SOCIEDAD › UNA MUESTRA SOBRE LAS VACACIONES DE LOS ARGENTINOS DE HACE UN SIGLO
Desde estas hermosas playas
Trajes de baño del cuello a las rodillas. Vacaciones de dos o tres meses. Viajes que exigían contratar empresas para mudar tanto equipaje. El Museo de la Ciudad desnuda en fotos y objetos los veraneos de la casta pudiente del 1900.
Por Karina Micheletto
“Artículo 1: Es prohibido bañarse desnudo. Artículo 2: El traje de baño reglamentario es todo aquel que cubra desde el cuello hasta las rodillas. Artículo 3: En las tres playas conocidas por del Puerto, de la Iglesia y de la Gruta, no podrán bañarse los hombres mezclados con las señoras, a no ser que tuvieran familia o lo hicieran acompañados de ellas”, sentencia el Primer Reglamento de Baños de Mar del Plata, dictado en 1888 por el subprefecto Hilario Rubio Medina. El texto también deja en claro que los señores no deben acercarse más de 30 metros a las señoras durante el baño, usar largavistas o permanecer en la orilla mientras ellas se bañan, entre otras peligrosas iniciativas. Aunque Fernando Fagnani, quien recoge este texto en su reciente libro La ciudad más querida. Mar del plata. Desde sus orígenes hasta hoy, advierte que el código debió ser una excesiva precaución en un momento en que algunos aún no veían bien la práctica del baño en el mar (será recién en 1910 cuando la gente comience a entrar masivamente al agua), su contenido da una idea de los usos y costumbres de quienes llegaban a la costa cien años atrás: mucha ropa, recato y etiqueta para un lugar que pretendía ser la Biarritz argentina. En la muestra Cómo y adónde viajaban los porteños, que se expone en el Museo de la Ciudad (Defensa 219) hasta el 20 de abril, es posible tener una idea más acabada de cómo eran estos usos y costumbres vinculados al ocio a principios del siglo pasado y fines del XIX, a través de una importante selección de fotografías y objetos que retratan cómo eran los que podían viajaban por el país y el mundo.
La muestra, con entrada a un peso y los miércoles gratis, es un recorrido por los principales puntos turísticos elegidos por los porteños de entonces: las sierras cordobesas, las aguas termales (Termas de Carhué, Cacheuta en Mendoza, Rosario de la Frontera en Salta), los puntos europeos y, por supuesto, la playa, que ocupa un lugar especial en la exposición. El museo invita a los visitantes a sacarse los zapatos, ingresar en una sala con piso de arena, volver a los años de infancia y jugar con baldecitos y palitas de metal y madera, o tomarse de una gruesa soga como la que en la Bristol de principios de siglo ayudaba a los bañistas a internarse en la bravura del mar. En pocos minutos, es posible transportarse a una Mar del Plata glamorosa, pensada como refugio estival de una elite que hacía lo imposible por parecer aristocrática, a las construcciones grandilocuentes copiadas de Europa, a las primitivas ramblas de madera en las que se paseaba la crème enfundada en el último grito de la moda y se sellaban parejas con futuros hijos de doble apellido. Las fotos muestran arquitecturas pioneras como el Bristol Hotel o el viejo Saint James, en la actual playa Varese, rodeados de un paisaje extraño para el ojo contemporáneo: médanos, dunas, arena y más arena apenas salpicada por algunas construcciones en pleno centro marplatense.
La exposición de sombrillas para playa que imponía la moda de la época –muchas con diseños japoneses– y de trajes de baño completa el panorama. Los modelos, que sólo dejan ver brazos y pantorrillas, se van acortando con el paso de las temporadas, pero a cambio exigen salidas de baño de toalla, y así posan en la arena sonrientes grupos de bañistas, con un look que hoy usarían para salir de sus duchas. Algunas fotos dejan ver, hacia el fondo de la toma, un exotismo de principios del siglo pasado: pequeñas cabinas de vestuario, con ruedas, para que las damas enfundadas en trajes de baño sean transportadas hasta la orilla del mar. Un corto viaje en beneficio del pudor femenino, acorde a las exigencias del subprefecto Medina.
