PSICOLOGíA › ANALISIS DE LA RELACION ENTRE DANTE ALIGHIERI Y SU BEATRIZ
“Oh, alma pensativa, éste es un nuevo amor”
Un análisis de la relación de Dante con Beatrice, tal como la presenta en La vita nuova, permite distinguir tiempos sucesivos de un amor, y, en el final, marcar la diferencia entre el dios Eros y el “Agape” cristiano, que pide renunciar al deseo.
Por Isidoro Vegh*
El amor se escribe, letra de amor, y esta historia tiene su letra, privilegiada por la pluma de Dante Alighieri: es su historia de amor con Beatrice, narrada por él en la Vita Nuova. A los ocho o nueve años, Dante ve por primera vez a una niña de esa misma edad, Beatriz, de la cual queda prendado de por vida. Vuelve a encontrarla nueve años después –valor del número nueve–; desfallece al encontrarse nuevamente con ella, por el fuego que lo abrasa, la emoción que lo deshace. Escribe un poema tras otro donde va contando –y haciendo– el amor con Beatriz.
Dante tiene el cuidado de no exponer el nombre de su amada e intenta disimularlo; lo reemplaza por el de otra mujer que había visto en una iglesia, para que sus contemporáneos desviaran su atención de quien era su verdadero objeto. Esto llega a oídos de Beatriz, quien se ofende, le niega el saludo y Dante queda afligido. Beatriz muere cuando Dante tiene veinticinco años, y la historia prosigue después de esa muerte.
¿Qué inicia una historia de amor? Cuando Dante piensa la relación entre el nombre de su amada y los atributos casi divinos que para él tiene, recuerda una vieja fórmula: Nomina sunt consequentia rerum. Los nombres son consecuencia de las cosas. Las dotes casi angelicales deciden que Beatriz sea su nombre, Beatrice.
Existe una homofonía: Beatrice significa ventura, dicha, beatitud. Primer tiempo de la ilusión del amor, que invierte las eficacias. Lacan señaló: Nomina non sunt consequentia rerum. Es Beatrice, como nombre, que hace a Beatriz ventura, dicha, beatitud, para Dante. El nombre hace amable al objeto.
El objeto de amor, Beatrice, se constituye como tal porque es un elemento de la lengua que significa beatitud, bondad. Y se constituye en el campo del Otro; la lengua, también, como Otro. Pero esto no es suficiente para que un amor se sostenga. ¿Dónde encontrar las huellas de lo otro que hizo que Beatrice fuera el objeto de amor de Dante de por vida? En su texto, en un poema: Ne li occhi porta la mia donna Amore,/ per che si fa gentil ci ch’ella mira (“En los ojos mi dama lleva Amor,/ y se hace noble todo lo que ella mira”). Se invocan los ojos y lo que ella mira.
Beatrice, con la que es posible caminar la aventura del amor hasta la beatitud, ofrece la dicha sostenida en una mirada; los vaivenes del corazón de Dante hacen que pueda cambiar de envoltura y cobrar el perfil de otra dama. Dante, disculpándose ante Beatriz por haber mirado a otra, dice: “Está conmigo Amor, que por vuestra belleza,/ le hace a voluntad cambiar de aspecto;/ por lo tanto, si le hizo mirar a otra,/ pensad vos que no le cambió el corazón”. Lo que alega por su indiscreción, cuando la situación se le torna apremiante, no deja de ser su verdad: que el corazón sigue apuntando al mismo objeto aunque vaya de una dama a otra.
No creo que a Beatriz le alegrara. A Dante le sirvió como disculpa.
Intervienen las damas
El amor avanza hasta el tiempo de la pasión en el cual se apropia del sujeto. A tal punto Dante sufre su pasión que culmina uno de sus poemas: “Peca quien entonces me ve/ y no consuela mi alma afligida,/ demostrando solamente que de mí se duele,/ por la piedad, que vuestra burla mata,/ la cual se crea en la vista muerta/ de los ojos, que desean su propia muerte”. Vista muerta de los ojos que quieren su propia muerte cuando ya no ven, sólo miran, petrificación de la mirada. Sólo escucha las piedras: “... ebriedad del gran temblor/ parece que las piedras gritaran: Muere, muere”.
