SOCIEDAD

Relatos de mujeres embarazadas que pelearon contra la inundación

Entre los 80.000 evacuados de Santa Fe, hay 325 mujeres embarazadas que lograron ponerse a salvo de la crecida. Cuentan cómo se salvaron nadando y se afligen por la incertidumbre del futuro.

 Por Carlos Rodríguez

Algunas de ellas tienen un vago recuerdo del poema de Miguel Hernández, pero todas tienen conciencia –el cuerpo y la situación se los recuerdan a cada rato– que menos el vientre que se les ha ensanchado, todo es confuso, inseguro y turbio como las aguas. Gisela Martínez, de 26, con casi seis meses de embarazo, tuvo que salir nadando del barrio San Lorenzo. Cecilia Tomarelli, a los 22, está a menos de un mes de dar a luz y se siente en la oscuridad: “Con mi marido no sabemos qué va a pasar, adónde podemos ir”. Nélida C., de apenas 15, trata de actuar como la persona adulta que se apresuró a ser y sus pensamientos, mientras se acaricia la panza de cinco meses con las dos manos, vuelan hacia la prematura nostalgia de una “casita que era nueva” y que el agua destrozó. Como una muestra más de la impiedad del río Salado, que todo lo arrasó, mezcladas con los 80.000 evacuados, hay 325 embarazadas que salvaron las dos vidas que encierran en un solo cuerpo, pero sienten que en algún lugar se les extravió el alma.
Silvia, simplemente Silvia, a los 30 afronta el sexto mes del sexto embarazo. Sus cinco chicos y el vientre abultado son sus únicas compañías, ya que no tiene pareja que la acompañe. “Ya es feo estar sola, pero estar sola, con cinco chicos, una panza y nada de casa ni de muebles es mucho.” En los primeros días, desde que vino la inundación, Silvia sólo pensaba “en los seis chicos” y después en ella, porque “tenía que ser fuerte para salir”. Ahora, las 24 horas del día le parecen interminables y hasta reniega del trato diferencial que recibe en el centro de evacuados. “Aunque los médicos me dicen que estoy bien, que no pasó nada, tengo mucho miedo por mi bebé. Me parece que todo lo que vivimos le puede hacer mal y no veo la hora de que nazca.”
María Ramírez tiene 18 años y le queda un mes para tener a su segundo hijo. Al primero, que tiene 15 meses, no lo puede dejar solo ni un minuto. “Está mal, tiene miedo, me busca todo el tiempo.” Ella vivía en una zona del barrio Centenario que quedó bajo las aguas. Salió acompañada por su marido, con el agua por encima de la cintura, sintiendo que tenía “un salvavidas que me hacía flotar, pero que me impedía avanzar rápido”. Durante seis días, en medio de la confusión generalizada, no tuvo ningún dato sobre el paradero de sus padres y hermanos. “Parecía que al nene lo tenía acá”, dice mientras se pone las dos manos sobre la garganta.
María se queja porque el agua le llevó “todas las cosas que tenía para el bebé”. Se quedaron sin cuna –había sido del primer chico–, sin andador, sin el cochecito, sin los recuerdos del primogénito. “A las fotos de Nahuel no las encontramos; volvimos a la casa a buscarlas pero no hay nada y lo que está no sirve.” María cierra los ojos, como si quisiera dejar en blanco su memoria. “Estaba sola y agarré a mi hijo para sacarlo de ahí. En el camino pasó una lancha (a ella el agua le tocaba el pecho y eso que iba caminando por una vereda alta) y me pidieron al nene. Se los iba a dar para que lo saquen rápido, pero me dio más miedo; suerte que yo lo pude salvar”. Llorando, “escupiendo mocos”, pudo llegar a la parte alta. Todavía tiene pesadillas con el caso de la mamá que perdió a su hijo de 21 días.
Gisela Martínez tiene ante sus ojos el panorama similar de un recuerdo que lastima. “A los dos chicos (tienen 3 y 4 años) los subí a una canoa que estaba saliendo y yo me tiré al agua porque sé nadar muy bien. Pero una cosa es la pileta y otra una calle que parecía un río. Tuve que nadar dos cuadras enteras y a cada rato me decía que tenía que tener coraje, que tenía que estar tranquila. Por mi bebé, por mi bebé.” Gisela llora “como una tonta”, según ella, cada vez que cuenta lo que tuvo que vivir. En el último tramo, exhausta, se prendió a uno de las laterales de otra canoa ypudo recuperar el aliento que necesitaba. Las canoas estaban llenas de chicos y de otras mujeres “que no sabían nadar”.
Nélida C., a los 15 años, lleva cargada la mochila de su breve historia. Con su novio, que trabaja en un bar, se habían levantado una casita en los fondos de la casa de sus padres. Es un embarazo “de apuro”, como ella lo define, pero “todo estaba bien y a la casa le faltaba poner una parte del techo”. Dice que todavía tienen un poco de agua porque ella vive en el barrio Santa Rosa de Lima y que, al menos por ahora, prefiere “no ir a ver nada porque tengo que pensar en esto (se toco la panza) y en el centro de evacuados me atienden bien”.
Cecilia Tomarelli está de ocho meses y vive con su pareja, Eduardo, en una carpa que está cerca del Hospital de Niños. Se fueron ahí porque en la escuela en la que estaban “había mucha gente y era imposible tener un lugar tranquilo”. Tienen una hija de 4 años y un futuro que es un gran interrogante: “¿Cómo vamos a hacer para olvidar lo que nos pasó?”. Marcela, voluntaria del Colegio de Psicólogos, asistió a una mujer de 28 años, con cuatro hijos, obligada por su marido a regresar a su casa, todavía inundada. “Ella volvió sola al centro, sin explicaciones, poniéndole el cuerpo a todo y trabajando para los demás. Hay mil historias que destapó el agua.” Y que pueden ser tan tristes como las que tapó.

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Algunas se salvaron nadando, otras caminando en medio de la corriente, con el agua hasta el pecho.
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