Domingo, 29 de agosto de 2010 | Hoy
SOCIEDAD › LOS 33 MINEROS ATRAPADOS EN EL DESASTRE DE CHILE
A veinticuatro días del derrumbe en la mina San José, los mineros están desarrollando rutinas para no perder la cordura y la salud. Las preguntas que hacen desde 700 metros de profundidad, los líderes que encontraron y cómo cambió todo cuando una sonda logró barrenar hasta su refugio.
Por Emilio Ruchansky
Desde Copiapó
El 5 de agosto, los mineros bajaron a las 9.30 y fueron directo al refugio a dejar sus remeras. Los más precavidos habían ido con pantalones cortos para bancar el calor. Los camiones ya circulaban. Mario Gómez, el minero más viejo, que siempre llevaba la delantera en el retiro de mineral con su camión, ese día se quedó sin combustible. Su amigo Raúl Villegas se había abastecido la noche anterior e iba adelante porque no perdió tiempo en la recarga. Cuando se cruzaron a mitad de la mina, Villegas subiendo y Gómez bajando, hubo bromas y charla ventana a ventana.
Más adelante, cerca de la entrada, Villegas se lo cruzó a Franklin Lobos, el ex futbolista de Cobresal, que iba a buscar en un camión a los 32 mineros que trabajaban repartidos en dos fosas, a más de 600 metros de profundidad. Eran las 13.45, Villegas ya estaba cerca de la bocamina y vio por el espejo retrovisor que lo venía siguiendo una polvadera. Se estremeció. “Parecía un volcán en erupción”, describiría después. El cerro no crujía, como suele hacerlo cuando se viene un derrumbe. Avisó a Pedro Simunovic, el gerente de la mina, pero según Villegas el hombre no le creyó y minimizó el incidente, diciendo que sólo era una rampa que se había venido abajo, a lo sumo se habrían caído “unos planchones”, es decir, algunas rocas del techo. El derrumbe hizo que se cortara de inmediato la luz e inundó de polvo el espacio en el que quedaron atrapados los 33 mineros.
Ese fue el peor momento para Gómez, un hombre de 63 años con la jubilación en trámite, tres dedos perdidos cuando le explotó una dinamita y silicosis, una enfermedad provocada por la sobreexposición a la sílice cristalina que respira en las profundidades desde los 12.
Para ser más claros: tiene polvo en los pulmones. Se ahoga si corre, se queda sin aire después de conversar un rato. Cuando se vino el polvo, Gómez buscó en su bolsillo el inhalador y después de varios toques consiguió el aire para bajarse del camión. Más atrás venía Franklin. Esperaron cuatro horas hasta que se asentó el polvo, dieron vuelta las máquinas y encendieron las luces para ver cuán grave era el asunto. El derrumbe había sido en la zona central de la mina y ellos estaban atrapados en la parte norte, entre 300 y 700 metros de profundidad.
Había una sola posibilidad, salir por el ducto de ventilación principal. Cuando fueron hasta allí treparon por la escalera hasta que se dieron cuenta de que estaba inconclusa. Aún veían el cielo a 500 metros sobre sus cabezas. Intentaron trepar por el tubo directamente. Fue inútil. Dos días después, otro derrumbe terminó tapando esa chimenea y el aire, al no haber ventilación, empezó a enrarecerse como el ánimo de los 33 los mineros, que ahora sí estaban atrapados.
Era imposible, ya en ese momento, sacar las piedras que obstruían el camino. Se sabe que trataron de correrlas, de treparlas, pero no hubo caso. Gastar energía en un momento así, con la incertidumbre que reinaba entre los mineros, era contraproducente. Del otro lado de esas rocas, un grupo de rescate recorría los túneles para localizar el derrumbe y ver las posibilidades de introducir maquinaria pesada y sacarlos. Pese a los riesgos, evaluaron esta idea hasta el 15 de agosto, cuando cayó una enorme roca que selló el túnel. El colapso fue definitivo. Para ese día, el inhalador de Gómez ya estaba vacío.
Las discusiones sobre el liderazgo dentro de la mina son una muestra de la idiosincrasia propia de la minería. Para los trabajadores, los líderes son los más “antiguos” del grupo: Mario Gómez, Johnny “el Chino” Barrios –quien además es delegado gremial– y Pablo Rojas. Para las autoridades, en cambio, era Luis Urzúa, el jefe de turno que llegó a trabajar a la mina San José hace menos de 10 meses y fue quien estableció la rutina de supervivencia alimentaria del grupo. No todos los atrapados son mineros precarizados, además de Urzúa, que estaba haciendo “carrera” para ascender a un mejor puesto, hay también ingenieros electromecánicos y gerentes.
En el refugio, una de las pocas partes que tiene el techo contenido con gruesos alambres, había dos cajas de cartón con víveres. Desde el primer día, la rutina fue comer cada 48 horas dos cucharadas de jurel en lata, un pescado popular por su precio en Chile, y media taza de leche por cabeza. También se racionaron las galletitas y las latas de durazno en almíbar. ¿Hubo común acuerdo? Imposible saberlo, aunque en una de las cartas, que leyó el senador Baldo Prokurica, decía: “Imagínese lo que era repartirse esa comida entre 33 personas”.
