PSICOLOGíA › BASES DEL ACOMPAÑAMIENTO TERAPEUTICO
La locura es soledad
¿Qué es un acompañante terapéutico? ¿Para quiénes y en qué situaciones puede resultar oportuno? ¿Hay acompañamiento terapéutico en hospitales públicos? ¿Hay una teoría que sostenga su práctica? Respuestas, en esta página.
Por Gustavo Rossi *
Un sujeto afectado por la locura (en un sentido amplio, no restringida al diagnóstico de psicosis) va a encontrar perturbada para su vida cotidiana su relación con el espacio público, su vínculo con los otros, con la calle, con los lugares que frecuentaba en la ciudad, en fin, con aquello que denominaremos su “ecología”. En que algo de esto pueda restablecerse, sostenerse o construirse, ubicamos la intervención del acompañamiento terapéutico y su función en el hospital de día. Porque ese sujeto aparece empujado al encierro propio (cuando no llega a quedar encerrado en una clínica u hospital psiquiátrico), asustado, en su cuarto, con dificultades para salir de su casa, a veces hasta de su cama, de ese mundo que se le hace cada vez más estrecho. Le resulta agresivo el movimiento urbano, las miradas en un colectivo, los comentarios en un club, los empujones, las risas en el partido de fútbol o de truco. O porque en esos espacios públicos aparece perdido, desorientado, lo cual muchas veces se conjuga con su intento de agresión hacia quienes lo rodean, su impulso hacia la ruptura con el tejido social y su refugio en el aislamiento.
¿Es el acompañamiento terapéutico una herramienta eficaz para restablecer esos lazos con el territorio público? En algunos momentos y en determinados casos, lo es. No como recurso exclusivo sino que toma su valor en esa construcción artesanal de un equipo que da algún lugar en su estrategia de abordaje a lo que suceda con esos vínculos, esas redes, esa agresión, para que pueda reubicarse sin dejar librado esto a una supuesta evolución espontánea. Cuando resulta indicado, el acompañante terapéutico (AT) se ubica ante un sujeto que ha perdido su orientación temporoespacial, en un momento de crisis, y va a ofrecerse como mediador, como guía, como amistoso componedor en ese encuentro/desencuentro entre alguien aquejado por la locura (que es singular) y su prójimo, su barrio, su ciudad, los lugares donde podría estudiar, trabajar o divertirse pero que, en la coyuntura crítica que está atravesando, le resultan intolerables.
Brevemente entonces, ante la fuerte exclusión social actual, el acceso al circuito laboral y a los lazos sociales que conlleva se presenta casi inalcanzable para quien atraviesa un padecimiento psíquico importante. El acompañamiento tiene una vía sobresaliente de intervención, en su posibilidad de articulación con las redes comunitarias (sin perjuicio de los deficits en las políticas públicas al respecto) y con los recursos laborales-educativos, que deben re-crearse para cada caso. No se trata de imponerle un standard de rehabilitación, para que transite por círculos recreativos cerrados o que se adapte en un aislamiento circunscripto a actividades institucionales con una utilidad –subjetiva– muchas veces dudosa, sino de diseñar una estrategia multidisciplinaria que pueda prestar atención a las consecuencias que tiene para cada paciente la competencia desmesurada a la que fuerza el mercado, al empujarlo hacia un margen, cuando no al encierro que llega a suprimir sus derechos civiles bajo la etiqueta de la enfermedad mental.
¿Es necesario ser psicólogo, para ser acompañante terapéutico? Mi respuesta es que su formación, sea la de psicólogo, estudiante avanzado de psicología o psicoanalista, no es condición necesaria, pero tampoco suficiente, para considerar a alguien con una capacitación adecuada en el tema. Marco así la necesidad de una capacitación específica en la formación del AT. En esta actividad se interviene con otra presencia, desde lo corporal, y el ámbito/encuadre está lejos de aquella relativa asepsia que puede brindar el consultorio. Frecuentemente la presencia del entorno social y familiar es casi inmediata: pacientes que gritan en un bar donde las mesas se encuentran a escasa distancia una de otra, cuentan sus intimidades a viva voz en medio de una función de cine, o escenas donde el acompañamiento se desarrolla en un ámbito familiar, con la presencia angustiada de la esposa, los hijos o el padre de un sujeto en crisis. Además, el tiempo de duración del acompañamiento está pautado de antemano y con una extensión que habitualmente es de varias horas cada vez (puede llegar hasta turnos de 6 a 8 horas en las internaciones domiciliarias). Despejar estas cuestiones nos remite al trabajo en equipo y bajo supervisión.
Es característico de esta actividad llegar a compartir muchas horas con un paciente, con lo cual se generan diálogos que a veces tocan aspectos de la vida privada del acompañante, de sus actividades, de sus gustos; es decir, de cuestiones que habitualmente quedan por fuera del vínculo paciente-profesional de la salud mental. No se trata de que el AT no pueda decir nada acerca de su vida personal, o no haya de dar cierta opinión, ante preguntas del sujeto acompañado o de su familia, sobre tal cual hecho de la realidad social o suceso de la actualidad, cuando no del cuidado en el aspecto físico del paciente, de sus vínculos grupales, de amistad, etcétera. Pero el AT tiene que saber mensurar lo que manifieste, tiene que saber qué no debe hacer, y tomar con cautela situaciones que pueden llevar a intervenciones inoportunas (Augé M. y otros; El Hostal, una experiencia en tratamientos sin encierro en psicopatologías graves. Bs. As., 1993). Aunque sabemos que no puede prevenirse un acto, ni podemos asegurarnos de que no aparezca un acting, ni programar estereotipadamente una forma de intervención del acompañante, consideramos fundamental contar con un espacio donde esos inconvenientes sean dialectizados, y orientados en una dirección que otorga el dispositivo de tratamiento. Esta supervisión se ubica en un circuito de intersecciones en el cual incluyo al terapeuta que indica el acompañamiento terapéutico, la estrategia de ese tratamiento y el trabajo en equipo para la construcción de un dispositivo caso por caso.
