SOCIEDAD
El barrio que ayudó a una madre a conservar la tutela de sus doce hijos
Abandonada por su pareja, Elsa Llanos no podía mantener a sus doce hijos. El Juzgado amenazó con quitarle la guarda, hasta que los vecinos le instalaron agua y luz y le construyeron dos piezas.
Por Alejandra Dandan
“No quiero que me digan que los ando repartiendo como gatos.” Desde hace meses, Elsa Llanos vive con una especie de condena a muerte. Desde el Juzgado de Menores Nº 2 de Morón le pusieron un plazo perentorio para que mejore las condiciones de su casa. De lo contrario, advirtieron, poco a poco le irían quitando la tutela de sus doce hijos. Aunque eso no ocurrió, dos de ellos pasaron dos meses en la casa de una vecina por recomendación del juzgado: “Ahora se bañan todos los días –decía Elsa en ese momento–, miran televisión, comen bien, pero saben que acá no hay ni un poco de pan”. Hasta ese momento, en su casa no había agua corriente, ni luz ni garrafas para la comida. Esa situación alertó a sus vecinos, que trabajaron contra reloj para poner en condiciones la casa y retrasar la decisión judicial. En estos meses, consiguieron una bomba de agua, conectaron un cable de luz y ahora buscan voluntarios y capital para terminar las dos piezas de material. ¿Y qué más? Fotos. Quieren fotos de los hijos de Elsa porque, dicen, las únicas que tienen son de los documentos.
Durante estos meses, Elsa, su historia, sus hijos y su situación se convirtieron en un asunto importante para Las Marinas, uno de los barrios obreros de Castelar. Raquel Lazo, una de las mujeres de la zona, se encargó de buscar ayuda para retrasar la decisión del juzgado que parecía un fantasma que daba vueltas anunciando el destierro de los hijos de Elsa sólo por cuestiones de pobreza.
Raquel habló con los asistentes del juzgado, con los responsables de Nuestra Señora de Luján, la parroquia del barrio, y con sus vecinos más cercanos. Desde hacía años intentaba encontrarle alguna solución a la sobrepoblación y a la superpobreza de los Ruiz, el nombre de casada de Elsa. Durante un tiempo, se llevó a uno de los hijos más grandes a su casa para ponerlo a trabajar de jardinero. Esos días, Marcelo –que ahora tiene 14– cortaba el pasto y ganaba unos pesos y un plato de comida.
Esa relación con los Ruiz contagió a otros vecinos del barrio. Cada cual a su modo, y con lo que encontraba a mano, fue acercándose a la casa de Elsa a medida que sus hijos se hacían más en número y en altura. Hasta hace un tiempo, esa suerte de ayuda solidaria encarada por el barrio les alcanzaba para salir a flote o para conseguir un vaso de leche cuando no había dónde. Pero las cosas empezaron a cambiar hace poco: la crisis volteó las pequeñas economías domésticas del barrio, mientras que la situación de Elsa se volvía cada vez más complicada. Un antecedente de violencia con su esposo precipitó su humor, extremó la crisis económica, empobreció las raciones de comidas, las condiciones de la casa y provocó el ultimátum de los trabajadores sociales de Morón.
“Empecé con un problema familiar, así empezó mi caso”, dice ahora Elsa como quien piensa todavía en la caída que un día la dejó sin luz, después sin gas y después sin agua. Mientras tanto, su marido iba vendiendo el resto de las cosas: primero el ropero, después la garrafa y al final hasta se llevó la cocina. “El enojó conmigo pero yo era consciente de que algo no era normal: era una situación en la que me encontraba atrapada”, dice.
Atrapada como las dos cuchetas que ocupan la única habitación de la casa, una pieza que está cubierta por un tendido de chapas salpicadas de agujeros por donde pasa el agua de lluvia y se cuela el frío de noche. “¿Para comer?”, pregunta Elsa antes de caminar dos pasos y señalar afuera una pila de ladrillos donde pone leña cuando hay fuerza, ganas y al menos 1,20 pesos para comprar dos churrascos de hígado o algo carne picada. Y cuando no hay “salimos a pedirle a los vecinos fideos, harina y él, mi marido, muchas veces salía a pedir en nombre mío, pero se lo quedaba él”.
La lista de cosas que todavía faltan es casi tan larga como la de sus hijos. Del total de doce, Marcelo es el varón más grande, el que trabaja cada tanto en casa de Raquel, el que está terminando octavo año y –dice la mamá– “tiene muchos problemas”. Durante la primera época, en el jardín de Raquel ganaba dos pesos, “la mitad era para él, para las golosinas”, explica con ganas como quien puede dividir, en dos, partes de la nada.
Antes de Marcelo nació Ana que ahora tiene 16 y después Angélica que tiene 13, que está en octavo, que ya es señorita, que en la escuela le va bien aunque estuvo faltando, dice Elsa, “un poco para darme una mano y un poco como venía faltando también le daba vergüenza volver”.
En el medio siguen Rocío, Carmen, Andrés, de 7 y Nacho, de 5. En la lista siguen otros dos, los que se la pasaron dos meses alojados en casa de la vecina de enfrente. Los del juzgado pensaron que así estaban mejor, o al menos eso le dijeron a Elsa. “Y ahora –dice– los tengo repartidos como gatos”, decía por esos días mientras miraba los ventanales de la casa de en frente como quien se detiene ante la ventana de un tren.
Florencia y Luisito ahora están de vuelta. Los vecinos claudicaron, explica esta vez Raquel. “Un poco por todo –dice–: por la situación de los nenes, el presupuesto. Al final se cansaron.” Los que no se cansaron fueron sus otros vecinos. Durante este tiempo levantaron dos piezas de material con un subsidio de una organización llamada Madre Tierra. “El subsidio no alcanzó para hacer las terminaciones que todavía nos faltan pero sirvió”, dice Raquel, contenta pero con ganas de que llegue el resto de la plata. A través del juzgado, Elsa gestiona una inscripción para un contraturno y busca una guardería para los más chicos, esos de los que todavía faltaba hablar, que son gemelos, que llegaron después. Al final de todo. “Y los reconocí yo sola –dice ella–, les puse mi nombre.” Los gemelos ya no son Ruiz sino Llanos de Las Marinas, el nombre del barrio.