Lunes, 10 de septiembre de 2012 | Hoy
SOCIEDAD › UNA MULTITUD REUNIDA PARA VER A RAVI SHANKAR
El fenómeno del Sri Sri Ravi Shankar reunió una multitud de los sectores más disímiles. Una crónica de la visita del “maestro” entre ejercicios de respiración, reflexión y ganas de tocarlo a él.
Por Soledad Vallejos
Dijo Guruyi: “Todos queremos una sociedad libre de vilonsa, ¿verdad?”. Y cien mil personas gritaron “¡síííííí!”, después de haber reprimido apenas una risita de ternura. Entonces Guruyi siguió:
–Queremos paz interior y prospidad exterior –una nube de risitas, ahora sí, subía desde el mar de gente que cubría el césped de Palermo. Sobre el escenario, también moría de amor Beatriz Goyoaga, la discípula que oficiaba de intérprete cada tanto–. La paz es posible cuando hay prospidad. Y la prospidad sólo es posible cuando hay paz. Entonces, necesitas paz exterior y bienestar interior.
Aplausos. En las tierras detrás del hipódromo, el sol caía tibio cuando promediaba la tarde y Sri Sri Ravi Shankar prologaba con algunas enseñanzas lo que sería la parte argentina de “El planeta medita”, la “meditación masiva más grande del mundo”. Al mismo tiempo que las cien mil almas lo hicieran en Palermo, otro número indefinido respiraría al unísono en “300 ciudades de todo el mundo”. Por eso, desde la mañana se habían concentrado quinceañeras, familias en plan dominguero, treintañeros fascinados con las técnicas respiratorias de Shankar, jubilados pizpiretos, naturistas, veganos y todo un mundo de gente –literalmente– que acudía presto a pasar su día de picnic con meditación guiada.
Por Figueroa Alcorta, por Dorrego, el movimiento era incesante: una procesión laica en joggineta; en lo posible, blanca. O color crema. De ninguna manera el negro era el color del día. Como en oleadas, veinteañeras llegadas desde el sur bajaban en malón alegre de colectivos impedidos de avanzar más allá de Dorrego; cuando eso no pasaba, de autos estacionados donde los dejaba la suerte emergían familias enteras provistas para un camping instantáneo; o se adivinaba la llegada constante de pequeñas multitudes desde Libertador. ¿Cómo se podía saber? Por el rumor, por el murmullo que cada tres palabras mentaba “shri”, se preguntaba por la hora del momento cumbre o refería el rol social de la meditación (“he oído críticas como que por qué Macri los obliga a los docentes a meditar. Pero si está bien, ¡es buenísimo!”). También, por las colchonetas de yoga, las vinchas de colores terminadas en antenitas, las remeras de la Fundación El Arte de Vivir (EAV), alma mater de la jornada, o el entusiasmo con que alguien corría hacia una ronda para practicar posturas de yoga.
Corría una brisita y eso atenuaba el calor del sol. Pero entre los más de treinta puestos que rodeaban una plaza improvisada importaba poco y nada. Era mediodía, y donde no había mediado canasta o bolsito de picnic casero, llegaba el menú deliberadamente sano de los gazebos –claro– blancos como la nieve. Rolls de sushi, frutas orgánicas, slow food de lugares ad hoc, mucha marca referida a la naturaleza, a la simpleza, a la vida sin contaminación ni estrés: a mayor referencia al verde y la vida sana, mayor era la fila; 10, 15, 20, 25 pesos y el infinito podían ser el límite. También se podía optar por alguna muy poco naturista hamburguesa al paso de 15 pesos que, según Jorge, un vendedor de agua mineral, salía “a lo loco” por algo más que evidente, que explicaba sin usar palabras y limitándose a señalar el cielo de un turquesa intenso. Un poco más profundo era el azul de las remeras (módicos 50 pesos) que ostentaban la caricatura de un anciano barbado y la leyenda “jai gurudev”. “Quiere decir ‘saludo lo más hermoso que hay en ti’. O ‘saludo al gurú en vos’”, explicaba una chica que hace unos días terminó su primer curso de respiración en EAV.
