Jueves, 8 de marzo de 2012 | Hoy
PSICOLOGíA › CLíNICA DE LA DEPENDENCIA HUMANA
Por Ricardo Rodulfo *
De entre las muchas valiosas ideas que nos legó el psicoanálisis clásico, una nos parece de valor inigualable para pensar los lazos de amor entre hijos y padres: el dolor de la dependencia; la violencia oscura de esta dependencia; lo insondable de esa afrenta de depender, esa afrenta que para muchos seres humanos significa percibir que no pueden evitarlo –y cuánto se odian y odian por eso–, lo no elaborable, por más esfuerzos que hagamos, de eso que es una condición y una posición existencial. Donald Winnicott, al final de un párrafo sobre la adquisición de la independencia, señala: “La independencia no existe” (El bebé y su madre). Tanto la dependencia como su admisión, el hacerla pública, causan una herida en la autoestima, y por esta vía comprendemos el papel relevante que en algunos períodos, por ejemplo la adolescencia, toma la fantasía de autogeneración, en la que no le debo al otro ni una identificación. Una dependencia subclínica, no visible, pareciera tolerarse, pero admitirla es humillante para muchos o para casi todos. Seguramente hay algo muy occidental en esto, teniendo en cuenta el peso de los ideales que exaltan el individualismo, la autonomía, la realización contra el prójimo, subrayada, como característica del capitalismo, por el penetrante análisis de Jessica Benjamin (en Los lazos de amor, esta autora deconstruye una red de motivos específicos del capitalismo y su penetración en el psicoanálisis como ideales u objetivos terapéuticos: hacer algo solo es más valorado que hacerlo con alguien).
La dependencia y la lucha por desconocerla y no querer saber nada de ella –vale decir, repudiarla– es una de las fuentes del odio, o por lo menos de una hostilidad integrante de la ambivalencia más ordinaria. Ese odio y esta hostilidad no son lo mismo, ya que el ímpetu destructivo del odio requiere un salto cualitativo respecto de la hostilidad corriente; ésta no excluye el querer a alguien, como sí lo excluye odiarlo. En las relaciones hostiles, el amor conserva cierto manejo de la situación, cierta cuota de poder para equilibrarla, que no tiene donde el odio campea genuinamente.
Un largo camino conduce de aquí a la alteridad. La dependencia es una forma esencial de experiencia del otro, y no habría que reduplicar en sistema teórico las teorías y concepciones más o menos espontáneas que la interpretan como un signo de debilidad y de desamparo; en verdad, surge a partir de una nueva potencia biológica en la evolución de las especies, que la hace relevo de una programación instintiva tan bien cerrada que no deja ningún espacio vacante para la categoría de la alteridad. Lejos de ser un indicador de debilidad, es la puerta por donde ingresan la capacidad para el aprendizaje y la plasticidad esencial de nuestra especie, comparada con las demás. Es seguro que una mariposa es más autónoma que nosotros: por eso mismo sus realizaciones se detienen a muy poco andar. Pero, precisamente porque el reconocimiento y la inscripción positiva de la alteridad no están garantizados por un dispositivo genético seguro, se multiplican los problemas. Como si dijéramos que hay quienes preferirían ser “instintivos” de cabo a rabo, antes que sentir la dependencia como deuda. El amor, si no es un mero epígono de la dependencia, tiene en ésta una de sus condiciones de posibilidad; la dependencia supone una apertura del sujeto que conecta con la posibilidad del amor.
También ocurre que, por la vía de ese conglomerado cuya cumbre es el odio, la dependencia enferme, degenerando en parasitismo. Es un largo error del psicoanálisis confundir la simbiosis, esa modalidad fundamental de la dependencia, con esta derivación patológica (creemos que esta confusión es otra consecuencia de la mala prensa que los ideales de autonomía e independencia irrestricta hacen de la simbiosis, a lo sumo tolerada como un estadio evolutivo lo más corto posible). La simbiosis beneficia a todos quienes la integran; el parasitismo, en principio, plantea una situación donde alguien crece a expensas de otro o de los otros. En última instancia, nadie se beneficia. Lo que nos hace comprender mejor los fenómenos parasitarios es su función e intencionalidad de dominio del otro y, más todavía, aspiración a dominar la alteridad misma, negándola como tal al poseerla. La dependencia duele. El parasitismo puede ser un analgésico relativamente eficaz.