Jugar por jugar
Desde hace ocho años, en distintos hospitales, se desarrolla la pasantía en acompañamiento terapéutico. En la medida en que las demandas se fueron produciendo, aparecieron diversas dificultades de los terapeutas para precisar su orientación en cada caso. Podemos ligar esto con el difuso conocimiento específico sobre el tema por parte de muchos terapeutas y con cierta inercia institucional a la hora de plantear herramientas diferentes. Al supervisar equipos en hospitales públicos, si no se cuenta con la participación del terapeuta que dirige el tratamiento, sólo queda un margen estrecho para realizar una lectura de lo que sucede y para orientar la intervención. Además, para el terapeuta suele representar otra perspectiva, cuya importancia no se restringe a que el AT sea un informante de lo que sucede en el plano de la realidad cotidiana de un paciente. Su importancia radica en dar una versión particular de esa subjetividad en los complejos tiempos de articulación o aislamiento respecto del otro social/familiar. Por ejemplo, en el hospital de día vespertino del Hospital Alvarez, el acompañante terapéutico se integra a las reuniones semanales del equipo de profesionales y en ocasiones participa en esa elaboración del dispositivo más adecuado de tratamiento para cada paciente, mediante los aportes que desde su práctica le competen.
La táctica del AT tendrá también su particularidad según el momento del tratamiento en que se incluye su tarea, ya que no será lo mismo en el tiempo previo a la externación o en el inmediatamente posterior a la misma, o en una situación de crisis en la que se trata de evitar la internación, o en instancias donde algo de lo social/familiar representa un obstáculo puntual para el quehacer clínico. Un caso puede enseñarnos sobre esto: se trata de un adolescente en que se manifestaban síntomas maníaco-depresivos, que lo habían llevado a diversas conductas impulsivas, poniendo en riesgo su vida y la de su familia. El terapeuta decidió el acompañamiento como alternativa a la internación psiquiátrica. En lo táctico, se buscó modular la intervención en la dinámica familiar teniendo en cuenta la ansiedad y angustias de la madre del paciente, abriéndose el AT hacia el diálogo con la madre, para que existiera algún factor de mediación, con el objetivo de no agravar el momento de crisis, alivianando ese tiempo para el paciente y para los familiares cuya posibilidad de contención estaba quebrantada.
En otro ejemplo de la práctica hospitalaria del AT, el acompañamiento consistía en caminatas extensas, descriptas por la acompañante, en la supervisión, como “sin rumbo”, a lo que se sumaba un “jugar por jugar”: empezar y nunca terminar un partido de cartas, por ejemplo, actividades que planteaban de manera insistente, tediosa. Además, el paciente reiteradamente se quedaba dormido a la mañana, por lo cual llegaba tarde al horario de encuentro con la acompañante. Al mismo tiempo, la inclusión del acompañamiento se había vinculado precisamente con los trastornos que le producía el no poder dormirse, tener dificultades para conciliar el sueño; al otro día no podía despertarse, claro, y llegaba tarde.
Fueron esenciales en este caso las reuniones periódicas donde participaba la analista de este paciente. Resultó que, a partir de las caminatas, los juegos de cartas, las charlas en esas circunstancias, el paciente manifestaba no tener las “interceptaciones” que habitualmente tenía, los “pensamientos malditos”. A su vez, la analista describió que algo del tedio, de un fuerte cansancio, era lo que transmitía este paciente, lo que la terapeuta “soporta”: soporte transferencial, difícil en casos como éste, a partir del cual no por casualidad se incluye el acompañamiento. El paciente hacía dormir a los otros, pero no lograba dormirse, generalmente por las “interceptaciones”. Como hipótesis: si transfiere algo de ese cansancio, puede empezar a dormir mejor, y esto parece enlazarse con el hecho de que el otro –digámoslo así, en algún sentido– duerma. Por otra parte, aunque se quedara dormido en horas de la mañana, el tiempo de acompañamiento empezó a marcar un límite a esa situación, acotó algo, dando lugar a señalar que la acompañante, aunque lo esperaba, no gozaba de esto. Probablemente la historia del paciente en relación con su madre haya tenido un papel fundamental en esto del dormir, del despertar, despertarse solo o ser despertado; son temas sobre los que tal vez se pueda trabajar en un momento posterior del tratamiento.
En cuanto al agobio de la acompañante reflejado como queja por las caminatas “sin rumbo”, el resultado del trabajo en equipo no fue tratar de establecer un rumbo (¿quien sabría decir cuál tiene que ser?), sino más bien sostener esa caminata, mantener esa charla, ese juego –al menos para el momento en que se encontraba el caso–. Esto es, se trataba de soportar algo de ese sin, precisamente para darle algún sentido, alguna orientación, a su función. Porque se advertía que el dispositivo construido tenía sus efectos terapéuticos.
* Supervisor del Equipo de Acompañamiento Terapéutico del Hospital de Día vespertino del Hospital T. Alvarez, GCBA. Coordinador de la pasantía de acompañamiento terapéutico en la Facultad de Psicología de la UBA.