Los mineros hicieron canaletas para contener el agua sucia que emana la perforadora Jumbo para enfriar los motores. La usaron para beber y asearse. Gómez, por suerte, encontró un tubo de oxígeno en el refugio, donde el calor se hizo insoportable. Durante las dos primeras semanas de encierro, se movieron entre los 700 metros de profundidad y los 300 donde estaba el refugio, aunque tenían para recorrer dos kilómetros de túneles. No sabían, tampoco lo saben ahora, si más arriba, cerca del taller donde se guardan neumáticos y barriles de aceite y petróleo, podría haber nuevos derrumbes.
El lugar fue divido en tres zonas. Una para dormir, sea sobre las camillas que había en el refugio o en los cartones que contenían las provisiones, otra para comer y una tercera para “las necesidades básicas”: el baño. Adentro quedaron, además de los vehículos de Barrios y Gómez, dos camionetas 4x4 y dos grúas. Sumado a los cascos, fueron estas máquinas las que proveyeron luz a los mineros atrapados, que con el paso del tiempo comenzaron a tener picazón en los ojos, por la tierra, y también diarrea porque el agua estancada no es apta para consumo humano.
El silencio reinó los primeros días. El más joven del grupo se convirtió en uno de los más fuertes. Es Jimmy Sánchez, de 19 años, fanático del reggaetón e hijo de mineros, a quien se vio sonriente en el video emitido el jueves. El boliviano Carlos Mamani, en cambio, es tal vez el más angustiado del grupo: hacía sólo dos semanas que estaba trabajando en la mina. Johnny Barrios, el que sabe de primeros auxilios, la pasa tan mal como Gómez, José Ojeda y Omar Raigadas: todos sufrieron de ahogamiento las dos primeras semanas.
Dormir y jugar al dominó con fichas de papel se transformaron en los principales pasatiempos. Entre los mineros, hay también un futuro best seller. Se llama Víctor Segovia, es amante de la música que toca el acordeón y la guitarra, y se puso a escribir una bitácora del encierro. El 17 de agosto los 33 titanes, como les dicen acá, oyeron los ruidos de una máquina perforadora. Ya no les quedaba comida. La alegría se desvaneció enseguida porque esa sonda se perdió en la inmensidad de la roca. En medio de la desesperación, algunos comieron corteza de pino de los pilares de las paredes. Dos días después, nuevamente oyeron el sonido de una excavadora, cuya sonda tampoco logró llegar a los túneles. Recién al otro día, vieron la mecha de la perforadora cerca del refugio. Gómez ató una carta a su esposa y un papel que ya fue estampado en miles de remeras: “Estamos bien en el refugio los 33”. Al rato, se colocó un tubo y varios se acercaron a golpearlo. Luego bajó una minicámara que filmó la cara enflaquecida de Jimmy Sánchez.
A esa altura, solo el 30 por ciento de los chilenos los daba por vivos.
“Estamos esperando que todo Chile haga fuerza para sacarnos de este infierno”, le dijo Mario Antonio Sepúlveda, el que dirigió el video de la mina difundido el jueves, al presidente Sebastián Piñera, quien lo atendió por teléfono desde su despacho en La Moneda. El mandatario le prometió que saldría antes de Navidad y también le contó: “Esta ha sido una noticia que ha impactado al mundo entero”. La conversación, registrada el 24 de agosto pasado, duró 20 minutos y disparó la preocupación dentro de la mina.
Más allá de los consejos de la NASA o del jefe de submarinos chilenos Ronald von der Weth para que los mineros hagan actividades recreativas y desarrollen una especie de rutina, abajo la preocupación y la ansiedad en algunos mineros parecen incontrolables. Luego de recibir la afectuosa carta de Angélica, su mujer, que fue previamente chequeada, como todas las cartas, por un grupo de psicólogos y psiquiatras, Edison Peña envió algunas preguntas incómodas a su esposa.
“Angélica: necesito que si puedes me respondas todas estas preguntas por favor: ¿qué te han dicho de nosotros? ¿Existe alguna máquina instalada o que se está instalando para nuestro rescate? ¿Cuál es el plazo que les han dado de posible fecha de salida de nosotros? ¿Parece que serán dos meses acá adentro o no? Averigua por favor”, escribió Peña. Incluso, le advirtió a su esposa: “Lo que es urgente, con la llave que te voy a mandar abre por favor mi casillero y saca mis pertenencias (mi celular, mi billetera, mis documentos)”. También le pidió que cobre su sueldo, pague el alquiler y guarde el resto del dinero para los tiempos venideros.
Darío Segovia también está preocupado por el tiempo: le pidió a su familia que se quede en el Campamento Esperanza y haga lo imposible para acelerar el rescate. Mientras tanto, los mineros toman cuatro litros de agua por día, comen sólidos y hacen abdominales tres veces al día, para mantenerse en forma. La “guata”, como le dicen acá a la panza, no puede superar los 90 centímetros. Es la única forma de que puedan ingresar por el tubo salvador, que hoy empezará a concretarse, cuando comience a funcionar la perforadora Raise Borer Strata 950.
Desde el exterior, les pidieron que se organicen en tres grupos de trabajo para que la rutina aleje, momentáneamente, las intrigas y la tristeza. Ahora, un grupo recibe y despacha los envíos diarios en solo cinco minutos y en otros cinco cargan la sonda para mandar sus cartas, la encuesta médica y las muestras de orina, entre otras cosas. Otros se ocupan de la higiene en la galería, revisan el estado de salud de sus compañeros y lo vuelcan en un parte médico. La última cuadrilla se encarga de la seguridad: detectan desprendimientos de rocas, fortifican el túnel y deben evitar que los mineros se alejen del grupo, físicamente hablando, claro. Por dentro, la cabeza de ellos ya se parece al laberinto sin salida en el que viven.
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