EL PAíS › OPINION

La metáfora de “Guernica”

 Por Miguel Bonasso

Es un fenómeno conocido: muchas veces el asesino serial teme más a la representación artística de sus atrocidades que a las acusaciones directas. Intuye que una metáfora moviliza más conciencias que un expediente acusatorio. Que la metáfora salta sobre escamoteos y eufemismos hasta dar con la imagen o la palabra que mejor expresa al crimen y lo singulariza para siempre. En ocasiones, el verdugo es incapaz de verbalizar la ejecución que ha perpetrado o está por perpetrar, como si la palabra y no la acción fuera la que viola la ley mosaica. Lo que explica esas torpes excusas que los policías bonaerenses esgrimían ante los prisioneros que estaban por fusilar en los basurales y Rodolfo Walsh registra con maestría en Operación Masacre.
Ahora, al borde de una de las guerras más anunciadas de la historia contemporánea, le ha tocado el turno al Guernica: una piadosa cortina azul cubre el tapiz que reproduce el cuadro de Picasso en el pasillo que conduce al Consejo de Seguridad de la ONU. En este pasillo (lobby, como se dice en inglés) se ha colocado un micrófono donde embajadores y cancilleres formulan declaraciones a la prensa. Allí habló el secretario de Estado norteamericano Colin Powell, allí habla y hablará el embajador de Estados Unidos, John Dimitri Negroponte.
Es curioso: Powell ha sido comandante de las fuerzas armadas de Estados Unidos durante la Guerra del Golfo en 1990 y Negroponte diplomático de su país en la Centroamérica convulsa de los setenta y ochenta. Sus respectivas misiones, entonces y ahora, han significado muchas muertes en Irak, en El Salvador, en la frontera entre Nicaragua y Honduras. Alguna vez habrán visto –es de imaginar– las fotos del refugio de Bagdad, donde se mezclaron los cuerpos de las madres y sus hijos. O el estado en que aparecían los cadáveres en San Salvador, después de pasar por las manos de los Escuadrones de la Muerte, adiestrados por “asesores” estadounidenses.
Pero, a pesar de su dilatada experiencia en las consecuencias de sus guerras, no se sienten capaces de hablar bajo el rectángulo de tres metros de alto por siete de largo donde el caballo enloquecido relincha bajo una lamparilla eléctrica; el cadáver de boca abierta mira el cielo sin ver; la madre carga a su niño muerto y aúlla al cielo negro por donde llegó la blitzkrieg y el toro observa la escena con el dolor y la impotencia de un humano. Las piezas del caos que Pablo Picasso reunió en la obra paradigmática de los horrores del siglo veinte. Es imposible explicar con asepsia diplomática por qué la guerra es inevitable teniendo a la espalda una de las obras que mejor retrata sus “efectos no deseados”.
Como un revelador fotográfico, el incómodo cuadro de Picasso acaba con la retórica y saca a la luz lo que se esconde detrás del discurso “antidictatorial” y “democrático”, que es la índole fascista de toda actitud belicista. Aunque esconda bajo las bellas palabras de siempre la voluntad de apoderarse de los recursos ajenos (el petróleo, en este caso) y la falta de escrúpulos para hacerlo. La actualidad del cuadro deriva, en gran medida, de la identidad de propósitos y métodos que une estas vísperas de guerra contra Irak con el bombardeo de la ciudad vasca perpetrado por la aviación nazi el 26 de abril de 1937.
Entonces como ahora, una potencia militar imperialista decidió probar armas y tácticas sobre un pueblo indefenso. El ataque contra Gernika, como se la denomina originalmente en idioma euskera, fue un anticipo de lo que la Luftwaffe de Hermann Goering realizaría después contra otras ciudades durante la Segunda Guerra Mundial. Fue el prólogo, el ensayo de la agresión a mansalva.
El bombardeo fue perpetrado por el gobierno nazi de Adolfo Hitler, en apoyo de las tropas sediciosas que encabezaba el general Francisco Franco y en contra del gobierno legítimo y popular de la República. Gernika fue destruida y murieron más de dos mil quinientos civiles. Pero el ataque solapado, sorpresivo, realizado sin que mediara ninguna declaración deguerra, estaba destinado a proyectarse como símbolo universal de la guerra, gracias en gran medida a la formidable intuición de Picasso.
El blanco de los fascistas no había sido escogido al azar: la población, ubicada al nordeste de Bilbao, fue la capital del antiguo señorío de Vizcaya y símbolo de las libertades del pueblo vasco. Allí, a la sombra de su famoso roble (Guernikako arbola), los consejos locales (batzarraks) se reunían para estudiar e implementar planes de defensa. Allí también los distintos reyes que se sucedieron en España juraron respetar una y otra vez los fueros de Euzkadi, en reiteradas ceremonias que se iniciaron en la Edad Media y se prolongaron hasta el siglo XIX. Guernica, que sobrevivió al furor de las guerras carlistas, fue bombardeada sorpresivamente por la aviación alemana en un día común, mientras funcionaba a pleno su mercado. De allí esa confusión de hombres y bestias aterrorizadas por la metralla y las bombas que plasmó Picasso y recreó cinematográficamente Emir Kusturica en Underground, otra genial metáfora, esta vez sobre la guerra que desmembró a Yugoslavia.
Gernika, Belgrado, Bagdad, nombres del horror. Sólo varían las circunstancias externas: la “inteligencia” de las armas modernas frente a la tosquedad de los antiguos aeroplanos, la ideología “liberal” frente a la “nacionalsocialista”, el idioma con el que gimen las víctimas, el color de su piel, la dulzura o la aspereza del paisaje que los rodea en el momento de sufrir la degradación del terror, de olfatear la muerte, junto al caballo y el toro, bajo la luz oscilante y cadavérica de la lamparita eléctrica.

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