PSICOLOGíA › A PROPOSITO DE LA “RESILIENCIA”

Fuerzas de flaqueza

La “resiliencia” ha sido definida como la capacidad de enfrentar la adversidad y, de esa prueba, salir fortalecido. Para el autor de esta nota, su estudio es “un llamado a explorar y conocer a aquellos que tuvieron éxito frente a la adversidad o que, ante ella, se enriquecieron como personas”. El sujeto resiliente “no es un adaptado ni un inadaptado: es un sujeto crítico, capaz de apropiarse de los valores de su cultura”.

Por Emiliano Galende *

¿Qué es la resiliencia? Cierta sorpresa rodea la respuesta: se trata de algo que pertenece a la experiencia común (siempre supimos de su existencia) pero a la vez nos interroga, cambia el eje sobre el cual estamos habituados a pensar los temas de salud y sus soluciones. Se trata de un llamado, entre otras cosas, a ocuparnos no sólo de las “víctimas” de los factores de riesgo, sino a explorar y conocer a aquellos que tuvieron éxito frente a la adversidad o que se enriquecieron como personas con ella. Pensar la resiliencia es subvertir la idea de causalidad que gobierna el pensamiento médico positivista y algunas concepciones de la salud. Este concepto introduce el azar, lo aleatorio, altera la idea de relaciones necesarias entre los fenómenos de la vida. Introducir el azar es a la vez introducir al sujeto capaz de valoraciones, de crear sentidos a su vida, de producir nuevas significaciones en relación con los acontecimientos de su existencia. Es pensar a un individuo, no como víctima pasiva de sus circunstancias, sino como sujeto activo de su experiencia.
“Resiliencia” evoca desde el inicio la idea de complejidad e integración: complejidad de los procesos reales en que se desenvuelve la vida; integración de esos niveles que la ciencia separa para su conocimiento pero que sólo tienen una existencia integrada en la experiencia del hombre: los mecanismos biológicos del cuerpo, la vida psíquica y la existencia social. No se trata de una materia biopsicosocial ya construida, que pueda atravesar bien o mal la adversidad. La adversidad misma, en términos de situaciones críticas que se imponen al individuo, es productora de esa integración que es condición para una subjetividad resiliente, es decir, productora en el sujeto de nuevos significados y valores que surgen en la experiencia y determinan un sentido posterior: “Cuando me pasó eso..., aprendí”. Ese aprender es en sí mismo un conocimiento y un nuevo recurso integrado al cuerpo, a la mente y a la acción sociocomunitaria del individuo.
¿Una nueva disciplina? Quizá más bien una nueva mirada sobre viejos problemas del hombre. Sus comienzos, en la observación empírica de las relaciones entre infancia y pobreza, llevaron a buscar respuestas en diversas disciplinas: la sociología, la salud, la psicología, la antropología e incluso la reflexión filosófica sobre la naturaleza de lo humano. Lo cierto es que abre un continente que excede lo puramente médico.
Esta subversión de la idea de casualidad instala los problemas bajo otros interrogantes: la relación entre ambiente social favorable y salud no es lineal. La antigua epidemiología, surgida del estudio de poblaciones expuestas a determinados flagelos, se muestra insuficiente para dar cuenta de esta relación. Tampoco es lineal la relación entre entorno familiar protector y bienestar psíquico o salud mental. Sin duda, al menos en algunas de las mejores familias, hay hijos problemáticos, y en el “Primer Mundo”, con ambientes sociales de integración y bienestar, se observan daños importantes a la salud y la salud mental: violencia, drogas, suicidios, depresiones. El eje de los estudios ha cambiado: desde aquella relación empírica entre condiciones socioambientales, familiares y la salud, hacia los problemas de la inclusión y la exclusión sociales. La principal ventaja consiste en que con la categoría de resiliencia no se patologiza la pobreza y la exclusión social, sino que más bien se amplían los horizontes para su comprensión.

