está vigente el modelo del varón proveedor o con más dinero, prestigio o poder, que muchas mujeres anhelan como compañeros: las leyes, aun cuando abolidas por obsoletas, permanecen en un nivel de creencias y sostienen conductas. Una diferencia de poder sostenida culturalmente no genera discrepancias porque es consistente con la construcción social de lo que es aceptable en una relación matrimonial.
Sin embargo, cuanto más rígido sea un sistema, más probablemente incluirá interacciones violentas: dentro de un sistema con pocas o ninguna alternativa, cualquier alteración de la pauta esperable será vivenciada como amenaza a la integridad. Si en un matrimonio las únicas alternativas son un varón sostén económico y una esposa que acompaña y se ocupa de la tarea doméstica, cualquier modificación del orden establecido será percibida como desafío a la autoridad, que el violento tratará de restablecer por medio de la fuerza.
Si el esposo perdiera su trabajo y no pudiera encontrar otro a la brevedad, un aspecto muy significativo de su identidad se vería afectado: su función principal de proveedor. Si, además, la esposa comenzara a trabajar y se convirtiera en la proveedora, este cambio de roles podría provocar disfuncionalidad. La esposa podría comenzar a percibir a su marido como débil e incapaz de satisfacer sus expectativas, a la vez que se sentiría molesta por tener que alejarse de su función principal. El esposo podría percibirse a sí mismo como “poco hombre” en la realización de las tareas domésticas mientras que su mujer trabaja fuera de la casa y se relaciona con otros hombres. Ambos tendrían expectativas incumplidas de manera recíproca que generarían frustración y enojo.
Ambos buscarían restablecer el equilibrio perdido sin contar ya con los recursos originales: el varón que ha dejado de ser proveedor puede buscar la potencia perdida a través de conductas violentas, en una parábola que relaciona ser proveedor con autoridad y con imposiciones de carácter autoritario. La mujer, ligando lo femenino con docilidad, podría recurrir a conductas de sometimiento o debilidad, favoreciendo así la emergencia de la agresión al no registrarla como tal inicialmente.
El par contrapuesto violencia/sometimiento emergería así como una modalidad que exagera los rasgos de una relación complementaria funcional hasta volverla irreconocible: la interacción se convierte en padecimiento para ambos. Dentro de un sistema con características rígidas habrá además poco intercambio con el exterior, que es percibido como amenazante del orden establecido. El violento cuestionará las relaciones de amistad y de parentesco de su víctima. El abusador “la quiere para él”, siente que le pertenece y que ninguna información proveniente del afuera debe romper el encantamiento que ejerce sobre su víctima.
Comenzará a desarrollarse “el secreto”. Nadie sabe qué ocurre puertas adentro. Hay una prohibición de contar lo que ocurre, de la cual la víctima se hace cargo. La esposa maltratada se maquillará para que no se note su hematoma sobre el ojo, usará mangas largas en verano para cubrir las marcas de los golpes o, más sutilmente, dirá a su familia y amigos que dejó el estudio o su trabajo o las clases de danzas para dedicarse a su familia, lo cual la enorgullece.
El disbalance ocurre cuando el abuso no es registrado como tal y existe un perjuicio evidente perpetrado por uno de los protagonistas sobre la persona del otro para su beneficio personal, a la vez que la víctima soslaya el maltrato de modo que su propia percepción ya no le indica su relación de sometimiento. La violencia puede tomar formas muy evidentes, como golpes, o bien la forma del maltrato psicológico, como descalificación o desconfirmación, y aun formas más sutiles, encubiertas en una modalidad cariñosa o de protección, que en realidad tiene como objeto infantilizar al abusado y colocar al abusador en una posición de superioridad: “Mejor no uses el auto nuevo, todavía no tenés mucha práctica de manejo...y el viejo no lo lleves, te podés quedar en la calle”. El mensaje que subyace es: “Vos no sos capaz y yo sí: yo te digo cómo hay que hacer”.
En una situación abusiva, tanto el abusador como el abusado contribuyen con la recurrencia de las acciones, inmersos en un contexto favorecedor, ya sea por acción o por omisión (quien observa la escena no la reconoce como abuso o, reconociéndola, considera que no debe intervenir para interrumpirla).
En una situación violenta hay inevitablemente un perpetrador y una víctima; además hay consensos favorecedores de las situaciones abusivas que contribuyen con su invisibilidad y hacen que el violentado no perciba la violencia como tal. En algunos casos, la víctima puede percibirse a sí misma como propiciando la agresión de tal modo que releva de responsabilidad al golpeador: “Yo sé que a él el café le gusta bien caliente y se lo serví frío”. En otros, se autoatribuye la tarea de mantener su estabilidad emocional: “El es muy nervioso y a veces pierde el control... sé que no tengo que hacerlo enojar...”.
En ambos casos la víctima desoye su percepción, minimiza el dolor y soslaya el sentimiento de humillación contribuyendo a crear un cuadro de “anestesia” que sirve a su vez a la recurrencia del sistema, dado que el abusador es relevado de toda capacidad reflexiva. El comportamiento de la víctima no hace sino amplificar y reforzar su propia percepción de lainteracción: “Ella me provoca... A ella le llenan la cabeza... Ella no sabe lo que hace... Si uno no le dice, hace cualquier cosa”.
Podríamos decir que quien mira la escena contribuye a su estabilidad pero también es quien está en condiciones de hacerla evidente de un modo que rompa la autorrecurrencia. Y tal es la contribución que un enfoque relacional puede aportar en un contexto terapéutico, en procura de desarrollar habilidades que permitan reconocer la propia percepción como válida y registrar los mensajes que invisibilizan el maltrato.
* Terapeuta familiar.