PSICOLOGíA › LA SUBJETIVIDAD DEL PACIENTE TERMINAL Y EL ABORDAJE EN “CUIDADOS PALIATIVOS”

El que llega al encuentro con su muerte en la hora justa

En el modelo prevalente en medicina, la mayoría de las veces el enfermo terminal “es tratado como un niño, reducido a la categoría de incompetente; no se respeta su derecho a conocer la verdad y a tomar las decisiones de sus últimos tiempos”, según la autora de esta nota, quien sostiene la práctica de “cuidados paliativos” como aquella que “acompaña al paciente en sus decisiones”, propiciando “el diálogo y la toma de conciencia”.

Por Gisela Farias *

Considerando la situación de un paciente en estado crítico o con expectativa de muerte como consecuencia de su enfermedad, la “muerte digna” es aquella que se produce sin sufrimiento insoportable; conservando la capacidad para transmitir afectos en los últimos momentos; con la posibilidad de tomar decisiones respecto del cuerpo y la propia vida; respetando las convicciones y valores que han guiado la existencia del paciente. Sin embargo, dentro del modelo clásico de la medicina, en la gran mayoría de los casos el enfermo es tratado como un niño, reducido a categoría de incompetente. No se respeta su derecho a conocer la verdad y a tomar las decisiones de sus últimos tiempos.
Esto sucede cuando la enfermedad transcurre dentro de instituciones –o modelos vinculares– en donde son hegemónicas las prácticas tradicionalmente paternalistas de los médicos. Y este paternalismo, además, puede recibir aguas de otros molinos: de la moral social y de la propia familia del enfermo. La sola posibilidad de la muerte se escamotea y el “hacer todo lo posible” suele culminar en actos lindantes con la crueldad, el encarnizamiento y la obstinación.
Como consecuencia, un nuevo fenómeno ocupa el escenario: el ancestral miedo a la muerte se ha transformado en miedo a una prolongación interminable del sufrimiento y en miedo a una muerte tecnológica, artificial, vaciada de sentido, en una de esas salas de terapia intensiva donde se yace solitario y despojado de la voluntad al mismo tiempo que de las ropas.
Como respuesta a esa deshumanización, y sólo desde hace unos pocos años, han cobrado importancia el respeto por el derecho a la autonomía personal y el uso eficaz del consentimiento informado.
La autonomía es el derecho de toda persona competente a tomar las decisiones que atañen a su cuerpo, su salud, sus planes de vida, incluyendo en ello las decisiones del fin de la vida. En este contexto se inscribe la noción de dignidad, un bien cuyo significado varía según las creencias, las épocas, los valores dominantes en la vida de cada sujeto y su percepción singular de “calidad de vida”. La dignidad, así entendida, es una condición que agrega un valor subjetivo al valor intrínseco de la vida humana.
Con respecto al consentimiento informado, es el derecho que tiene toda persona de aceptar o rechazar que se le realice una práctica de investigación, diagnóstica o terapéutica, sin coacción y habiendo recibido toda la información necesaria para poder evaluar los riesgos y beneficios de la misma. El consentimiento informado es un proceso que involucra aspectos éticos y legales complejos y que pueden incluso estar en conflicto: un menor de edad puede ser capaz para comprender las consecuencias de realizar o no un tratamiento, pero para la ley es incapaz y necesita de la autorización de sus tutores en decisiones cruciales de su vida. Un consentimiento legítimamente informado es aquel que surge de la interlocución con el equipo de salud y de la reflexión y debe, a la vez, entrelazar la información clínica que le aporta el equipo médico con los planes de vida y el sistema de valores y creencias de ese sujeto.
La importancia creciente del respeto por la autonomía, la dignidad, el consentimiento, además de tener respaldo legal, ha puesto una cuña en el modelo de relación médico-paciente tradicional, caracterizado por una distribución asimétrica del poder: el médico es el que sabe, entonces decide; el paciente y su familia no, entonces obedecen. En ese marco la autoridad del médico ha sido tomada de algún modo como sinónimo de autoridad ética y sobre esa confusión se han delegado en el médico decisiones que corresponden estrictamente a la dimensión subjetiva.
Con el análisis crítico proveniente de diversas disciplinas, surge una nueva ecuación que propone distribuir más equitativamente el poder. El médico sabe, sí, bastante, de la enfermedad. Pero el paciente también sabe: de su vida, de la vida que quiere vivir. De cuánto y cómo. Sabe en qué punto le importa su condición de dignidad, lo que sea que ello signifique para él, más que la mera persistencia de su cuerpo. O viceversa.
El juramento hipocrático, que usan como capa y espada muchos profesionales, señala los deberes del médico pero no contiene ninguna referencia a los derechos de los pacientes. Las modernas concepciones en bioética, en derecho, en psicología y en medicina, rescatan la noción de “derechos del paciente” respetando sus procesos de toma de decisiones, en lo concerniente a su enfermedad, su cuerpo, su propia vida y su muerte.
