PSICOLOGíA › “ENFOQUE ETNOPSIQUIATRICO” EN UN SERVICIO DE SALUD MENTAL COLOMBIANO

Brujas y embrujados bajo el malestar en la cultura

Muchas mujeres y bastantes hombres, en un servicio de salud mental de la capital de Colombia, vinculan sus síntomas con haber sido “embrujados”: un psicoterapeuta examina la cuestión –con el respeto que caracteriza a la “etnopsiquiatría”– y vincula esa “violencia simbólica” con la violencia real y el malestar en la cultura.

Por Carlos Alberto Uribe *

Ciertas circunstancias recurrentes en pacientes mujeres de la Unidad de Salud Mental del Hospital San Juan de Dios –cuya área de influencia principal va desde los barrios humildes del sur de Bogotá hasta regiones rurales– abrieron camino a una consideración de los problemas de la cultura en la enfermedad mental. Los psiquiatras reconocieron más y más casos de lo que los manuales médicos conceptualizan como la presencia del “pensamiento mágico” en la enfermedad mental. Estas mujeres clamaban que su “locura” se debía al hecho de que en un momento de su vida, anterior o coincidente con la primera crisis de enfermedad mental, habían sido embrujadas.
Más aún, afirmaban que ellas mismas estaban dotadas de “poderes” de curación; que, más que ser “enfermas psiquiátricas”, en realidad se habían convertido en “sanadoras” dotadas de atributos y dones sobrenaturales, merced a su enfrentamiento con las fuerzas del mal representadas por el embrujamiento al que habían sido sometidas. Algunos enfermos varones, en un número menor y con algo de dudas, también reconocieron como la causa principal de su enfermedad mental el haber sido víctimas de un “trabajo” de brujería.
Así, la enfermedad mental se representaba como resultado de una “persecución brujesca” que lanza a sus víctimas en una “guerra” o “combate” contra las fuerzas del mal que sus enemigos –personas en general allegadas a los enfermos o de su círculo social inmediato– movilizan en su contra motivados por la “rabia”, la “envidia”, el deseo de “venganza” que permean las relaciones sociales en que están inmersos los agresores y sus víctimas. Esta confrontación, que bien podría denominarse de violencia simbólica, involucra pues a sus participantes en un intrincado ciclo de agresiones y defensas rituales, en el que los perdedores se determinan por el hecho de caer irremediablemente en la condición de enfermos psiquiátricos.
Al mismo tiempo, ellos manifiestan la necesidad de complementar de alguna manera su tratamiento clínico con diversas formas de curación ritual. Entre estas últimas sobresale la que preconiza los poderes curativos de la medicina chamánica amerindia, en sus diversas vertientes y con las numerosas transformaciones que tal sistema terapéutico ha experimentado en el fluido contexto de nuestro cambio cultural.
No obstante, estos pacientes recurren a una vasta panoplia de rituales curativos, sin que importen mucho sus orígenes filosóficos “orientales” u “occidentales”, cristianos o paganos, amerindios o afroamericanos, ortodoxos o heterodoxos. Muchos combinan varias aproximaciones rituales de manera simultánea o escalonada, aunadas al tratamiento psiquiátrico. La perspectiva terapéutica de estos enfermos resulta clara: por cuanto la locura no es únicamente un problema natural sino también algo que involucra al sujeto con el orden social, el moral y lo trascendente, su remisión debe buscarse mediante una acción instrumental que permita el retorno del equilibrio, la vitalidad, el orden y la normalidad perdidas.
No se trata aquí de molestas supersticiones, más propias de “países en vías de desarrollo”, como reza el eufemismo, que con el tiempo y un poco más de “progreso” mostrarán a un país exonerado de tamañas muestras de primitivismo. Por otra parte, en cualquier sociedad donde los enfermos encuentren a su disposición más de un sistema terapéutico, la probabilidad de que recurran a una combinación híbrida de métodos de sanación, sobre todo en casos extremos como el de la locura, es bastante alta.