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El psicoanálisis ha enfatizado la dominancia, para la producción de subjetividad, de ciertas regiones tradicionales de lo social, tales como la familia edípica, la institución escolar, las relaciones con la ley, la función de la religión, etcétera. Estas regiones tradicionales están sufriendo cambios profundos, multiplicándose y diversificándose. Hoy resulta difícil hablar de “la familia” como una sola forma de vínculo filial; de “la escuela” y su valor en la formación como un territorio coherente y homogéneo; de “la sexualidad” normal como una normatividad consensuada acerca del comportamiento sexual, cuando más bien observamos la diversidad y el polimorfismo aceptado socialmente; de “la ley” en forma abstracta, cuando su funcionamiento se ha convertido en campo de lucha; o aun de “la religión”, cuando sus variaciones han hecho estallar su sentido tradicional. Asimismo, nuevas instituciones sociales han asumido un papel dominante en la producción de subjetividad, como los medios masivos de comunicación, en especial la televisión, el cine y, en estos tiempos, la informática. Por esta razón la producción subjetiva está menos ligada a las funciones tradicionales de la familia y la escuela, lo que genera cierto caos o dispersión, pero también nuevas e insólitas posibilidades para el ser humano.
Observemos esto en relación con las funciones del padre, una de las más importantes en la producción de subjetividad. Freud mostró la función esencial del padre para la constitución de la identidad y la sociabilidad del individuo. Señaló cómo en cada sujeto se inscribe la imagen de un “padre primitivo”, ligado a las figuraciones más arcaicas del poder. Cuando se relajan o debilitan aspectos de la función del padre, esto hace que, lejos de ampliarse el campo de libertad del individuo, adquieran más dominio sobre él los aspectos regresivos del “padre primitivo”, que remiten en lo inconsciente a un padre temido y anhelado al mismo tiempo, y que en la vida social propician la formación de agrupamientos, al modo de la horda, en torno a un líder fuerte y violento, que tiende a exaltar los sentimientos de identidad y de aniquilación de los diferentes. Este rasgo subjetivo está hoy más que insinuado en la vida social.
Por otra parte, el padre idealizado (“padre muerto”), que da lugar a la formación del ideal del yo, es condición subjetiva en el individuo para la formación del lazo social y también de los proyectos colectivos, sociales, de las utopías que implican a cada individuo y al conjunto en la búsqueda de la transformación social. Porque siempre los proyectos colectivos de transformación son a la vez proyectos de lucha contra el poder opresivo, autoritario o arbitrario. Vale recordar que la función del ideal del yo, que puede extenderse a la formación de los ideales colectivos, no es la de anular la agresividad o la violencia ligada al padre primitivo, pero sí la de efectuar cierta pacificación por vía de organizar sus sentidos para el individuo o grupo.
La pérdida o el debilitamiento de las funciones del padre que, además de su ordenamiento simbólico, requiere, en el devenir del individuo, su ejercicio real por el adulto, no puede sino afectar los modos del lazo social y la conformación de valores en los colectivos sociales. Por eso no debería sorprendernos observar que los cambios en las funciones paternas vayan acompañados de vínculos sociales de nuevo tipo; que, debilitados los sentimientos fraternos –ya que la fratría y los sentimientos que genera entre hermanos sólo surgen en relación con su unión frente a quien quiere dominarlos–, resurjan formas de fundamentalismo, religioso o político, que buscan restablecer la identidad a través de un grupo primario violento.
Asistimos a cambios importantes en las funciones paternas en el modelo de vida urbano. Desde diversos ámbitos disciplinarios se señala el crecimiento de las “familias monoparentales” (¿es posible seguir hablando de familia cuando sólo existe “un” padre o “una” madre?); se ha modificado la “patria potestad”, que hoy iguala a ambos progenitores; se menciona el aumento de los “hogares unipersonales” (forma de denominar a quienes viven solos por decisión personal), lo cual está modificando los hábitos cotidianos de las grandes ciudades; aumenta la cantidad de hijos que crecen alejados de uno de sus progenitores a causa del incremento de las tasas de divorcios, que en algunos conglomerados urbanos de Estados Unidos han sobrepasado a la de casamientos). Asimismo, las curiosas estadísticas negativas de natalidad en varios países de Europa han modificado el paisaje urbano y la organización de la cotidianidad, dado el reemplazo progresivo de los ambientes de niños por otros de ancianos: no sólo cambian los modos de ejercicio de la paternidad, sino que también estamos frente a una nueva posibilidad de su restricción.
Como es obvio, estos fenómenos van acompañados de rasgos subjetivos nuevos en relación con las funciones de la familia, y sobre todo respecto del padre. Esta situación ha abierto dos problemas que recién estamos comenzando a observar. Por un lado, el vacío que deja en la subjetividad ese debilitamiento de las funciones de la familia es ocupado por las instituciones massmediáticas, que se hacen preponderantes en la generación de identificaciones ideales y modelos de sensibilidad, por lo cual “lo social” ha cobrado una mayor preponderancia en la producción de subjetividad. Por otro lado, los cambios en el lazo social, por la pérdida o atenuación de las identificaciones ideales con el padre –esas que, insisto, no abolían la agresividad pero la organizaban en sus sentidos colectivos e históricos–, generan una violencia más flotante, inespecífica, que tiende a buscar su organización bajo la forma de colectivos de nuevo tipo como bandas, grupos de “autoayuda”, neocomunidades, agrupamientos religiosos o místicos, nacionalismos xenófobos, fundamentalismos políticos o terrorismo.
Al mismo tiempo, se instala progresivamente el imaginario de un poder anónimo (transindividual, transnacional, transempresarial) contra el cual los individuos no pueden actuar, por lo que la lucha y la violencia se desplazan hacia lo que perciben como identificable e inmediato: las relaciones familiares, de pareja, vecinales, interiores a la convivencia. Se trata de una violencia social, pero de localización progresivamente doméstica.

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Actuar sobre las capacidades resilientes tiene un doble carácter: mejorar en el individuo las condiciones y posibilidades de apropiación cultural, y además actuar sobre la cultura misma a fin de desarrollar esos mismos factores de resiliencia que hemos detectado en el individuo. Esta doble intervención es clave, ya que, si sólo nos limitáramos a la detección y desarrollo del individuo que ya se mostró resiliente, no lograríamos actuar sobre la evolución de la cultura misma y las posibilidades resilientes para nuevos individuos.
En la historia de la humanidad, los grandes resilientes han sido aquellos hombres y mujeres que se propusieron cambiar la sociedad y la cultura en que vivían, asumiendo en sí mismos la tarea de plasmar en la sociedad sus propios valores y ambiciones de transformación. Resiliente es quien no se resigna a reproducir las condiciones existentes; su ambición crea el imaginario de un cambio posible, y esto desde ya lo cambia a él como individuo a la vez que impacta sobre el grupo inmediato y señala los comportamientos prácticos para enfrentar la adversidad y sus imposiciones. El sujeto resiliente no es un adaptado y menos aún un inadaptado: es un sujeto crítico de su situación existencial, capaz de apropiarse de los valores y significados de la cultura que mejor sirvan a la realización de su propio anhelo o ambición.

* Coordinador del Doctorado en Salud Mental Comunitaria de la Universidad Nacional de Lanús. Fragmentos del trabajo “Subjetividad y resiliencia: del azar y la complejidad”, incluido en Resiliencia y subjetividad. Los ciclos de la vida, de próxima aparición (Ed. Paidós).

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