La muestra también se detiene en otras playas, como Pinamar, Villa Gesell y Ostende (el más antiguo de estos balnearios, que sobrevivió hasta que la arena tapó su rambla), presentados por las publicidades de la época como lugares agrestes y solitarios. Y en las playas uruguayas, como Carrasco, Piriápolis y la playa Pocitos (por entonces un pueblo y no un barrio de Montevideo), que recibían el mayor flujo de porteños hasta que surgió Punta del Este como lugar de veraneo. En varias postales de época pueden verse a los viajeros en elegantes vapores rumbo a Montevideo, como el “Nicolás Mihanovich”, saludando felices a bordo, degustando los platos del comedor, o en el puerto, rodeados de cantidad de baúles. “El concepto de viaje era muy diferente. Las familias solían viajar por dos o tres meses, y no se concebía la idea de viajar sin una cantidad importante de trajes y sombreros, aunque estuvieran yendo a Chilecito en pleno enero. Había que encontrar la forma de transportar todo eso”, explica el arquitecto José María Peña, director del Museo y organizador de la muestra. “Uno de los baúles que tenemos expuesto es prestado. Fui a buscarlo personalmente, y a las pocas cuadras tuve que tomar un taxi. No era de los grandes, pero tenía armazón de metal, y era imposible cargarlo. ¿Cómo transportaban tanto peso? Así surgieron empresas de mudanzas dedicadas exclusivamente a mover los bultos de las vacaciones”, relata Peña. Los baúles expuestos, uno de ellos de más de un metro cuarenta de alto, o los “necessaire” con cientos de adminículos para el aseo personal durante la travesía, dan una idea del volumen de carga necesario en la época para ir a descansar.
También están los destinos más arriesgados, que invitan a un viaje de exotismo y misterio: en una publicidad de 1922, la compañía de vapores “Cap Polonio” ofrecía cruceros a Tierra del Fuego, con lujosos camarotes, fiestas y comilonas de primera clase a bordo. Claro que el lujo de entonces tenía sus bemoles. Una bacinilla del vapor “Nicolás Mihanovich”, con una extensión para sujetarlo de la pared y evitar el vaivén de las olas, ilustra sobre las dificultades que había que sortear para ir de cuerpo a bordo.
El valor de la moneda argentina se mantiene como un indicador básico del rumbo del turismo a través de los años y, claro está, la muestra no elude la Europa a la que los paseantes de principios del XX podían acceder por largas temporadas gracias al peso fuerte local. Es el momento de la “vaca atada” al barco para abastecer de leche fresca y nacional a los párvulos oligarcas en alta mar (una anécdota que el arquitecto Peña considera inexacta y exagerada, ya que sólo hay documentado un caso de fanatismo holando-argentino semejante). “Lindas mujeres, me gustan todas. 29-2-1904”, puede leerse sobre una foto de cocots coloreadas a las que apenas se les adivinan blancas desnudeces en las piernas. El recorrido parisino incluía los mismos iconos en los que aún hoy cualquier viajero debe detenerse y, por supuesto, el Folies Bergere. Tampoco ha variado mucho la estética barroca de los recuerdos caracoleros de las playas –todo un género en sí mismo, que alguna vez alguien tendrá que estudiar– ni la medallita o la miniatura de rigor en símbolos como la Torre Eiffel o la de Pisa. “Aquí estamos todos muy bien, papá un poco resfriado. París es una maravilla; hemos ido al Louvre y al Arco de Triunfo, mañana iremos a las galerías Lafayette...” dice una vieja postal. Palabras más, palabras menos, el contenido de las líneas escritas desde los lugares de veraneo describe, como ahora, que ya se vio lo que se pensaba ir a ver. Como si el trabajo del viajero, desde que la modernidad lo inventó, consistiera en ir tachando puntos obligados para después contar que se ha estado ahí.