Sobre el césped, entre las filas, mantitas como manchas de un acolchado de patchwork sin terminar. Sobre algunas, quienes dormían al sol, sobre otras, quienes daban cuenta de alguna ensalada pura raw food, o charlaban, o ensayaban rutinas acrobáticas. El asombro, si existía, se disimulaba. Tal vez porque un poco más allá, en una suerte de corralito organizado a fuerza de rodear árboles con guirnaldas de corazones y cintas con papeles de colores, una ronda ensayaba posiciones difíciles de yoga. Desde el otro lado de la calle convertida en correntada humana, llegaban los sonidos del escenario. “La vida es un juego. Tenemos un país hermoso”, arengaba uno de los músicos de Indra, en una previa que la banda venía calentando con mantras en plan pop, porque el mantra permite que “la mente, que por lo general se enrosca, esté en calma. Y eso tiene un poder superpoderoso”.
Las tres de la tarde y el Guruyi sin aparecer. El cantante de Indra explicaba que su tarea no había sido más que obediencia al líder espiritual, que le había pedido que volviera “pop los mantras”. Señores, señoras, niños, todos bailaban y un rato después cantaban “Himno de mi corazón”, mientras se agitaban banderas hechas a mano sobre telas de “Santa Fe respira” o “San Juan” y decenas de manitos estampadas con pinturas de colores, o la procesión iba llegando, de a poco, pero con ansiedad, a encontrar lugares donde detenerse a la espera de él. El Guruyi.
Tres pantallas led replicaban videos con “una historia de inspiración” (“Plim Plim”, la serie animada desarrollada a partir de “enseñanzas de Sri Sri”), y después Juan Mora y Araujo, pilar argentino del EAV junto con la española Beatriz Goyoaga (“de encajes porque es fiesta”), explicaba que esas flores de loto inmensas en medio del terreno eran para que cada uno dejara “el mensaje de paz” contando “qué valor quieren” para el mundo. A la “historia de servicio” de los cursos de respiración y meditación en cárceles, y la presencia de dos pupilos de esas enseñanzas y su maestro, siguió una lección de “respiración profunda”. Y con cien mil pares de pulmones bien despiertos, de pie en el escenario blanco, ante el sillón ídem, la pantalla escoltada por cisnes de colores, Goyoaga dijo las palabras mágicas: “Sri Sri Ravi Shankar”.
De pie, entre aplausos, a los gritos bajo el sol de domingo, la multitud recibió a un hombre pequeño en túnica blanca y pelo renegrido al viento. El hombre llevaba gafas espejadas. Hizo su entrada lentamente, con las manos en alto, pura sonrisa. La multitud levantaba los brazos. Como haciendo magia, Shankar materializó un smartphone y avanzó los cincuenta metros de pasarela forrada de blanco: público adentro, de a ratos saludaba y de a ratos grababa. Cuando terminó, de regreso al sillón erigido sobre una tarima y rodeado de ramos de flores deslumbrantes, pasado el prólogo, se dispuso a guiar la meditación de la multitud. A sus pies, Goyoaga y Mora y Araujo seguían las instrucciones como dos alumnos más. Veinte minutos después, todos abrían los ojos.
–Qué amor. Mucho qué lindo. Argentina mucho qué lindo –decía Shankar, que puesto en líder dialogante con la masa poco después decía: “¿Quieren un mundo sin estrés y sin violencia?”.
–¡Sííí! –respondía la multitud.
Poco después, Patricia Sosa confesaba “estoy temblando” de emoción, pero aun así ofrendaba algunas canciones al gurú. A Shankar, un traductor le susurraba al oído las letras. El seguía en su sillón. Empezaba a hacer frío. Siguió una música electrónica a base de mantras; quedaba alrededor de la mitad del público, que seguía siendo una multitud; familias, chicos, señores grandes, todos saltaban. Guruyi presidía desde su sillón. El sol huía.
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