Sábado, 29 de enero de 2011 | Hoy
SOCIEDAD › PROYECCIONES AL AIRE LIBRE Y AL ATARDECER EN LA PLAYA DE OSTENDE
Un balneario que se vuelve sala cinematográfica cuando cae la tarde: la propuesta se llama Cinemar, está organizada por el Viejo Hotel Ostende y es abierta a toda la comunidad. Una cuidada selección de films, acompañada con bebidas, bocaditos y sandwiches.
Por Soledad Vallejos
Desde Ostende
Al fondo, la luz languidece en una línea finita, azul, y vuelve todo irreal. ¿Lo que está delante es el Atlántico? ¿El ruido son las olas, los pasos del chiquito que corre tras su globo por un París empobrecido? ¿Es el grupo de niñas sentadas a unos metros, cuyos ruidos pueden ser risa o llanto, cuando en la pantalla irrumpe la codicia de una pandilla de chicos en pantalones cortos? Quizá sea un poco todo, y también el rumor de la última fila, barullera como en un colegio. Claro que en estos revoltosos podrían sospecharse motivos más estratégicos y menos rebeldes: justo detrás aguardan la barra, las bebidas, los bocaditos y sandwiches que acompañan la proyección en la playa. Así son las noches del Cinemar organizado por el Viejo Hotel Ostende y abierto a la comunidad, esas horas durante las cuales un balneario se vuelve sala, y una selección amorosa de films, ocasión de cinefilia con los pies en la arena.
Cuando cae la tarde, hay que atravesar un caminito bordeado por arbustos de un verde muy intenso. El final desemboca en lo alto de una escalerita de madera; hay que detenerse un segundo allí y retener el aliento ante la contundencia de lo simple. Bajo la luz de farolitos chinos, unos tramos de madera se adentran en la playa, por la zona de carpas. En algún momento cruzará Lulú, la perra negra cuyo collar habitualmente salpicado por estrellas hoy, en homenaje a la proyección, fue retocado con un tul coloradísimo, que le da cierto aire de mascota hollywoodense. Un poco más allá, señoras, señores, niños, niñas, ven pasar los primeros títulos de un superclásico francés de posguerra, El globo rojo.
La pantalla se recorta sobre el fondo del mar. Sólo va volviéndose real con el correr de los minutos, la llegada de la noche por ahora sin estrellas, sin luna, sin más que el último resplandor del día. Casi parecía imposible hace un rato. Porque es “muy tímida”, Roxana Salpeter, anfitriona de la noche y señora menuda de pelo colorado que va y viene entre caminos y faroles chinos, hace un rato se volvió autoritaria. Desde un rincón, convocó a uno de los huéspedes –a la sazón guionista de tv y amigo de ella–, le entregó un megáfono y lo conminó a enfrentar el desafío; así supieron las algo más de doscientas personas que la noche, oficialmente, había comenzado para la función.
De las doscientas sillas blancas asciende una nubecita de regocijo, alguna risa ante los percances del chico, pero especialmente frente a los retratos severos del mundo de los adultos. Los más risueños, curiosamente, parecen ser quienes ya pasaron por la experiencia de dejarse llevar por este corto alguna vez en la vida. Los chicos permanecen expectantes, en silencio ante un mundo que transcurrió hace más de cincuenta años y que, aun siendo tan otro (apenas hablado, con tiempos pausados, sin estrépitos), los mantiene en vilo. Un nenito que no tendrá más de seis, siete años, se levanta de su silla hechizado: sin sacar los ojos de la pantalla un segundo, casi sin respirar, avanza por la arena hacia la barra, atropella suavecito a una señora que acaba de llegar, pide su vaso de gaseosa, regresa victorioso a su asiento. En ningún momento de la travesía soltó el globo colorado que le tocó en suerte cuando se repartieron, al comenzar la velada.
Poco después, ya en plena oscuridad, la pantalla dejó los colores; en blanco y negro agudos, comenzaba La dama desaparece en la versión inglesa que Hitchcock rodó antes de hacer capote en Holly-
wood. No corre viento. Aun con las estrellas titilando en el techo de la sala natural, el mar sólo puede adivinarse por el rumor persistente que acompaña la trama de intrigas, las vías del tren, las muertes celebradas a carcajadas por niños que, en la teatralidad del cine de los ’30, ven los códigos del humor aprendido en los dibujos animados. A un lado del auditorio, entre las sillas desperdigadas al abrigo de las carpas, corre un rumor: “está saliendo la luna”. Una a una, las personas sentadas allí van levantándose en silencio, con sigilo, casi en secreto. En el horizonte se dibuja un disco anaranjado; crece intensamente, con velocidad. “¡Y no traje la cámara!”, rezonga una señora de setenta largos y pasión por documentarlo todo. “Qué pena que no la traje, mirá qué lindo.” Por el borde de la playa cruzan luces: algún cuatriciclo, alguna persona con linterna para no perderse tanto.
Esta noche, señala la anfitriona Salpeter, “no hay noctilucas”, la fluorescencia que a veces vuelve todavía más irreal la orilla del mar en las noches, que llega en la espuma de las olas y puede quedar en la costa. Cuando el agua las deposita sobre la arena, las noctilucas permanecen como en reposo, esperando. “Si vas y pasás el pie rápido, rápido, se encienden.. Tal vez la próxima noche de Cinemar, ya en febrero pero también abierta a la comunidad, las fluorescencias estén esperando a los paseantes para jugar.
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