SOCIEDAD › LA OSCURA RED DE ASESINATOS EN EL ROMPECABEZAS DE LAS BANDAS NARCO COLOMBIANAS

Un tendal en la guerra de los narcoparas

Los asesinatos de Héctor “Monoteto” Duque Ceballos y Jorge Alexánder Quintero Gartner, en Unicenter hace pocos días, son apenas la punta del iceberg de un mundo en el que bandas de paramilitares se disputan los gajos del imperio de los carteles de la droga.

 Por Katalina Vásquez Guzmán

Desde Medellín

Reinaldo Ríos fue descuartizado. Sus asesinos, los mismos que enviaron sicarios para acribillar a Monoteto, en Argentina, y a Job, en Medellín, usaron una motosierra para darle muerte. Fue asesinado junto a otros seis civiles en Yondó, un pueblito a trescientos kilómetros de Medellín, en las que se conocieron como masacres paramilitares a campesinos, que hacían parte de la siniestra estrategia de expansión de ese grupo ilegal en la década pasada por todo el país. Los otros dos asesinados, en cambio, eran también paramilitares y narcotraficantes, y son los muertos más sonados de la que sería la nueva etapa del movimiento “para” en Colombia, que se da por la nueva acomodación de rutas del narcotráfico y control territorial, y que ahora impacta también otros países de Latinoamérica.

De ese terror en el que son expertos los paramilitares desde hace tres décadas, cuando surgieron los primeros grupos de autodefensas para combatir la guerrilla, están llenas hoy las calles de Medellín. Lo que pasó en Buenos Aires es una muestra sencilla, aunque cruel, de la forma cómo se persiguen y asesinan los paras en esta ciudad, conocida mundialmente por ser la cuna del narcotraficante Pablo Escobar Gaviria, quien también tiene historia en la conformación de escuadrones paras. El grupo MAS (muerte a secuestradores) fue creado por él y otros capos en 1981 tras el secuestro, por parte del grupo insurgente M-19, de Marta Nieves, miembro de la familia Ochoa que integraba el Cartel de Medellín. El grupo tenía como fin proteger a los familiares de los narcos, pero también a la clase social adinerada, de las extorsiones y secuestros ejecutados por las distintas guerrillas como medio de financiación para su lucha.

Narcotráfico y paramilitarismo hicieron una alianza mortal desde que los grupos de autodefensa –que se ampararon en principio en leyes nacionales del año 1964– construyeron, además de la organización política, estructuras militares para cultivar y comercializar la cocaína colombiana. Muchos narcos, que no eran autodefensas pero que veían amenazado su negocio cuando la guerrilla empezó a usar la coca como bastión financiero, se aliaron con los primeros otorgando armas y mercenarios. Desde los años ochenta, asesinatos horribles como ahora el de Reinaldo Ríos fueron pan de cada día. Y los paramilitares cometían, por año, hasta cien masacres donde acribillaban y enterraban en fosas comunes a hombres, mujeres y niños. Lo hacían, a veces, a nombre de un proyecto político de acabar con la insurgencia. Métodos como el de la motosierra, aprendidos de mercenarios llegados de otros países para entrenarlos, como Yair Klein, delataban propósitos también mafiosos.

Por eso hoy no es raro ver cómo los paramilitares, a quien el presidente Alvaro Uribe les abrió las puertas para volver a la legalidad, sean los mismos narcos que ordenan muertes a diestra y siniestra para no perder el control o ganar nuevas rutas y tierras, en los negocios ilegales. El comercio de la cocaína es el principal de ellos y ha cobrado, en lo que va del año, más de 150 homicidios en Colombia y, ahora, en la Argentina.

Héctor Duque Ceballos, alias “Monoteto”, era el hombre de confianza y lugarteniente de “Macaco”, paramilitar extraditado a Estados Unidos junto a otros trece comandantes en mayo pasado. Las fuerzas oscuras del movimiento lo persiguieron, primero, en Venezuela y Brasil, y el 24 de julio pasado lo alcanzaron en el shopping Unicenter de Buenos Aires. El killer o los killers –aún no se precisa cuántos fueron– les dispararon con dos pistolas calibre 40 a él, a Jorge Alexánder Quintero Gartner y a Julián Andrés Jiménez Jaramillo. El último sobrevivió. Pero los primeros se sumaron a la lista de las bajas ordenadas por los mismos paras que se disputan el poder tras la extradición masiva a Norteamérica, como lo hizo Antonio López, alias “Job”. Este había regresado a Medellín dos días antes de su muerte, tras pasar varios meses en Bogotá en supuestas labores de la corporación que dirigía y que se encargaba de apoyar a los ex paramilitares que entregaron las armas, en el proceso de desmovilización iniciado en 2003, durante el primer gobierno de Alvaro Uribe. A la hora del almuerzo, cuando apenas trascurrían diez minutos de su llegada al lugar, dos hombres abrieron fuego contra Job.

Macaco, cuyo nombre real es Carlos Mario Jiménez, fue el primero en sonar como responsable de los crímenes. Que lo traicionaron y por eso merecieron la muerte, se dijo en principio. La de Job es una muerte vinculada, dijeron otros, a alias “Don Berna”, otro jefe para extraditado. El diario El Tiempo informó que quizá Job y un abogado cercano a Berna estaban polemizando por algunos bienes que, supuestamente, el comandante extraditado no entregó a la Justicia colombiana –como parte del acuerdo de los desmovilizados en el marco de la movida para volver a la legalidad–, o por documentos del grupo criminal que Job amenazaba con publicar. Nada de ello ha sido confirmado y, entre tanto, otra versión toma fuerza en las calles de Medellín y el país.

