PSICOLOGíA › ALGUNOS TEXTOS DE ALBERT CAMUS PUEDEN CONTRIBUIR A LA REFLEXION SOBRE EL TERROR CONTEMPORANEO
“Ni siquiera la fuerza de ser testigo de su propia agonía”
En días como los que está viviendo la humanidad, puede ser oportuno rescatar los textos en los que Albert Camus anticipó, de manera alucinante, los ejes del drama contemporáneo y señaló un camino que, diferenciado de la locura y de la cobardía, se abre para cada sujeto.
Por Albert Camus *
El terror sólo se legitima cuando se admite el principio “El fin justifica los medios”. Y este principio no se admite más que en el caso en que la eficiencia de una acción se plantee como fin absoluto, como en las ideologías nihilistas (todo está permitido, lo que importa es el éxito), o en las filosofías que hacen de la historia un absoluto.
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Hay muchos hombres que en lo íntimo de su corazón maldicen hoy la violencia y el crimen, pero no muchos quieren reconocer que esto los obliga a reconsiderar su pensamiento y su acción. Sin embargo, quienes quieran realizar este esfuerzo encontrarán en él una esperanza razonable y una regla de acción.
Admitirán que no pueden esperar mucho de los actuales gobiernos, porque éstos viven y actúan según principios homicidas. La única esperanza reside en el mayor esfuerzo, que consiste en retomar las cosas desde su comienzo para hacer de una sociedad condenada una sociedad viviente. Es, pues, preciso que esos hombres, uno por uno, rehagan entre ellos, en el interior de las fronteras y por encima de las mismas, un nuevo contrato social que los una según principios más razonables.
El movimiento por la paz debería articularse en el interior de las naciones en comunidades de trabajo, y por encima de las fronteras en comunidades de reflexión, de las cuales las primeras, según los contratos de común acuerdo al modo cooperativo, aliviarían al mayor número posible de individuos. Y las segundas tratarían de definir los valores de los que se nutrirá ese orden internacional, al tiempo que abogarían, en toda ocasión, por él.
Más precisamente, la tarea de estas últimas sería oponer palabras claras a las confusiones del terror y definir, al mismo tiempo, los valores indispensables para un mundo pacificado. Sus primeros objetivos podrían ser un código de justicia internacional cuyo primer artículo establecería la abolición general de la pena de muerte, una clarificación de los principios necesarios a toda civilización de diálogo. No se trataría de construir una nueva ideología. Se trataría tan sólo de buscar un estilo de vida.
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El choque de imperios está ya a punto de hacerse secundario en relación con el choque de las civilizaciones. Desde todas partes, en efecto, las civilizaciones colonizadas hacen oír sus voces. En diez años, en cincuenta años será la preeminencia de la civilización occidental lo que se cuestionará. Es mejor, entonces, pensar en ello de inmediato y abrir el Parlamento mundial a esas civilizaciones a fin de que la ley sea verdaderamente universal, y universal el orden que consagre.
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La suerte de los hombres de todas las naciones no se arreglará antes de que se solucione el problema de la paz y de la organización mundial. No habrá revolución eficaz en ninguna parte del mundo hasta que se produzca esta revolución. Iré más lejos aún. No sólo no podrá modificarse en forma durable el modo de propiedad en ningún punto del globo, sino que ni aun los problemas más simples, como el pan de todos los días, el hambre, el carbón, tendrán solución en tanto no se instaure la paz.
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El rechazar la legitimación del homicidio nos obliga a reconsiderar nuestra idea de utopía. Al respecto, puede afirmarse lo siguiente: es utopía todo lo que está en contradicción con la realidad. Desde este punto de vista sería totalmente utópico querer que nadie mate a nadie. Es la utopía absoluta. Pero pedir que no se legitime el homicidio es mucho menos utópico. Por otra parte, las ideologías marxista y capitalista, basadas las dos en la idea de progreso, convencidas ambas de que la aplicación de sus principios debe conducir fatalmente al equilibrio de la sociedad, son utopías de un grado mucho más alto. Además están costándonos muy caro.
De aquí se puede deducir que la lucha se entablará en los años venideros, no entre las fuerzas de la utopía y de la realidad, sino entre diferentes utopías que tratan de insertarse en la realidad y entre las cuales sólo se trata de elegir las menos costosas. Estoy convencido de que no podemos ya tener la esperanza razonable de salvarlo todo, pero, al menos, podemos proponernos salvar vidas para que el futuro siga siendo posible.
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En todo caso, es posible responder una vez más a la acusación de utopía. Para nosotros la cosa es muy simple: tendrá que ser la utopía o la guerra, tal como nos la están preparando métodos de pensamiento caducos. El mundo tiene que elegir hoy entre el pensamiento político anacrónico y el pensamiento utópico. El pensamiento anacrónico nos está matando. Por desconfiados que seamos (y que yo sea), el sentido de la realidad nos obliga a volver a esta utopía relativa. Y cuando haya entrado en la Historia, como muchas otras utopías del mismo género, los hombres no concebirán otra realidad.
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¿Qué es la democracia, nacional o internacional? Es una forma de organización en que la ley está por encima de los gobernantes y esa ley es la expresión de la voluntad de todos, representada por un cuerpo legislativo. Estamos en un régimen de dictadura internacional. La única manera de salir es poner la ley internacional por encima de los gobiernos: hacer esta ley, disponer de un parlamento, constituir ese parlamento por medio de elecciones mundiales en las que participen todos los pueblos. Ya que no tenemos ese parlamento, el único medio es resistir a esta dictadura internacional en base a un plan internacional y por medios que no contradigan el fin perseguido.
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¿Qué sucederá si a pesar de dos o tres guerras, a pesar del sacrificio de varias generaciones y de ciertos valores, nuestros nietos –suponiendo que lleguen a existir– no se encuentran más cerca de la sociedad universal? Sucederá que los sobrevivientes de esta experiencia no tendrán ni siquiera la fuerza de ser los testigos de su propia agonía. Entonces, no está mal que los hombres se asignen la tarea de preservar, a lo largo de la historia apocalíptica que nos espera, la reflexión modesta que, sin pretender resolverlo todo, servirá en algún momento para fijar su sentido a la vida cotidiana. Lo esencial es que estos hombres midan bien el precio que tendrán que pagar.
Ahora puedo terminar. Lo que me parece deseable, en este momento, es que en medio de un mundo homicida uno se decida a reflexionar sobre el homicidio y a elegir. Si esto pudiera hacerse, nos dividiríamos entre los que aceptan ser homicidas y los que se niegan con todas sus fuerzas. Ya que esta terrible división existe, será un progreso, al menos, hacerla clara. A través de los cinco continentes, y en los próximos años, va a continuar una lucha interminable entre la violencia y la prédica. Y es verdad que las posibilidades de la primera son mil veces superiores a los de esta última. Pero siempre he creído que, si bien el hombre esperanzado en la condición humana es un loco, el que desespera de los acontecimientos es un cobarde. Y además el único honor será el de mantener obstinadamente esta formidable apuesta que decidirá, en fin, si las palabras son más fuertes que las balas.
* Fragmentos de artículos publicados entre 1946 y 1948 y reunidos en Moral y política (Ed. Losada, 1978).