Asimismo, en este mundo globalizado caracterizado por vastos flujos intercontinentales de población y de información, lo más común es toparse con la combinación de muchos sistemas terapéuticos en verdaderos “complejos de sanación”, donde diversas formas de curación ritual encuentran su expresión al lado de la medicina biomédica. En el caso particular de la clínica psicoterapéutica, el psiconálisis no está exento de tener que participar en estas confrontaciones, en especial dado el argumento de ciertos sectores psicoanalíticos referente a la especificidad cultural del psicoanálisis –hecho que motivó a algunos psicoanalistas a adentrarse por los terrenos del desarrollo del etnopsicoanálisis, sobre todo después de los trabajos pioneros de Georges Devereux–.
Más allá de la vívida anécdota y de la picaresca que siempre contienen estos relatos de los embrujados, fue posible lograr una reconstrucción completa de este estilo narrativo. Su característica sobresaliente nos muestra cómo son las mujeres que ejercen el papel de agentes activos en estos dramas de agresión y defensa mediante el ejercicio de la magia, la brujería y la hechicería. Esto desde luego no constituye una noticia de actualidad. En muchas partes y en diferentes períodos históricos, la brujería se ha asociado principalmente con la mujer y con todo lo que en la sociedad conlleva el ser mujer, el género femenino.
Los hombres, por su parte, tienden a asimilarse a agentes pasivos, meras víctimas de las confabulaciones brujescas de sus compañeras, de sus enamoradas y, en general, de las mujeres de su círculo familiar y profesional. Además, con frecuencia los hombres son muy ambiguos frente al complejo brujesco, y se esfuerzan en mostrar un cierto escepticismo sobre la efectividad de “esas cosas de mujeres”. Lo cual no es un obstáculo para que ellos tengan miedo y sobre todo mucho recelo cuando ellas recurren a esos métodos, aun cuando también los hombres visiten a diversos especialistas.
Puesto en perspectiva, el complejo brujesco está montado sobre una paradoja. En Colombia son ante todo los hombres las “víctimas” de las brujas, mientras que, por otra parte, están bien ocupados en dar y recibir todas las formas de la violencia física: esa que al final resulta en el desgarramiento del tejido del cuerpo de otros hombres, de otras mujeres, en especial el de sus compañeras, de niñas y niños. Desgarramiento que puede resultar en la muerte de sus víctimas. Mientras tanto las mujeres, sus compañeras, se defienden de su infortunio mediante los métodos de la violencia simbólica, puesto que son ellas las que recurren con preferencia a la brujería para zanjar sus diferencias.
Es que estos procedimientos siempre van dirigidos a otras mujeres, que se conceptualizan como sus rivales, sus enemigas en el amor, en el afecto, en la protección y en el apoyo económico de parte de sus hombres, sus compañeros. Y es que “ser mujer” en este medio es todavía ser “esposa”, “madre”, “tener un hombre al lado”, “tener hijos con ese hombre”, no obstante los cambios recientes que por ejemplo se han dado en el mercado de trabajo. La violencia simbólica es así parte del dominio femenino. A esta violencia desplazada, sustitutiva, que se juega con los símbolos, con las imágenes, recurren las mujeres para luchar contra lo que las oprime, contra su infortunio, contra sus carencias, contra sus pérdidas amorosas. Y cuando finalmente “enloquecen”, literal y metafóricamente, terminan convencidas de que su propia locura, su propio dolor, es causado por otras mujeres rivales.
El escenario brujesco es entonces triangular: una mujer, otra mujer, su “rival”, y un hombre que las dos quieren para sí al mismo tiempo y con exclusividad. Sus hombres, el objeto de sus deseos, son considerados más como víctimas inocentes de la maldad de las rivales y por ello son excusados y hasta protegidos por sus mujeres. Después de todo “son hombres” y por ello se espera de ellos ciertos comportamientos. Como el de la violencia física. Como la embriaguez. Como la seducción. Como la “hombría”.