Estas nociones han sido receptadas por un área relativamente nueva de la práctica médica: los cuidados paliativos. Aquí se concibe un modelo de asistencia basado en el respeto por la voluntad del paciente y por su entorno familiar. La premisa central es dar tratamiento y alivio, interviniendo razonablemente en proporción a los resultados posibles. Respetar, aliviar, no dañar. Se intenta acompañar al paciente en sus decisiones, informando qué procedimientos médicos es conveniente y posible realizar y cuáles no; propiciando el diálogo, la reflexión, la toma de conciencia de la situación y del pronóstico posible. No se imponen verdades brutalmente pero tampoco se las oculta. Se respetan los tiempos singulares y se responden todas las preguntas posibles.
La comunicación, el alivio de síntomas y el trabajo en equipo interdisciplinario es el trípode que sustenta a la modalidad paliativa. Los equipos están integrados por médicos, psicólogos, terapistas ocupacionales, kinesiólogos, enfermeros, antropólogos, religiosos, trabajadores sociales.
Esta modalidad, tan poco conocida –que acompaña, no sólo el proceso del morir, sino instancias de tratamiento y diagnóstico– ha despertado interés por el lado de los pacientes y, en los sectores más paternalistas de la práctica médica, cierto rechazo. Es probable que ambas reacciones obedezcan al mismo motivo, tratándose de una práctica que contribuye a que los pacientes puedan defender sus verdades subjetivas en los momentos más significativos de la existencia.
Es que el paciente con una enfermedad avanzada pone a prueba de manera contundente el vínculo creado entre el equipo de salud, el paciente y su familia, dado que la mayoría de las decisiones que se toman discurren en la frontera entre la vida y la muerte.
No hay fórmulas para este vínculo, pero algunas preguntas pueden servir para orientar las deliberaciones:
¿Se ha establecido una relación de confianza y confidencialidad entre el paciente, la familia y equipo médico?
¿Está el profesional preparado para comunicar información “difícil”?
¿Conoce el paciente su diagnóstico y pronóstico probable?
¿Está en condiciones el paciente de ejercer su autonomía? ¿Es competente en lo legal, en lo subjetivo?
¿Se ha indagado sobre sus preferencias, sus valores, los de su familia?
¿Se le ha dado la información relevante y necesaria para tomar decisiones verdaderamente informadas? Tanto para dar su consentimiento como para rechazar.
¿Ha comprendido el paciente esa información?
¿Conoce las consecuencias posibles de sus actos?
¿Está dispuesto el equipo médico a aceptar y respetar las decisiones del paciente y/o su familia aunque no las comparta?
Los familiares, ¿están de acuerdo con las decisiones del paciente? ¿Están dispuestos a respetar la voluntad del enfermo aunque no acuerden con él?
Estas son algunas de las preguntas que es necesario formularse a cada paso. Sabemos que el sufrimiento es una pieza clave en las decisiones que se toman en esas circunstancias. Concentra experiencias que van desde la sabiduría y el misticismo hasta situaciones de indignidad, pérdida de capacidades, dolor físico extremo.
En enfermedades –particularmente oncológicas– en estadios avanzados, la mayor parte de los recursos económicos, temporales y humanos suele destinarse al objetivo de la curación; comúnmente no se incluye el propósito de control de síntomas en forma sistemática y, cuando se hace, lo más frecuente es que el médico busque las causas objetivas del dolor, el “órgano” afectado. Se explora poco, en cambio, cómo vivencia subjetivamente el enfermo sus padecimientos, en función de su espiritualidad, de su historia personal, del lugar que ocupa esa enfermedad en su biografía.
Todo ello ha contribuido a la persistencia del sufrimiento, en especial en pacientes con cáncer avanzado. Aproximadamente el 75 por ciento de los pacientes mueren con dolor no controlado –pese a la disponibilidad de farmacoterapia con opiáceos, no opiáceos y coadyuvantes– y carentes de asistencia psicológica o espiritual.
Principalmente se requiere un cambio de valoración respecto de la experiencia del sufrimiento. Deconstruir la noción de que el sufrimiento pertenece sólo al ámbito privado y que cada uno tiene que “soportar lo que le toca”. El sufrimiento, tal como dice Hannah Arendt, es una llamada al mundo circundante y es preciso tender un puente entre esa subjetividad radicalizada –en la que ya casi no somos reconocibles debido al sufrimiento– y el mundo exterior.
Es cierto que el dolor existencial por la cercanía de la muerte no siempre es “controlable”, pero la experiencia en cuidados paliativos revela que, cuando un paciente tiene una alta proporción de dolor físico controlada, cuando se siente respetado en su voluntad y escuchado en su singularidad, en general llega al encuentro con su muerte en la hora justa y no desea, por desesperación, arrojarse en la víspera.

* Psicóloga. Doctora en bioética. Asesora de la Unidad de Cuidados Paliativos del Hospital Tornú y de la Fundación Femeba.

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