Las piedras son sus semejantes. Tiempo extremo del sujeto que en la palabra descubre su inconsistencia y se ofrece objeto para ser amado, remedio que lo mata. Dante es la mirada, está petrificado en el objeto. Así se ofrece al Otro, y llora, muere. Reclama piedad y clama por su dolor hasta que una amiga de Beatrice le dice –punto de viraje en Dante–: “¿Con qué fin amas a esta dama, que no puedes resistir su presencia? Dínoslo, porque el fin de tal amor debe ser ciertamente muy singular”.
Dice Dante: “Luego de que me hubo dicho estas palabras, no sólo ella, sino todas las demás esperaron atentamente mi respuesta. Entonces les dije: ‘Damas, el fin de mi amor fue en otro tiempo el saludo de esta dama, lo que tal vez vosotras sepáis, y en él residía mi felicidad, pues era el fin de todos mis deseos. Pero después que quiso negármelo, mi señor Amor ha puesto mi felicidad en lo que no me puede faltar’”. Le contestan: “Queremos que nos digas en qué reside tu felicidad”. “En las palabras que alaban a mi dama”, les dice. Contesta la dama: “Si dijeses la verdad, las palabras que has dicho describiendo tu estado las habrías utilizado con otra intención”. Y él, “pensando en lo último que me había dicho, me separé de ellas casi avergonzado, y me fui diciendo para mí: ‘Ya que hay tanta felicidad en las palabras que alaban a mi dama, ¿por qué ha sido otro lenguaje el mío?’”.
Se ha producido un viraje en la posición de Dante. El se proponía primero como objeto a ser amado por Beatriz, posición que Lacan en Encore, retomando el texto de El Banquete, llamó eromenos, aquel que, en la bipartición platónica entre “amante” y “amado”, ocupa el lugar de amado. Dante quería ser amado, “saludado”. En el saludo, cuyo núcleo está en la mirada, llegó al extremo su pasión de ser objeto del Otro. Se acompañaba de un reclamo de piedad que indicaba su anonadamiento como sujeto. Pero, cuando estas damas intervienen, Dante vira su posición; de eromenos a erastes, amante que acepta la dimensión de la falta y apunta al Otro, en el cual busca el objeto ausente.
Las palabras que dicen la piedad de su estado se vuelven a su amada, quien vuelve a guardar el objeto, sostén de su deseo.
Como muerto se sostiene
Dante persiste en esta posición de erastes hasta que en la vida de Beatriz sucede una desgracia: muere su padre. Dante lo cuenta así: “Veo que han llorado vuestros ojos/ y os veo volver tan apesadumbradas,/ que sólo de ver esto el corazón me tiembla./ Ella tiene la piedad en su rostro tan a la vista,/ que quien la hubiese querido mirar mientras lloraba/ habría muerto delante de ella”. La secuencia: muere el padre de Beatriz, aparece la referencia al efecto que este acontecimiento tiene en Beatriz y el modo en que lo refleja su mirada; luego, Dante comienza a sentirse muy enfermo, “como muerto”: “Hube de permanecer como aquellos que no pueden moverse”, un dolor intolerable, al que le sigue una visión en la cual Beatriz aparece muerta, mientras unas voces le gritan: “Tú también morirás”.
“Ella tiene la piedad en su rostro tan a la vista que quien la hubiese querido mirar mientras lloraba habría muerto delante de ella”, dice Dante. Y por mi parte agrego: sí, habría muerto si su mirada hubiera sido el sostén del deseo del sujeto, como lo era para Dante. Cuando la mirada de Beatriz, sostén para Dante de su deseo y de su vida, está vuelta en piedad hacia ese padre amado, Dante no encuentra en el Otro del amor la mirada que lo sostenga; se identifica con el muerto hacia el que gira la mirada de Beatriz.
¿Qué significa esa visión donde Beatriz muere –Dante lo cuenta como si se tratara de un anticipo–, donde unas damas le gritan “Tú también morirás”? ¿No será confirmación de lo que Freud descubrió con respecto al sueño como lugar donde el deseo se alberga? Un intento de liberarse de aquella Beatriz que lo condena a una petrificación, equivalente a su muerte como sujeto; ese deseo implicaría una doble caída, una doble muerte, la de Beatriz y la de él ligado a ella.
Interpretación inaceptable, claro está, para quien, desde otra ética, postula la eternidad del amor.