Resulta pues que el complejo brujesco satisface las expectativas todavía muy normatizadas de lo que significa ser una mujer entre nosotros. Todo en medio de una difusa imaginería e ideología que predica que ser mujer equivale a sufrir “con paciencia y resignación”. A esperar. A rezar. A hacer fuerza mientras llega ese hombre. A pedir por el milagro. Unos y otras, empero, son cada uno a su manera “chivos expiatorios”, víctimas sacrificiales del caos y la violencia generalizada que traspasa su medio social; medio sobre el cual ninguno, ni los hombres ni las mujeres de estas narrativas brujescas de enfermedad mental, piensa que tienen el más mínimo control.
Lo grave y triste es que estos hombres y estas mujeres recurren a todo el espectro de la violencia frente a sus hijas e hijos menores de edad. Desde la violencia psicológica, emocional, hasta la violencia física. Y entonces, el círculo de la violencia, física y de las otras, se reproduce en una espiral sin fin.
¿Cómo entender desde el psicoanálisis este triángulo brujesco que en su escenario de delirio y alucinación atrapa sin remedio a sus protagonistas de la Unidad de Salud Mental? El primer paso es situar el problema dentro del contexto del “malestar de la cultura”: esta cultura híbrida de la América mestiza en donde una poderosa concepción de lo sacro basada en una peculiar visión de la Contrarreforma Católica, aunada a otras formas religiosas de ancestro amerindio y afroamericano, parece haber perdido su anterior dinamismo como fundamento de un orden sacrificial que sancione y refuerce la diferencia social. Con el agravante de que en su lugar no ha logrado entronizarse un orden jurídico estatal que remueva el uso de la violencia de aquellos grupos, sectores o individuos que la utilizan para avanzar sus propios poderes locales, grupales o de clase social.
Se trata pues de una verdadera “crisis sacrificial”, en el sentido que le da a este concepto René Girard (por ejemplo, en La violencia y lo sagrado), que ha arrastrado en su vórtice a todo el conjunto de la sociedad colombiana y a nuestros enfermos de la Unidad de Salud Mental. Estos últimos, por el dramatismo de su condición psicótica, están apenas más enfermos que el resto de nosotros, inmersos como estamos todos en esta patología de violencia, sangre y enfermedad mental a la que nos ha lanzado la crisis de la cultura en la que vivimos.
Si se quiere, nuestros enfermos y enfermas han tenido menos éxito que los que no nos llamamos pacientes de la Unidad de Salud Mental en el manejo del terror en el que vivimos. Sus propias historias de vida, en particular las de ellas, las arrojaron a las garras de la psicosis. O ellas escogieron refugiarse en ella con la vana esperanza de lograr un poder de salvación, o un poder a secas, que las sacara de su posición de inequidad respecto de los hombres.
Estos, por su parte, al reconocer que su locura los ha “ligado” irremediablemente a una mujer que por la brujería los posee, aun contra su propia voluntad, aceptan de muchas maneras su fracaso en el desempeño de ese papel social de hombres seductores que la cultura les asigna. Tal es la emasculación simbólica a la que los somete la brujería. Nosotros, en cambio, elegimos la neurosis para poder expresar, con nuestros síntomas, nuestro malestar con nuestra cultura y sociedad.

* Departamento de Psiquiatría de la Universidad Nacional de Colombia y Departamento de Antropología de la Universidad de los Andes, Bogotá. Fragmento del trabajo “Del amor brujo y otras pestes: locura, medicina y etnopsiquiatría en Colombia”. El autor agradece la colaboración de Elena Martín, de docentes y de residentes del Departamento de Psiquiatría de la UNC en la investigación que dio origen a este texto (“La violencia simbólica y la enfermedad mental: un enfoque etnopsiquiátrico”).

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