Sábado, 28 de diciembre de 2013 | Hoy
SOCIEDAD › OPINIóN
Por Julio B. J. Maier *
“Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias... y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquélla exija, hará responsable al juez que la autorice.” (CN, art. 18). El mandato del título es concreto, prístino, claro, conciso, no se presta de modo alguno a la diversidad de interpretaciones; tampoco se presta a ello la amenaza que le sigue. Se podrá discurrir acerca de la finalidad del encierro, conforme a la frase relativa “...para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas...”, según el punto de vista cultural y político en el que uno se coloque, pero resulta imposible negar el mandato principal y su correlato de responsabilidad.
Se puede afirmar que el encierro previene crímenes futuros, con el signo –prevención general o especial– que quien afirma desee adjudicarle, a pesar de que está demostrado que ellos no cesan y menos aún disminuyen con la cantidad de encierro, y de que el excluir al encerrado de la vida gregaria no impide la comisión de delitos, incluso en el lugar de encierro, sino que favorece esa actividad y, aún más, la protege de la persecución penal normal intencionalmente, pero cualquiera de los fines escogidos presentará, seguramente, contradicciones con la realidad. Menos pretencioso sería aceptar que la pena conlleva cierta dosis de venganza, que el hecho judicial pretende arrebatarle sin lograrlo del todo, y que la vida cultural en sociedad requiere que ciertos crímenes, por el daño que producen, excluyan a su autor de la vida social en libertad, sin poder afirmar otra razón de ser –justificación– para la medida que el desarrollo cultural, al menos el occidental. Se puede decir que el logro principal del encierro carcelario –y, con ello, su fin básico– fue abrogar la pena de muerte y las penas corporales y, seguramente, se hallaría algún apoyo en la misma regla constitucional que suprime “...para siempre la pena de muerte por causas políticas, toda especie de tormento y los azotes...”.
Me impresionó la lectura del relato de Abel Córdoba en su columna de opinión (Página/12, martes 24 de diciembre de 2013). Frente a esa descripción sólo deseo expresar que el mandato constitucional importa, para los jueces o funcionarios que deciden y ejecutan el encierro, la obligación de constatar, previa y permanentemente, los lugares de detención y la necesidad de hacer cesar el encierro cuando la cárcel o el lugar de detención no sea sano ni limpio, calificativos básicos que ellos deben poseer en la realidad, esto es, cuando el encierro refleje el fin de indignidad humana que la pena, en el estadio cultural actual, no contiene. Excluir a alguien de la vida social en libertad, castigo más que suficiente, conduce a ciertas responsabilidades no sólo para las instancias puramente ejecutivas, sino también para aquellos que lo someten a ellas y a su violencia intrínseca.
* Profesor titular consulto de DP/UBA.
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