Beatriz muere. Comienza un duelo. Y Dante escribe una canción, hija de la tristeza. El anda como muerto cuando el Otro del amor se pierde. Se pregunta: “Qué ha sido mi vida, luego/ de que mi dama marchara a la vida eterna,/ (...) no os sabría decir bien lo que soy,/ tanto me hace sufrir la acerba vida,/ que se ha envilecido de tal manera,/ que todos parecen decirme: ‘Te abandono’/ viendo mi rostro mortecino”. Y agrega, indicando cuál es el consuelo que insiste: “(...) Pero lo que soy lo ve mi dama”.
El es los afligidos ojos que como muerto lo muestran. Retorna a una posición anterior que engendra un sentimiento de culpa –en nuestra perspectiva no es de los que merecen premio, aunque toda una tradición así lo ofrece–. Como muerto, se sostiene porque supone que su amada sigue viéndolo. No resigna la dama perdida, allí llora, se duele, retorna a una complacencia del dolor que sólo se acota cuando el suspiro se hace palabra. “Venid a escuchar mis suspiros/ nobles corazones, pues la piedad lo desea:/ salen desconsolados,/ y si no salieran, moriría de dolor,/ ya que los ojos me serían culpables,/ muchas más veces de lo que quisiera./ ¡ay de mí!, de llorar a mi dama,/ pues desahogarían el corazón llorándola.”
Eros no es cristiano
Un hermano de Beatriz, amigo de Dante, acude a pedirle un poema que hable de la muerte de su hermana amada. Dante escribe otro poema, hijo de su dolor y su duelo, como si fuera para este hermano. ¿No podríamos leer, como en Hamlet –Lacan lo señalaba con relación a Laertes– un tiempo de alienación necesario a la institución del sujeto, donde avanza en su trabajo de duelo por el camino del semejante?
En el poema, Beatriz se aleja de nuestra vista, pasa a otro espacio y allí, de un modo diferente, difunde su luz. Dante, identificado a esa mirada que guardaba Beatriz, consigue, en un avance de su duelo, separar nuevamente el objeto, situándolo en otro espacio: el cielo, el Empíreo, desde donde difunde nueva luz. Lo logra y se encuentra ante un nuevo amor: “Oh, alma pensativa,/ éste es un nuevo espíritu de amor,/ que presenta ante mí sus deseos;/ y su vida y todo su valor/ vienen de los ojos de aquella dama compasiva/ que sufría con nuestros tormentos”. Otra dama, con los mismos ojos, aparece en su camino. Comienza una lucha entre el corazón que busca a la dama y el alma, igualada a la razón, que se lo recrimina.
Dos éticas diversas se abrían aquí para Dante, cada una con su campo propio. La ética cristiana, en la que Dante permanece, apoya el amor que persiste y aleja al sujeto del deseo que renace, igualado al objeto de amor perdido –el que no se debe perder, según los reclamos del amor cristiano–. Dante se tiñe del color de su dama: sus ojos se adornan de una orla purpúrea, como purpúreo era el vestido de Beatriz. En sus ojos, Dante pasa a sostener el estandarte, el color de su dama.
Eros y Agape disjuntan deseo y amor. El dios Eros sostiene la causa del deseo, el Agape cristiano reclama su renuncia en nombre del amor. Cuando Agape triunfa, el objeto no obtiene sanción para su caída. Pero el deseo insiste, y el sujeto se identifica a un objeto caído que se ofrece como martirio al Otro. Dante sigue la ética cristiana, martirio que reclama el amor perdido y es también un tiempo de goce. En una continuidad, Dante iguala su posición a la del Cristo cuyas lágrimas son enjugadas por una dama, Verónica, quien conserva así en el pañuelo una impresión de su rostro.
El nueve con el que Dante insiste es la duplicación del tres en operación de producto, tiene en su raíz el Tres que es Uno, Trinidad de los milagros, y extiende al otro el dos del amor, reintroduciendo el Uno soñado del goce eterno.
En nuestra perspectiva, el amor se dice, el amor se escribe, el amor se hace, de lo cual Dante se cuida. Se descubre su verdad, su riesgo: el goce del Otro no es signo de amor. Sustancia gozante, el amor es contingente.
* Texto extractado de Paso a pase con Lacan II. El amor y sus razones, de próxima aparición (Editorial Letra Viva).