Ahora bien: la posición del hijo está intensivamente expuesta a ese dolor, que, recordemos, es sobre todo dolor por el reconocimiento de la dependencia, por la insufrible sobrecarga que supone hacerse consciente de ella, de su magnitud, de sus ramificaciones. Durante bastante tiempo, el chico cree de verdad en la independencia de los grandes; cuando por fin descubre que dependen de él, goza maltratándolos. Sin descuidar el hecho de que esos grandes también suelen imaginarse independientes, o por lo menos más independientes que el hijo: la clínica no avala esto, de ninguna manera.
Y hay una larga historia, sin acontecimientos extraordinarios, perfectamente circunscripta a la cotidianidad, donde se acumulan en larga cadena –al estilo del “trauma acumulativo” descripto por Masud Khan en Alienación en las perversiones– multitud de pequeños resentimientos: ese grito destemplado de la madre cuando se la reclamaba; un reto que en apariencia no surte el menor efecto ni afecto; un tener que esperar; una falta de atención de la otra a lo que el pequeño le muestra tratando de interesarla; asistir a cómo cuida y mima a ese hermanito; tener que esperar y esperar; percibir que nos atiende pero con la cabeza –el deseo– puesta en otra cosa; ser devuelto por unas pocas palabras perentorias –brutalmente, para una sensibilidad en carne viva– a la posición de chico como no una persona “de verdad”, rechazada del universo de las personas en serio, los grandes; ser comparado con otro que sí se asemeja al ideal de ciertos deseos de la familia o a deseos privados de la mamá; ser, aunque sea levemente, humillado y maltratado, aunque sólo sea un poquito, por cosas de chico, torpezas de chico: mojar la cama, volcar un vaso, romper un objeto no sólo por desobediencia, sino por falta de madurez de la motricidad fina; que la madre cuente en público algo que era su secreto y debía permanecer como nuestro secreto; tener que esperar que la otra termine con algo y se digne atender la sufriente demanda... Y no terminaríamos nunca, porque la clínica siempre agregará un caso más. Pero todo este enjambre puede arder como la salmuera en una herida, por más insignificante que ésta fuere, y nos aclara los estallidos del niño en un momento u otro, su actitud de rebeldía oposicionista a cuanto la madre le indique, su aprender a darle trabajo y cansarla, agotarla, lo que no es poca venganza, pero la venganza nunca es la suficiente.
¿Cómo vengarse satisfactoriamente de la dependencia, que para colmo continúa intacta en lo esencial, por más paradas que haga el niño para disimularla? De estas naderías depende que no haya ninguna posibilidad de “ser” sin pasar por el “desfiladero de la demanda” –plástica imagen de Lacan–, ninguna posibilidad sin ser dependiente. Y el sentimiento más testimonial de la prolongada injuria de esta situación-condición es el rencor (o resentimiento) no aparente al principio pero que, años más tarde, aflorará con una dolorosa magnitud en ese trato ácido del hijo adulto al padre mayor: evocamos multitud de pequeñas escenas de falta de paciencia, de intolerancia vindicativa, de irritabilidad malhumorada ante toda limitación del más viejo, que parece análoga a la inmadurez del pequeño. O también ese rencor perpetuo que nunca acaba con las facturas del pasado, con el recuerdo de tantas injusticias que la “prueba de realidad” encontraría carentes de peso si existiese una tal prueba pretendidamente objetiva o realista.
El subtexto siempre remitiría a ese estado de no tener otro remedio que estar pendiente de; es tal estado el responsable de una mochila tan repleta de agravios de los que sigue manando el rencor. Y no pocas veces alguien va a parar a un geriátrico sólo por ese amargo fondo almacenado en el vínculo, haciéndose todo lo posible por despojarlo y, antes que nada, despojarlo de autonomía, una de cuyas condiciones indispensables en la vida adulta es cierta cuota de poder económico. El conjunto puede pensarse como uno de los tantos ejercicios de hacer activamente lo que se sufrió pasivamente. Y lo sufrido es, invariablemente –por detrás o por debajo de distintas reivindicaciones puntuales–, la dependencia. Ni acudiendo al llamado de ella con el cuidado y con el tacto más infinitos podría evitarse que, en un momento u otro, algo se escriba como rencor ofuscado.
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