SOCIEDAD
El lugar de Mar del Plata donde se esconden los ricos y poderosos
No buscan luces ni flashes.
La playa privada La Reserva se alimenta de los que antes se iban al exterior y están dispuestos a pagar un alto precio por un espacio sin curiosos a la vista.
Por Alejandra Dandan
Desde Mar del Plata
Las mamparas de vidrio protegen del viento a las reposeras extendidas hacia el centro del balneario. Pero la mampara protectora no es una cadena de vidrios a secas, sino un solárium instalado de modo tal que quienes allí se recluyen consiguen cuatro o cinco grados de calor extra a cualquier hora del día. La Reserva funciona como el espacio tal vez más exclusivo de Mar del Plata. Allí no hay brillos ni luces al estilo del show-off pinamarense. Los que recalan se hacen dueños durante una temporada de un pequeño bañado de arena privado que les permite llegar directamente a la playa. La Reserva es el único sector privado de la costa que extiende sus dominios sobre el mar, y uno de los pocos balnearios locales donde los clientes estacionan los autos blindados en la puerta antes de peregrinar hacia la playa.
“Existe un recambio entre nuestros clientes”, dice ahora Eduardo Ferro, administrador de este podio del holding CCI-Concesiones y Construcciones de Infraestructura S.A. El recambio es parte del trasvasamiento que se ha producido en el resto de la costa, la recuperación de los viejos turistas, aquel público que solía establecerse fuera del país durante las temporadas de verano. “Los que están ahora, hasta el año pasado hacían turismo internacional; son empresarios en general los que nunca aparecen en las fotos.”
Estos personajes silenciosos no se hacen ver, no pasean con los autos, no aceptan cámaras de fotos, no caminan por las desmesuras del mar, no hablan. Pero hasta ahora tampoco estaban. Cuando los administradores de este balneario –que no es un balneario sino un club de playa, aclaran– intentan definir hipótesis sobre el entramado social de esta porción de turistas, comparan con los que llegaban el año pasado. En las últimas temporadas, dice Ferrer, lo que notábamos era que nuestros clientes de siempre estaban pero venían desinflándose. “Tal vez hacían un esfuerzo terrible para pagarse los toldos, pero a medida que pasaban los años vos los veías abandonar el restaurante por el snack y después el snack por la heladera de playa.” Este año los desinflados ya no están. La Reserva no bajó los precios para retenerlos, sino todo lo contrario. Los aumentó siguiendo las cotizaciones internacionales y mejoró los servicios para mantenerse fiel a ese mínimo vital y móvil con el que le basta. Las carpas el año pasado costaban 2.500 pesos por mes; este verano están a 3.400 pesos. Con la opción de alquileres, ofrecen una suerte de afiliación vitalicia al club de playa por 15 mil pesos.
Fuera de esa oficina, donde Ferrer está detenido ahora, ha quedado estacionado y a la espera uno de los remises del centro de Mar del Plata: “Jamás he visto pasar tanta calidad de auto en dos horas”, dice. Delante del remisero, bajo las galerías que conducen a la playa, esperan dos de los hombres indispensables. Quietos, de brazos cruzados, de remeras blancas, pantalones azules: seguridad privada. “¿Cómo va, coronel?”, saluda uno de ellos a uno de los clientes del barrio. Cuando el coronel desaparece, la zona queda despejada. Los dos hombres indispensables siguen ahí controlando distraídamente a los que ingresan. “¿Quiénes están adentro? -repregunta el mismo que ha saludado-. No sé, el senador Romá, más no te puedo decir, por seguridad sobre todo ¿se entiende?”
Esta parte de Mar del Plata es explotada por un holding donde aún siguen estando los Peralta Ramos. La Reserva cuenta con una extensión de playa donde han construido el único edificio con playa privada de todo el país, dicen aquí. El edificio cuenta con unas siete unidades, departamentos con dos y tres dormitorios, ventanales y salida al mar directa, sin obstáculos pero con, atención, guardavidas. “Porque lo que los ricos se olvidaron en Punta del Este -dice Ferrer- es justamente eso,se recluyeron, armaron sus caserones, se encerraron hasta olvidarse de los servicios, de algunos tan básicos como un guardavida, una ambulancia, algo que garantice la vida.”
Mientras tanto, sobre la playa caen pequeñas gotas. Algunos caminan hacia los vestuarios, otros buscan reposo en las terrazas, bajo el snack algunas mesas empiezan a colmarse. Ellas van con sombreros; otras, con niños, con carritos, empleadas. Ellos caminan, pasean, eligen andar sin los autos, sin custodia, para meterse en uno de los sitios donde alguien ofrece con los servicios de playa, las sombras y las cartas del chef, un seminario sobre artistas latinoamericanos, tragos o gastronomía. Todo al mismo precio, caro, pero de este lado de la frontera.