“Hasta hace seis meses los grupos paramilitares estaban unidos. Pero hoy hay una división, a raíz de la extradición a Estados Unidos. Cuando estaban en Colombia, los líderes lograron manejar todavía (desde las cárceles) los mandos medios de sus estructuras. Pero desde allá no tienen nada qué hacer, y ahora son esos mandos medios los que están en una puja”, le explicó a PáginaI12 el investigador Ariel Fernando Avila, coordinador del Observatorio del conflicto urbano de la Corporación Nuevo Arcoiris. Avila le dijo a este diario que no cree que Macaco haya ordenado las muertes de Monoteto y Job, pues aún antes de ser llevado a Estados Unidos estaba aislado en ultramar en un bote de la marina. “Creo, más bien, que son los hombres leales a Macaco los que están siendo exterminados”, aseguró.

Fieles o no a sus antiguos jefes, los hombres asesinados por cuentas de la disputa narcopara son cada vez más, especialmente en Medellín, donde hay más de cuatro mil ex combatientes de los bloques de autodefensa. El personero de esta ciudad (cargo semejante a la Defensoría del Pueblo), Jairo Herrán, le contó a PáginaI12 qué está pasando en el mundo criminal: “En este momento hay una coyuntura crítica. Los grupos armados ilegales diseñaron una estrategia aprendida de las viejas tesis marxistas leninistas que consiste en la combinación de las formas de lucha. Los grupos reinsertados están combinando la estrategia de lo político y lo militar. Eso se traduce en que ellos hacen un trabajo social en las comunidades, se insertan en organizaciones comunitarias, deportivas, barriales y toman el circuito económico del barrio. Y por otro lado, tienen el control de lo militar, manejan las bandas y grupos armados ilegales”.

Los grupos ilegales a los que se refiere Herrán empiezan a recibir nombres como reconstituidos, reconfigurados, de nuevo tipo, o “bacrim” (bandas criminales). Y están conformados por los paramilitares que se desmovilizaron pero siguieron delinquiendo, como son los comandantes extraditados. Avila, de la Corporación Arcoiris, explica que “ese primer grupo es llamado emergente y son aquellos que nacieron donde hubo una desmovilización. Un segundo grupo son los disidentes, es decir, quienes entraron al proceso de Justicia y Paz y se salieron. Otros son los rearmados, o sea aquellos que entraron al proceso de desmovilización y luego tomaron las armas de nuevo”.

Las Aguilas Negras son un ejemplo de ello. También las hay Blancas y Doradas, y comparten lista con el Ejército Antisubversivo de los Llanos, la Banda de los Nevados, y el grupo del Cacique Nutibara en Medellín, que fue el primer bloque de autodefensas en desmovilizarse y que hoy se hace llamar de la misma manera.

Daniel Barrera, alias “El Loco”, nunca se desmovilizó. A diferencia de los narcos que compraron, literalmente, bloques de autodefensa para aparecer como militantes políticos y acceder a los beneficios otorgados por Uribe (volver a la legalidad, recibir salarios y educación, y pagar tan sólo hasta ocho años de prisión por los crímenes cometidos aun cuando fueran de lesa humanidad), El Loco continuó su vida de mafioso. Hoy es el capo más importante del Centro y el Oriente del país, y es su organización la que se está quedando con las principales zonas de cultivo y rutas de la cocaína.

Otro capo, alias “Don Mario”, está peleando a sangre y fuego las estructuras y bandas de la Oficina de Envigado, grupo criminal que existe desde Pablo Escobar y opera aún en Medellín. Esta semana, en visita a esta ciudad, Uribe les ordenó a sus policías y militares acabar con la organización. “Tiene mi respaldo”, dijo. Sin embargo, no se refirió a la descomposición social que viven Medellín y Colombia como escenarios de disputa de organizaciones narcoparamilitares resultantes de, entre otras circunstancias históricas y políticas, un proceso de negociación con las autodefensas en el que muchos narcos se legalizaron y otros tantos que nunca entregaron armas aprovecharon las condiciones para armarse. Un informe del Ministerio de Defensa, en 2006, ya alertaba sobre lo que se vive hoy. Habla de 22 grupos paramilitares ilegales nuevos con 2500 hombres en armas.

“Después de los pactos de paz (con autodefensas) hay unas seis mil personas en armas según informes de inteligencia”, asegura el personero de Medellín, quien además resaltó que el origen del movimiento paramilitar tuvo gran fuerza en esa ciudad y el departamento de Antioquía, durante los años en que el presidente Uribe fue gobernador. Un decreto para conformar cooperativas de seguridad fue puesto en marcha por Uribe y así nacieron las Convivir, declaradas más tarde ilegales, pero que, como los narcoparas supuestamente desmovilizados, conservan sus estructuras. Tentáculos de esas mafias alcanzan a sus enemigos hasta el sur del continente y, como en el caso de la parapolítica, penetran las instituciones y organismos de seguridad para quedar en la impunidad. El de Reinaldo Ríos, como el de Monoteto y Job, son crímenes oscuros que las autoridades colombianas aún no pueden explicar. Los paras y los narcos tienen a Medellín en un clima de terror que pinta los días, cada vez más, del ambiente vivido durante la época de Escobar y los carteles. El terror que provocan referencias como las de la motosierra que descuartizó a Reinaldo Ríos es, ahora, también de exportación.

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Las nuevas rutas del narcotráfico y el control territorial abren una nueva etapa en el movimiento “para”.
 
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